Novela juvenil, ecológica y romántica
Sin escenas de violencia ni de sexo
Antonio Silva Mojica
P r ó l o g o
Una familia campesina de principios del siglo 20
vivió feliz en un paraje de Colombia.
Sin luz eléctrica ni radio ni televisión;
sin nevera ni teléfonos ni celular.
Sin computadores ni electrodomésticos;
sin automóvil y sin carretera.
Pero en el hogar siempre reinaron
la unión, el amor y la alegría.
La dicha es fácil.
La dicha es fácil.
Así soy yo
Me llamo Beatriz, tengo 13 años. Mi problema es que todos los niños del pueblo se enamoran de mí. Yo los quiero a todos por igual, son mis amigos. Bueno, dije que ese era mi problema, pero mirándolo bien no es ningún problema sino más bien es una fortuna. Peor sería que me fueran antipáticos, eso sí sería horrible, insoportable.
Mis tías dicen que yo heredé, por parte de mamá, la abundante cabellera negra con rizos y las mejillas rosadas con hoyuelos. Y por parte de papá los ojos negros brillantes y la picardía. Así soy yo.
Mis padres se llaman Martín y Rosalba (todos le decimos mamá Rosita). Tengo dos hermanos mayores, Nelson y Carlos, y dos hermanas menores, Doris y Mayra. Así que somos 5 hermanos, yo soy la tercera, o sea de la mitad. Vivimos en una casona campestre llamada El Palmar porque su principal adorno son las palmas. Nos alumbramos con velas de cera de verdad, que huelen a miel de abejas.
¿Cómo es un día ordinario en El Palmar? La primera que se levanta es mi abuelita, a prender candela en el fogón de tres piedras. ¿Cómo prende candela sin fósforos? Rasca dos cristales de cuarzo encima del fogón; las chispas caen sobre las pajas secas y al momento se alzan llamas y humo; humo con perfume de eucalipto, delicioso. Los cuarzos se los conseguimos nosotros mismos en la quebrada.
Mi hermana Doris y yo madrugamos a ordeñar la cabra mellicera. La leche de cabra es cremosa y exquisita. Terminado el ordeño, los dos cabritos gemelos se arrodillan a lado y lado de la madre y se apoderan de las ubres, batiendo las colitas en señal de alegría.
Cuando los cabritos terminan por fin su desayuno, acompañan a Mayrita al gallinero. Tenemos 12 gallinas ponedoras y un hermoso gallo de cresta roja y espuelas de marfil; gallo que canta cada media hora con garbo y elegancia delante de las gallinas, felicitándolas porque ponen huevos y sacan pollitos. Mayra va recogiendo los huevos de las gallinas y los va echando en una canastilla, tarareando una canción infantil que solo ella sabe. Los cabritos juguetean y balan detrás de la niña; son sus mascoticas. La dicha es fácil.
Nos dirigimos a la cocina llevando la leche recién ordeñada y los huevos frescos. Papá saca del horno de leña el pan caliente y nos lo reparte. Mayra recibe su pan; primero aspira con fruición el aroma del pan caliente; luego le da un beso y a continuación un mordisco. Sonreímos. Antes de sentarnos a la mesa cantamos la bendición de costumbre:
Bendice, Señor, bendice, esta mesa y este
pan.
Bendice a quienes
lo hicieron y a quienes va a
alimentar.
Dalo a los que no
lo tienen, y a todos en el
altar. Amén.
Durante el desayuno charlamos y bromeamos.
Mis hermanas me molestan diciendo que yo tengo diez novios adolescentes, y
empiezan a decir nombres: Jairo, Leonel,
Félix, Jacinto… Se me encienden las mejillas delante de mis papás. Ellos me
miran y sonríen. (Una vez les oí decir en voz baja que yo, cuando estoy avergonzada y rosada, me veo más bonita; de
pronto es cierto).
No puedo negar lo de los diez novios; creo que son más de
diez. Yo no los considero novios sino amigos. A mí todos los muchachos del
pueblo y de las haciendas vecinas me
quieren, ¿qué culpa? Además, la maestra
me dijo que mi nombre Beatriz viene
del latín Beátrix, y que
significa la que hace felices a los demás. Yo procuro cumplir ese ideal tan
bonito y me esfuerzo por no ofender a nadie; quizás por eso todos me quieren.
La ilusión de los chicos del pueblo es salir a pasear por las cercanías de nuestra finca y echar ojo a ver si por casualidad me ven asomada al balcón. Soy coqueta, no lo niego, es propio de las adolescentes. Así que todos los días salgo al balcón a regar las matas con una regadera de mano, pero también es para que me vean los niños, o sea que lo hago por el gusto de dar gusto. ¿Qué tiene de malo? Un día los oí cuchichear en el jardín y uno de ellos les dijo a los otros: Beatriz riega las flores, pero ella misma es una orquídea. Yo me sonrojé, se me inundaron los ojos y me palpitaba duro el corazón.
Bueno, resulta que hoy precisamente merodeaban por ahí en los potreros unos chicos aparentando que buscaban moras del monte, sabiendo que no es tiempo de cosecha. Yo los vi desde el balcón y, haciéndome la desentendida seguí regando las matas y cantando “La feria de las flores”. Luego me escondí. Los chicos se acercaron a nuestra casa y llamaron a la puerta.
Salió mi hermana Doris a recibirlos. Ellos le preguntaron que si por casualidad habíamos visto una ovejita que se les escapó del corral. (Mentiras, ellos no tienen ovejas; era solo un pretexto para justificar su visita). Doris, sospechando a qué venían propiamente, les preguntó con picardía:
- ¿Y la ovejita que buscan se llama Betty?
Los niños se colorearon y no sabían qué responder; estaban pillados. Por fin sonrieron, y uno de ellos, Leonel, confesó:
- Bueno, sí, ¿para qué negarlo? Tú sabes que Beatriz es la preferida
de todos nosotros, es nuestra ovejita.
de todos nosotros, es nuestra ovejita.
Doris, para no acabar de avergonzarlos, continuó:
- Por aquí no pasan ovejas sino mulas con
cargas.
·
- ¿Cargas de qué? preguntó Jairo.
- ¿Cargas de qué? preguntó Jairo.
·
- De cañadulce y de panela, respondió Doris.
- De cañadulce y de panela, respondió Doris.
·
- ¿De panela? ¡Qué rico! exclamó Félix. ¿Y ustedes no hacen
melcochas de panela?
- ¿De panela? ¡Qué rico! exclamó Félix. ¿Y ustedes no hacen
melcochas de panela?
·
- Claro que las hacemos. Algún día los invitamos, pero ustedes
- Claro que las hacemos. Algún día los invitamos, pero ustedes
tienen que traer leña del monte para prender candela.
- - Claro que traeremos leña, pero con una condición.
·
--- ¿Qué condición? preguntó Doris.
--- ¿Qué condición? preguntó Doris.
·
- Que al paseo no falte tu hermana Beatriz. ¿Vale?
- Que al paseo no falte tu hermana Beatriz. ¿Vale?
Yo, escondida, escuchaba lo que decían los muchachos: Que al paseo no falte tu hermana Beatriz. Que no falte Beatriz. ¡Qué dicha, me quieren los niños! No pueden prescindir de mi compañía.
Se fueron los chicos. Mi hermana Doris empezó a llamarme con picardía, en voz alta para que oyeran mis padres y mis hermanos:
·
- ¡Hola, ovejita, vinieron tus pastores a preguntarte!
- ¡Hola, ovejita, vinieron tus pastores a preguntarte!
Mi madre, intrigada, preguntó:
·
- ¿ De qué ovejita hablan?
- ¿ De qué ovejita hablan?
Entonces fui yo la que me ruboricé delante de
mi madre; se me quemaban las mejillas, y para disimular me agaché a levantarme
una media que no estaba caída.
Doris le respondió a mi madre:
·
- Mamá, es que vinieron unos niños del pueblo a preguntar
- Mamá, es que vinieron unos niños del pueblo a preguntar
por una oveja que se les perdió.
· - ¿Y encontraron la oveja? preguntó mi madre preocupada.
Doris le respondió:
· --- No señora, pero la oveja debe andar por aquí cerca.
Y me picaba el ojo.
Lavar y cantar.
Nuestra muchacha del servicio doméstico,
Julia, campesina de 16 años que había sido niñera de Mayra, es como una hermana
más, es parte de nuestra familia. Uno de sus oficios es lavar nuestra ropa. El lavadero queda en la huerta debajo
de los mangos, que le dan sombra. El viento agita las ramas de los árboles
donde trinan las aves y donde tienen sus nidos. Julia, mientras enjuaga la ropa, suele cantar con su
bella voz y su alegría:
Me gusta cantarle
al viento
porque vuelan mis
cantares,
y digo lo que yo
siento
por toditos los
lugares.
Un día, mientras lavaba la ropa, de pronto
cayó un mango amarillo en la piedra del lavadero. Julia lo alzó feliz, lo lavó
en el chorro, quedó terso y provocativo; lo besó como quien besa una mejilla rosada y empezó a
pelarlo a puro diente; lamía con fruición cada trocito de corteza de mango que
iba desprendiendo. Llegó una fuerte brisa que sacudió las ramas de los árboles, y empezaron a caer a tierra
mangos maduros. Julia nos llamó a todas gritando:
·
- ¡Doris, Mayra, Beatriz, vengan a recoger las frutas!
- ¡Doris, Mayra, Beatriz, vengan a recoger las frutas!
Llegamos en seguida con un canasto y una cañabrava. Recogimos los mangos del suelo; no hizo falta bajar más frutas con la caña. Mi hermana menor, Mayrita, acababa de pelar un mango amarillo y ya iba a morderlo cuando le llegó volando una mirla (sinsonte) de las que tienen sus nidos en las ramas; el ave se posó en sus manos y empezó a picotear el mango de la niña. Mayra quedó extasiada contemplando semejante sorpresa tan bonita; el pájaro seguía picoteando la fruta. Todos admirábamos, incrédulos, la escena.
·
- ¡Tan confianzuda! exclamé yo.
- ¡Tan confianzuda! exclamé yo.
La mirla, con un trocito de mango en el pico, voló a su nido en la rama y vimos cómo les daba de comer a sus pichones. La mirla volvió a las manos de Mayra y volvió a picotear la fruta; hizo tres o cuatro viajes llevando pedacitos de mango y ya no volvió más. Mayra concluyó:
·
- Ahora voy a probar el sobrado que me dejó la mirla, a ver si me trasmite la habilidad de trinar.
- Ahora voy a probar el sobrado que me dejó la mirla, a ver si me trasmite la habilidad de trinar.
La niña lamió con gusto el mango y empezó luego a silbar imitando tan exactamente los gorjeos de la mirla, que se vinieron de los árboles todos los pájaros, revoloteaban encima de nuestras cabezas y nos picoteaban los churcos. Salimos corriendo atacadas de la risa. Las aves volaron otra vez hacia las ramas.
Entramos al patio, donde papá y mamá y mis hermanos Carlos y Nelson estaban desgranando alverjas, cada uno con una bandeja en las rodillas. Interrumpieron el oficio para recibir los mangos que les ofrecíamos. Mientras saboreábamos esa delicia de frutas oímos que allá en el lavadero Julia continuaba su canción:
Atravesé la montaña
por venir a ver la
flores,
y aquí hay una rosa
huraña
que es la flor de
mis amores.
Y era que Julia quería ser trasplantada por Fidel, un primo
nuestro de la misma edad de ella; primo que venía con frecuencia a visitarnos y
de paso le traía duraznos maduros a la chica, duraznos que olían delicioso y
lucían lindos colores (como los de Julia, que también era rosada). Julia se los
pagaba obsequiándole mangos amarillos. Pero este par de novios clandestinos
nunca se besaban. Solo charlas y miraditas.
A mis hermanos hombres y a nosotras las niñas
nos encanta ir a segar pasto para las bestias, un pasto magnífico llamado alfalfa. Empuñamos las hoces filudas y
nos dirigimos al corte. Después de segar durante una media hora recogemos los
manojos y los disponemos en forma de bulto para echarlo a la espalda. Luego nos
encaminamos a la pesebrera y les repartimos la ración a los caballos. Sucedió
que un día, cuando descargué mi bulto de
pasto en la pesebrera, noté que salía vapor de él, y la alfalfa estaba caliente.
- ¡Se
me acaba de ocurrir una idea genial! exclamé.
- ¿Qué idea genial? me
preguntó mi hermano Carlos. Le respondí:
- - Pues hacer que la alfalfa sirva de incubadora
para empollar unos huevos.
- Tú estás chiflada, comentó
mi hermano.
- Apostemos, le respondí. Si no
salen pollos, me comprometo a comerme
los
huevos con todo y cáscara.
- - Ja ja, se rieron las niñas.
Salí corriendo para la despensa y traje seis
huevos que parecían de pizca (pava). Formé una especie de nido en el bulto de alfalfa;
deposité los huevos en ese hoyo de pasto y los arropé con más alfalfa caliente.
---- Ahora vámonos, les dije, es
cuestión de tiempo. El calor de la alfalfa equivale al calor de una gallina
clueca. ¿Acaso las tortugas no entierran sus huevos y el calor de la arena los
incuba? Además, mi padre dijo que la alfalfa se fermenta y provoca una reacción química, la cual produce calor.
- ¡Ay, esta chinita resultó científica! se burló Doris.
- Que la contraten para trabajar en bioquímica,
sugirió Carlos.
Nosotros éramos bromistas y hermanables. Salimos
de la pesebrera cabestreando los caballos porque los iban a ensillar; esa
mañana saldríamos de vacaciones a la finca de mis primas.
Salimos en alegre cabalgata por el camino de
herradura. Solo papá y mamá iban en silla de montar; los demás íbamos en pelo.
Mi papá encabezaba el desfile, pero yo azucé mi caballo y quedé al frente de la
comitiva.
- ¡Tenga
cuidado, Beatriz, me advirtió mi madre, recuerde que ese caballo es pajarero! (Pajarero quería decir que era asustadizo).
De un matorral del camino salieron volando
sorpresivamente unas perdices; mi caballo se espantó y salió al galope,
desbocado; yo no era capaz de contenerlo. Llegó al borde de la quebrada, frenó
en seco y yo salí disparada por las orejas de la bestia y caí en el pozo de
agua fría.
- ¡Te
lo dije! remató mi madre. Todos se reían de mi
aventura.
Ja
ja, solo fue un chapuzón, el agua no estaba
fría sino helada; yo aproveché para bañarme vestida y nadar. Monté otra vez en
mi caballo pajarero, yo toda empapada, chorreando agua. Y seguimos el viaje al
trote de las bestias. Julia también venía con nosotros. Éramos ocho caballos;
perdón, quise decir ocho jinetes.
Llegamos por fin a la hacienda de las primas;
primas locatas, loquitas, locancias.
Quiero decir que eran juguetonas, alegres, bailarinas, cantantes y bonitas. Nos
recibieron gritando, aplaudiendo y brincando; y nos ayudaron a desmontar. Todo fue abrazos, besos, risas y
lágrimas. Mis primas eran: Ángela,
Rocío, Laura, Marcela y Carmen.
Todas entre los 4 y los 18 años. Mis primos eran: Fidel, Mario y Fredy,
entreverados entre las primas.
- ¿Por qué estás tan mojada? me preguntó Mario, uno de los primos.
- Por pajarera; digo, la bestia. Y les conté mi aventura en la quebrada. Ellos se reían.
Entramos al patio de veraneras y nos sentamos
en el pasto, en círculo. Las primas
empezaron a servirnos un delicioso sancocho de gallina, que fuimos recibiendo en cazuelas y devorando con cucharas de palo. Las mazorcas, a mano
limpia; lo mismo las presas de gallina.
De bebida nos brindaron guarapo hecho en casa. Guarapo es miel fermentada con color y perfume de panela.
Terminado el almuerzo nos llevaron a las
alcobas para mostrarnos dónde y cómo pasaríamos las noches. El piso, cubierto
con esteras de esparto, y sobre ellas unos colchones de fique. Todas las niñas
dormiríamos en cama franca, con cobijas de lana de verdad, lana de las ovejas
de la finca; finca que se llama “La
Esmeralda” porque revolotean por ahí
mariposas de Muzo, batiendo sus grandes y lindas alas azules. Y dicen que de pronto en esas
lomas también hay esmeraldas de verdad.
Los muchachos, o sea mis hermanos y mis
primos, dormirían en otra alcoba con las
mismas “comodidades y lujos” que nosotras, o sea en el suelo, en colchones de
fique sobre esteras de esparto. Ja ja. La dicha es fácil.
Como ya se estaba ocultando el sol, una de
las primas, Ángela, nos invitó diciéndonos:
- Salgamos al campo a ver cómo se abren las
“buenastardes”.
Buenastardes son unas lindas violetas silvestres de
color lila pálido; flores que durante el día permanecen cerradas en botón, y al
atardecer se van abriendo lentamente y despiden un delicado perfume.
Inmediatamente nos dirigimos a la vega del
río. Y allí presenciamos esta maravilla de la naturaleza. Los botones de buenastardes se iban entreabriendo y
exhalaban un aroma exquisito. Cuando ya todas las flores se habían desplegado y esparcían su perfume, empezaron a llegar
mariposas de Muzo batiendo sus bellas alas de color celeste; revoloteaban en
silencio sobre la hermosa pradera florecida.
Sentí tal emoción ante la pulcritud de la
naturaleza, que se me inundaron los ojos; lo mismo a mis hermanas y a mis
primas. Las niñas somos muy sensibles ante la belleza de las flores, las
mariposas y los pájaros. ¡La fortuna de ser niñas!
De regreso a casa, ya de noche, brillaban las
candelillas o luciérnagas. Revoloteaban con sus lampos intermitentes como un
recreo de chispas en la oscuridad. A mi hermana Doris se le posó una candelilla
en la frente. La niña se asustó y se dio
una palmada, con lo cual aplastó al insecto y se le esparció en la frente una
fosforescencia como un esmalte plateado. Sonreímos con lástima (lástima por
haber sacrificado una luciérnaga). Entramos al patio a oscuras.
- Todavía es muy temprano para irnos a dormir, sugirió Carlos. Alcanzamos
a ir a la cueva del mohán.
a ir a la cueva del mohán.
Mohán
era un fantasma que vivía en una gruta del
monte y decían que comía carne humana, ¡qué miedo!
Nos
dirigimos al monte, a la luz de las estrellas. Subíamos por entre matorrales
abriéndonos camino. Por fin llegamos a la entrada de la caverna. Vimos brillar
unos ojos; creímos que se trataba de algún gato montés; pero era una lechuza, que alzó el vuelo por encima de nosotros y salió a la intemperie.
Empezaron a salir murciélagos en confusa chillería. Nosotras manoteábamos para espantarlos. Desistimos de seguir buscando al mohán. Resolvimo más bien volver a casa. Bajamos del monte, entramos al camino real y nos dirigimos a la finca. Cuando nos acercábamos percibimos el aroma del Galán de la noche, un arbusto que al anochecer despide su perfume. Nuestros padres ya estarían durmiendo. Nos dio la corazonada de cantarles una serenata. Así que una vez en el patio iniciamos aquel romántico bolero:
Empezaron a salir murciélagos en confusa chillería. Nosotras manoteábamos para espantarlos. Desistimos de seguir buscando al mohán. Resolvimo más bien volver a casa. Bajamos del monte, entramos al camino real y nos dirigimos a la finca. Cuando nos acercábamos percibimos el aroma del Galán de la noche, un arbusto que al anochecer despide su perfume. Nuestros padres ya estarían durmiendo. Nos dio la corazonada de cantarles una serenata. Así que una vez en el patio iniciamos aquel romántico bolero:
En la noche clara
el viejo jazmín
perfume le daba a
todo el jardín;
y sus flores
blancas eran como si
pétalos de luna
cayeran allí.
Terminada la canción, entramos en puntillas a
la alcoba y nos acostamos sobre los colchones de fique, haciendo comentarios
jocosos en voz baja. Poco a poco fuimos quedándonos calladas y quedándonos
dormidas. Solo se oía respirar plácidamente.
Amaneció el día, nos levantamos y fuimos a
bañarnos a la quebrada de agua
cristalina pero helada. Todo eran gritos y nervios y risas. Por fin salimos del agua, nos secamos
y nos vestimos. Regresamos a casa. El plan de hoy era escalar el cerro del Aquiminzaque. Después del desayuno
preparamos los morrales, los bordones y
los sombreros de veraneo, de amplias alas. Mamá Rosita nos había preparado el
fiambre desde la víspera. Nos despedimos de nuestras mamás con besito en la
mejilla.
Y salimos loma abajo porque primero había que
atravesar el río. Una vez que llegamos a la orilla, la primera aventura era
cruzar el río en tarabita, porque no
había puente, se lo había llevado la última borrasca. La tarabita consistía en un rejo bien templado, de orilla a orilla,
sujeto a dos gruesos mangles. Las niñas temblaban de miedo. Entonces yo,
Beatriz, haciéndome la fuerte y para
tranquilizarlas y darles ánimo, exclamé:
- ¡Yo primeras! y subí a la canastilla que colgaba del cable.
Al otro lado del río ya estaban listos mis hermanos
Carlos y Nelson que habían pasado el río a nado. Ellos manejarían el cable de
tracción.
- ¡Ya, lista! grité.
Carlos y Nelson empezaron a jalar el cable.
Yo iba deslizándome con mucho miedo sobre las aguas encrespadas. La canastilla
se balanceaba miedosamente y yo sentía un frío en el estómago. Tan pronto
llegué a la otra orilla salté del canasto y levantando ambas manos con los
pulgares hacia arriba, les grité:
- ¡Éxito, todo bien,
no pasó nada!
La canastilla regresó por la cuerda hasta llegar otra vez al grupo
de los restantes pasajeros, que aguardaban su turno con ilusión y con temor.
- ¡Primero las damas!
reclamó Ángela
y subió al canasto.
Mientras la niña se deslizaba por el cable a
gran velocidad, todos los demás aplaudíamos y gritábamos. Y así fueron pasando
todos y todas. Una vez que estuvimos en la otra orilla del río, emprendimos la
ascensión al cerro por un senderito que subía en zigzag.
Llegados a la cima del Aquiminzaque respiramos aire
fresco y nos sentamos sobre las rocas a descansar y a contemplar el paisaje. La
brisa nos soplaba la frente y nos despeinaba los cabellos, ¡qué delicia! Procedimos luego a
desempacar nuestro fiambre.
Terminado el refrigerio emprendimos la exploración de una caverna. Fuimos entrando con precaución y miedo. El primer animal que salió a recibirnos fue un armadillo rosado, que sin desconfiar de nosotros se nos acercó y olfateaba los morrales.
- ¡Tan conchudo! comentó Carlos.
- Claro que es conchudo, respondió Nelson, ¿no le ves semejante cascarón?
Pronto apareció también la armadilla, seguida de cuatro armadillitos. A todos les dimos parte de nuestra merienda (residuos de queso y almojábana, que devoraron con avidez).
- ¡Estos armadillos son fósiles! exclamó mi prima Carmen.
- ¿Cómo que fósiles? reviré yo inmediatamente. ¿No los
ves que están vivos y sanos? Los fósiles no se mueven, son animales
petrificados de puro viejos.
- Quise decir, explicó
Carmen, que esta especie de armadillos rosados ya se consideraba extinta por
los científicos.
- ¿Y ahora qué hacemos con estas criaturas?
preguntó Marcela.
- Pues dejarlas en paz, aconsejó Rocío
- ¿Quién les dará de ahora en adelante queso y
almojábanas?
preguntó Carmen. ¡Pobrecitos, se van a
morir de hambre!
- Tranquila, remató Carlos; si
los armadillos han sobrevivido millones de años sin queso ni almojábanas, pues
también sobrevivirán otros millones de años.
---- Sigamos la exploración de la cueva, sugirió Nelson.
Al adentrarnos en la caverna vimos al fondo
un rayo de sol como si fuera la salida de un túnel. Avanzamos y,
ciertamente, el socavón atravesaba la cordillera de lado a lado. Nos asomamos
con precaución al otro extremo del
túnel: era el borde de un precipicio, una roca cortada al tajo, de más de 200 metros de profundidad. ¡Qué
vértigo! Sentíamos un vacío en el estómago.
Nos tendimos bocabajo sobre la cornisa rocosa, mirando al fondo del abismo. Allá abajo, a gran profundidad, el piso era una laja negra y plana.
· - Arrojemos desde aquí una piedra, propuso Nelson, a ver cuánto tarda
en llegar al fondo.
en llegar al fondo.
- ¡Claro,
sí, genial! exclamé yo entusiasmada.
Mis hermanos trajeron una roca del tamaño de
un balón de básquet y la fueron arrimando al borde de la cornisa. Todos
abríamos más los ojos, con la expectativa del experimento.
Los niños le dieron a la piedra el último empujón, y
la piedra empezó a bajar en caída libre… iba girando lentamente y empequeñeciéndose… la perdimos de
vista. De pronto vimos que allá abajo,
sobre la roca negra del fondo, se abría en silencio una estrella de arena
blanca. Era que nuestra piedra acababa de llegar y desintegrarse con el golpe.
Entendí al momento que el verbo estrellarse
coincidía exactamente con el efecto: la piedra se convertía en una estrella de arena blanca. A los dos segundos se oyó un totazo que subía de la profundidad; era el eco del impacto.
- La próxima vez que vengamos a este sitio, propuso Ángela, traigamos
una cuerda bien larga para medir la altura del precipicio.
una cuerda bien larga para medir la altura del precipicio.
- Ahora mismo podemos medir la altura, sugirió Fredy,
- Pero ¿cómo? preguntó Doris, si no trajimos cuerda.
- Muy fácil, contestó Carlos, ¿acaso
no aprendimos en clase de física la
manera de medir distancias por medio del sonido?
manera de medir distancias por medio del sonido?
- Ah, sí, ya recuerdo, aseguró Carmen: el sonido viaja a 300 metros
por segundo. La fórmula es esta:
Espacio igual a velocidad por tiempo.
- ¡Ay, esta chinita también resultó
científica! le dije yo por broma
y le di un pico en la
mejilla. Todas se rieron.
- Bueno, pues, traigamos otra piedra, propuso Laura.
Inmediatamente los chicos trajeron otra piedra y la acercaron al borde del
abismo. Todos nos dispusimos a presenciar el nuevo experimento. Carlos
explicó:
- Atención, por favor: la piedra bajará en
silencio. Tan pronto veamos abrirse una estrella de arenisca blanca sobre la roca del fondo, empezamos a contar
los segundos: cero…uno…dos…tres…hasta
que oigamos el totazo del choque. Luego multiplicaremos los segundos que tarde por el nùmero 300, y esa serà la altura del precipicio. ¡Listos!
Los niños empujaron la roca, esta saltó al
vacío y empezó su descenso, iba girando y empequeñeciéndose, la perdimos de
vista… De pronto vimos que sobre la roca negra del fondo se abría una estrella
de arena blanca. Inmediatamente gritamos en coro:
- Cero…
uno…dos... y antes de decir tres llegó el totazo,
que había subido desde la profundidad.
El sonido había tardado
más de dos segundos en llegar.
--- ¡Seiscientos metros de altura! gritó Carlos triunfante.
- ¡El triple del Salto de Tequendama! completó Marcela
--- Claro está que estos datos son aproximados, rectificó Ángela, porque propiamente el sonido avanza a más de 300 metros por segundo.
Y también depende de la densidad de la atmósfera y de la temperatura.
- Bueno, ya es mucho cuento, comentó Rocío, haber calculado la altura aproximada del precipicio sin necesidad de
descolgar una cuerda con una plomada en la punta. Nos bastó con soltar una
piedra y contar los segundos que tardaba en llegar el sonido.
Y Y multiplicar esos segundos por 300.
- Les tengo una adivinanza, intervino Carlos, y es esta: ¿Por qué cuando vemos descender la piedra llega un momento
en que la piedra se hace invisible, desaparece?
- Me rindo, dijo Laura.
- Me rindo, repitió Marcela.
- Nos rendimos, añadió el resto de los excursionistas.
- Ya tengo la respuesta, comentó Nelson: Primero repitamos la pregunta: ¿Por qué la piedra al bajar desaparece
en los últimos metros? Respuesta: Porque como va aumentando la velocidad de
caída, llega un momento en que los ojos no pueden acomodarse y quedan
desenfocados. Por eso la piedra desaparece en los últimos metros de su caída.
- ¡Eso,
aplauso! gritamos las niñas.
- Traemos aquí a Isaac Newton en la expedición,
añadí yo con picardía.
- Bueno, propuso Laura, regresemos ya.
- Bueno, propuso Laura, regresemos ya.
Empezamos el descenso por el camino en
zigzag. No habíamos bajado cien metros cuando escuchamos ruido como de una
piedra que rodaba. Y vimos que venía dando botes loma-abajo una piedra
esférica y se detuvo cerca de nosotros.
Y aquí la gran sorpresa:
Eso que parecía piedra se fue desenroscando y
apareció el armadillo que habíamos visto arriba en la caverna. Ver para creer.
Los armadillos tienen ese recurso tan
curioso para escapar de sus
depredadores: en caso de emergencia el armadillo se enrosca sobre sí mismo
quedando en forma esférica protegido por su coraza, y se echa a
rodar… El armadillo olfateaba nuestros morrales pero ya no nos quedaban restos
de comida; ni queso ni pandeyuca ni
almojábanas. ¡Qué pesar!
- Les hicimos un mal dándoles de comer, comentó Carlos, es mejor que se defiendan por sí mismos. Ya tienen uso de razón.
En seguida vimos y oímos que rodaba otra piedra monte-abajo. Llegó
hasta nosotros y se desenroscó: era la armadilla. Y vimos también que por el
camino en zigzag venían los 4 armadillitos corriendo. Ellos no se enroscaban ni
se echaban a rodar porque todavía tenían muy tierna la concha que los cubría.
El instinto animal es sabio, inteligente, nunca se equivoca.
Carmen alzó un armadillito, Rocío alzó otro. Carlos
propuso:
- Llevemos estas dos criaturas para demostrarles a los científicos que sí hay fósiles vivientes, que sí quedan armadillos rosados, no se han extinguido.
- Llevemos estas dos criaturas para demostrarles a los científicos que sí hay fósiles vivientes, que sí quedan armadillos rosados, no se han extinguido.
Aprobado por unanimidad. Las niñas
aplaudíamos y brincábamos. El armadillo padre y su esposa regresaron
loma-arriba; detrás subían los dos armadillitos al trote. Nosotros regresamos
al río y lo atravesamos otra vez en canastilla, o sea por nuestro teleférico. Rocío y Carmen con sus
armadillitos en brazos.
- ¡Qué nombres les ponemos a estos armadillos? preguntó Rocío.
- Pues el tuyo se llamará Rocío, contestó Carmen, y
el mío se llamará Carmen, y punto.
- ¿Y quién dijo que estos armadillos son de ustedes dos? protestó Ángela;
son de todas nosotras.
- Bueno, tranquilas, sugirió
Nelson; lo que podemos hacer es lo
siguiente: que Rocío y Carmen se queden con estas dos mascotas; y las demás
niñas se quedarán con los animales que conquistemos de ahora en adelante. ¿Les
parece?
- ¡Bueno, sí, está
bien! contestamos las
niñas.
- Mayra sale de parte, apuntó
Laura, porque ella ya tiene sus dos
cabritos gemelos. Aprobamos con una venia.
- Me queda una duda, replicó
Marcela: ¿Cómo se sabe si estos
armadillos son niños o niñas?
- Muy fácil, respondió Mayrita, pues cuando pongan huevos; así se conocen las tortugas hembras. En eso
se diferencian de los tortugos.
Soltamos la risa.
- Las armadillas no ponen huevos, explicó Nelson,
porque son vivíparas. Ja Ja.
Seguimos
caminando y llegamos
a nuestra finca,
digo, a la de las primas, La
Esmeralda. Nos salieron a recibir
los perros batiendo la cola. Los perros se llamaban Gold and Silver (Oro y Plata). Los perros se extrañaron con la presencia de los armadillos y
se acercaron a olfatearlos.
- ¡Cuidado, perros, les advirtió Carmen,
estos armadillos son de la familia, así
que los tratan con cariño y comprensión! ¿Entendido?
Los perros batieron la cola en señal de
aceptación y se acercaron a lamer cariñosamente a las criaturas. Sonreímos.
Salieron al patio papá y mamá y los padres de
nuestras primas, Jorge y Camila. Nos saludamos de beso y abrazo y nos
felicitaban por nuestra proeza de escalar el cerro del Aquiminzaque. Acariciaron
los armadillos. Sin embargo el papá de mis primas, Jorge, nos advirtió muy
serio o haciéndose el serio:
- Me perdonan, pero esta casa no es un
zoológico; así que me hacen
el favor, devuelven estos
armadillos al monte.
Rocío y
Carmen empezaron a llorar desconsoladas; no querían desprenderse de sus
adorables mascotas.
- Está bien, tío, le
contestó Nelson, pero ya es muy tarde
para volver a escalar el cerro. Mañana Carlos y yo madrugaremos a dejar los
armadillos en la cueva.
- ¡Pásenla por inocentes! añadió mi tío Jorge; yo
lo decía por chiste. Pueden quedarse con los armadillos.
Rocío y Carmen, con lágrimas, corrieron a abrazar y besar
a su papá.
- ¿Dónde dormirán esta noche los armadillitos, preguntó Ángela.
- Ya veremos, respondió
Carmen, los armadillos son cavernícolas.
Rocío y Carmen con cuidado y con
cariño dejaron en tierra los armadillos, los cuales inmediatamente buscaron
dónde refugiarse y corrieron a esconderse en la
casita de madera donde dormían los perros, era lo más parecido a una
cueva. Y una vez adentro se enroscaron a
dormir; eran animales nocturnos. Los perros ladraron al ver que les invadían
su habitación y corrieron a investigar. Lamieron a los armadillos y se
acostaron con ellos sin pretender desplazarlos. Las niñas aplaudimos de
alegría. Ya estaba resuelto el problema que temíamos; por fortuna entre perros
y armadillos hubo compatibilidad de
caracteres. Ja ja.
Esa tarde volvimos al potrero a presenciar
cómo se abrían las buenastardes. Por
la noche volvimos a la cueva del mohán, esta vez con una linterna, y ahora sí
descubrimos el monstruo. ¡Qué mohán ni qué nada! Era un oso hormiguero que dormía por las
noches en la cueva y se levantaba de día. Ese era el mohán, je je.
- ¡Llevemos el oso para la casa! propuso Carmen.
- Mi papá no quiere zoológicos, advirtió Mario
- Es verdad, contestó
Laura; entonces llevemos una lechuza.
- Mejor dicho dos lechuzas, rectificó Ángela; o
sea una para Marcela y otra para Laura.
- Bueno, procedamos, contestó
Carlos; y alumbró con la linterna dos bulticos de plumas plateadas que dormían
en una grieta, dentro de la gruta.
Eran dos búhos pichones pero ya bien
emplumados. (Búhos o lechuzas, así decíamos y así diremos,
sin distinciones científicas). Los dos búhos abrieron más esos ojazos negros redondos y se
encandilaron con la luz de la linterna. Nelson los agarró con cuidado. Piaban con angustia
y le picoteaban las manos. Nelson le entregó un
búho a Laura y otro a Marcela. Los pichones no picotearon a las niñas, se
dejaron alzar, acariciar y besar. Las demás niñas también besamos a los búhos
en la cabecita emplumada y los acariciábamos. Eran
criaturas muy tiernas. Se me vinieron
las lágrimas. Las niñas somos así: lloramos por todo, pero también por todo
reímos.
Cuando salíamos de la cueva salieron también los
murciélagos y revoloteaban encima de nosotros, pero mi hermano los espantaba
enfocándoles la luz de la linterna y así los barrió a todos y no les permitió
que aterrizaran en nuestras cabezas.
- Ahorremos pilas, dijo
Carlos y apagó la linterna. Entonces tuvimos que caminar a oscuras. Y sobrevino
una sorpresa increíble:
Un enjambre de luciérnagas se posó en la
cabellera de nosotras las muchachas, como si nos hubieran instalado bombillitos
navideños titilantes. La razón era porque nos habíamos perfumado el pelo con esencia
de azahar. Fuimos entrando al patio
adornadas como ninguna reina de belleza lo había sido en los concursos. Ni
lentejuelas ni diamantes brillarían tanto como brillaban las luciérnagas o candelillas
en nuestra cabellera. Salieron al patio nuestras madres y no acababan de creer
lo que veían; quedaron extasiadas.
- ¿Cómo nos acostaremos esta noche a dormir sin maltratar
- ¿Cómo nos acostaremos esta noche a dormir sin maltratar
las candelillas? preguntó Ángela.
- Muy fácil, contestó Carlos; espantándolas con luz.
Y diciendo y haciendo prendió la linterna y alumbró
nuestras cabezas. Las candelillas salieron volando.
Aplaudimos y
reímos. La dicha es fácil.
Madrugamos a la quebrada y nos bañamos en el agua fría. El programa de
ese domingo era recolectar hojas para los gusanos de seda. Mis primas
cultivaban gusanos por puro jobi, para
verlos convertir en mariposas. Así que al terminar el desayuno empuñamos
canastillas, nos acomodamos en la cabeza las
corroscas de amplias alas, y después de despedirnos de nuestras mamás nos
dirigimos al sembradío de moreras. Morera es un arbusto cuyas tiernas hojas
parecen lechugas, de un color verde-claro. Y también producen moras coloradas
como las de la zarzamora. Eran nuestra golosina.
Detrás de Mayra venían sus dos cabritos
balando y brincando. Detrás de Rocío y Carmen venían los dos armadillitos
trotando. Laura y Marcela traían sus búhos al hombro; venían dormidos. Eran
nuestras seis mascoticas.
Por el camino íbamos silbando para atraer a las mirlas, pero Rocío, que es demasiado juguetona, empezó a hacernos cosquillas y los silbidos se convirtieron en risas. Una vez llegados a las moreras, empezamos a recolectar hojas desprendiéndolas a mano. Y al mismo tiempo íbamos desgajando moras coloradas y comiendo; deliciosas. Las moras negras y maduras las echábamos al canasto para llevárselas a nuestras mamás. Cuando terminamos de llenar de hojas verdes nuestras canastillas, emprendimos el regreso a casa por el viejo camino de herradura.
Llegamos por fin a La Esmeralda y nos dirigimos con las canastillas al quiosco de los gusanos de seda, en el jardín. Sobre una gran mesa antigua se veían unas cubetas de tiesto; en cada cubeta unas orugas. Les repartimos las hojas de morera y los gusanos empezaron a devorar las hojas mordiéndolas por el borde, con un apetito insaciable.
Cuando cada gusano se comió su hoja empezó a envolverse con su propio hilo-seda, devanándolo alrededor de su cuerpo hasta convertirse en un capullo blanco. Diríase que cada oruga, como una niña pudorosa, se encerraba en su propio vestier para que nadie presenciara cómo se iba a cambiar de vestido. Dejaría sus harapos de gusano y se revestiría con traje de gala, o sea de mariposa. La Naturaleza es divina.
Ángela cubrió una cubeta de capullos blancos con un vidrio verde. Laura cubrió otra con un vidrio azul. Rocío con rojo, Carmen con amarillo, Marcela con lila. Y yo, Beatriz, con un vidrio rosado. Dentro de unos días nos esperaba una sorpresa.
- ¡Niñas,
que vengan! gritó Julia desde la puerta del comedor.
Corrimos todas. A cada niña Julia le dio un plato hondo sopero, un tenedor y un huevo crudo con cáscara.
Corrimos todas. A cada niña Julia le dio un plato hondo sopero, un tenedor y un huevo crudo con cáscara.
- ¡Concurso
de merengues! dijo
la muchacha. ¡Manos a la obra!
Inmediatamente cada niña partió su huevo,
separó la clara, la echó en el plato y
empezó a batir con el tenedor. Todas batíamos en medio de risas y de nervios.
Las claras de huevo se iban convirtiendo en espuma blanquísima que iba subiendo
como copos de nube o de nieve hasta casi rebosar el plato.
- ¡Ahora la prueba! ordenó Julia. El tenedor debe sostenerse
solo, vertical, en medio de la espuma. Fue para risas.
Mi tenedor se cayó, el de Laura se cayó, todos
los tenedores se cayeron. Ja ja. Añadimos
más azúcar y seguimos batiendo; la espuma se espesó y
volvimos a parar los tenedores en el plato. Ahora sí ningún tenedor se cayó,
permanecían derechos, verticales. Aplaudíamos y brincábamos, triunfantes.
- ¡Ahora, meterlos al horno de leña! ordenó Julia.
Metimos los platos al horno, aguardamos unos
minutos, y sacamos los merengues calienticos. Fuimos a llevarles la parte a
nuestras mamás. A Julia cada niña le daba un buen trozo de merengue y un beso
de gratitud.
A los armadillos les dimos las cáscaras de
huevo. A los dos cabritos les dimos sal
en la mano; ellos lamían la sal haciendo con la cabecita unas venias muy
simpáticas, como diciendo que sí.
Preciosos, divinos. No aguanté tanta belleza y ternura y me los comí a besos.
La dicha es fácil.
- A los búhos no les demos nada, advirtió Nelson, porque
están dormidos; ellos ahora no
reciben nada de nadie.
- A mí sí me reciben, afirmó Ángela.
- ¿Qué te reciben? preguntó Laura.
- Me reciben un beso, respondió Ángela, y diciendo y haciendo besó las cabecitas. Ja
ja. Sonrieron las niñas.
Pasados unos
días nos acordamos de los capullos de seda y corrimos al quiosco del
jardín con gran ilusión y gran curiosidad. Alzamos los vidrios que cubrían las cubetas de los capullos, y ¿qué vemos? Que los capullos ya no
eran blancos, se habían teñido del color de los cristales. Los capullos de la
primera caja eran ahora todos de color celeste, los de la segunda rojos,
tercera amarillos, cuarta verdes, quinta
rosados y sexta lilas. Nadie los había pintado con pincel ni con espray. Los
pintó la luz del sol, mejor dicho Dios por medio de la luz. Diosito es juguetón y hace
magias, le gusta entretener a sus criaturas y entretenerse él mismo. Y si no,
¿qué haría durante su callada y solitaria eternidad? Se aburriría.
Pero faltaba la mayor sorpresa, la que nos
volvería locas de felicidad. Y fue que de pronto empezaron a salir mariposas de
los capullos. Más de doscientas mariposas
revoloteaban a nuestro alrededor y nos perseguían como si nosotras
fuéramos orquídeas. Mariposas azules, verdes, rosadas, lilas, rojas, celestes y
amarillas… mariposas volanderas…
Se terminó el veraneo en La Esmeralda.
Nuestras primas nos acompañarían hasta la quebrada del Chapuzón . Así empezamos
a llamarla desde el día en que mi caballo pajarero me lanzó al pozo.
Pues bien, montamos a caballo en pelo; las primas se nos subieron al anca, o sea que
en cada caballo íbamos 4 jinetas. En
mi caballo iba yo manejando las riendas;
a mi espalda iba Marcela; a la espalda de Marcela iba Rocío, y a la
espalda de Rocío iba Carmen. Cuando llegamos a la quebrada, mi caballo, que
además de pajarero era jetiduro, se fue metiendo a la parte más honda del pozo,
y yo no lo podía dominar. El agua nos daba a la cintura. Entonces Marcela, que
venía a mi espalda, de puro miedo se me subió a los hombros, y a los hombros de
Marcela se subió Rocío y a los hombros de Rocío se subió Carmen. O sea que
éramos 4 acróbatas de circo. Fue para risas. Las demás niñas aplaudían y
gritaban.
De pronto mi caballo se consumió del todo en
el charco y nosotras 4 quedamos chapaleando vestidas y con zapatos.
Inmediatamente mis 2 hermanos y mis 4 primos saltaron al agua vestidos y nos
ayudaron a salir del pozo. Pasó el peligro, pasó la angustia y sobrevinieron
las risas y las burlas porque todas estábamos pasadas por agua, vueltas unas
sopas. Bueno, no todas: Laura y Ángela
estaban secas, lo mismo que mis hermanas Mayra y Doris. Nuestros padres a la orilla de la quebrada se atacaban de la risa.
- ¡Todos
al agua! gritó Fredy, y empezó a botar niñas al pozo.
Yo empujé a Marcela, Carlos me empujó a mí.
Laura y Ángela en la orilla luchaban cuerpo a cuerpo y ambas entrelazadas cayeron también al pozo. Por
fortuna todas sabíamos nadar.
Fidel quiso empujar a Julia, su novia,
pero Julia se le escapaba corriendo por la orilla, atacada de risas y de
nervios. Fidel la perseguía cantándole:
Yo te he de ver
trasplantada
en el huerto de mi
casa;
y si sale el
jardinero,
pos a ver, a ver
qué pasa.
Fidel alcanzó a Julia y la botó vestida al pozo. Julia no
sabía nadar y chapaleaba con angustia. Fidel saltó al agua, la alzó en brazos y
la sacó a la orilla. A Julia le escurría
el agua por el rostro y parecían lágrimas. Fidel arrepentido le pidió perdón y
le dio un beso en la mejilla (un beso pasado por agua). Todos aplaudíamos. Y
les entonamos la canción “Sobre las olas”.
En la inmensidad de
las olas
flotando te vi;
y al irte a salvar
por tu vida mi vida
perdí…
Allí mismo teníamos que despedirnos de nuestras
primas, de sus hermanos y de sus papás. Ellos regresarían a su finca y nosotros
a la nuestra. Pero nos dio ataque de lágrimas.
- ¡No,
no se vayan, les
suplicábamos, vénganse para nuestra finca,
páguenos la visita!
páguenos la visita!
No valieron súplicas. Nos despedimos. Ellos
regresaron a La Esmeralda a pie. Nosotros a caballo a Las Palmas, sin mayor
percance. Tan pronto llegamos a nuestra finca salté del caballo y corrí a la pesebrera. Mi ilusión
era encontrar pollitos recién nacidos entre la alfalfa.
- ¡Vamos
a la pesebrera! les dije,
a ver los huevos que dejé incubándose
entre la alfalfa caliente.
Llegamos a la pesebrera y ¿qué vemos?
Cáscaras de huevo regadas por el piso.
· - ¡Nacieron,
nacieron! grité emocionada. ¿Pero dónde están los pollitos?
Julia dijo:
- Me pareció ver unos paticos nadando en la
quebrada, vamos.
Corrimos a la quebrada. Efectivamente, seis
paticos amarillos se divertían en un pozo de la quebrada. No eran pisquitos
sino paticos. Yo me había equivocado
cuando saqué los huevos de la despensa: en vez de sacar huevos de pisca saqué huevos de pata.
- ¡Qué
paticos más divinos! grité entusiasmada. Gané la apuesta, sí funcionó mi incubadora.
Ya no tengo que comerme los huevos con todo y cáscara. Vamos a contarles a
todos que nacieron los pollitos.
Cuando nos dirigíamos a casa los paticos se salieron del pozo y se nos
vinieron detrás, piando…. Claro, no tenían mamá, eran huérfanos, hijos de padre
desconocido. Cada niña alzó un patico, lo acariciaba y lo besaba. Así se
completó el número de mascotas: dos armadillos, dos lechuzas, dos cabritos,
seis paticos. Ahora sí la casa parecía un zoológico.
Un día se desgajó un aguacero fuertísimo. La
lluvia parecía varillas de vidrio. De pronto esas varillas se volvieron blancas
como de porcelana. Era que las gotas de agua se habían convertido en granizo.
Perlas de hielo salpicaban a los corredores. Nosotras, felices, alzábamos esas
perlas y las llevábamos a la boca, por el gusto infantil de saborear unos cristales que se convertían en agua helada. La dicha es fácil.
Cesó la lluvia de repente. Nos descalzamos y
entramos al patio y pisábamos a pie limpio esa maravilla de la naturaleza: un
glaciar a domicilio. Crujían los granizos debajo de nuestros pies descalzos a
medida que caminábamos. Toneladas de hielo habían caído de las nubes. ¿Cómo
pudieron las nubes sostener semejante peso? Y nosotros creíamos que las nubes no pesaban nada, que eran simples neblinas.
Bueno, como en aquel tiempo no había neveras, teníamos que aprovechar el granizo para hacer helados. Mi madre trajo una ponchera de cristal y la colocó sobre la mesa del comedor. Dentro de la ponchera asentó una jarra de vidrio con crema de curuba. Nosotros, felices, traíamos manotadas de granizo y las echábamos en la ponchera alrededor de la jarra. Mi madre con una cuchara revolvía lentamente la crema de curuba, con lo cual se iba espesando y se convertía en helado. Pasábamos saliva; rodeamos la mesa, cada uno con plato y cucharita. Mamá nos fue repartiendo porciones de tan delicioso manjar. Llegó también mi padre, llegó Julia, y todos disfrutábamos de esa maravilla de postre. Quedamos con bigote de crema, fue para risas. La dicha es fácil.
Y se llegó el día de batir las anheladas melcochas.
Corrimos a la cocina, sacamos la paila de cobre, panela, fósforos y esencia de
vainilla en un frasquito. Y salimos hacia la quebrada, toda la familia. Por el
camino íbamos recogiendo chamizos y leña. Llegamos al sitio preferido, bajo los
mangles, a la orilla de la quebrada.
Amontonamos paja seca y chamizos en medio de las tres piedras del fogón. Doris
prendió un fósforo y se lo arrimó a las pajas; inmediatamente se alzó la
llamarada y la humareda. Olía delicioso, a mangle. Llorábamos con el humo, pero
a veces llorar es rico, y se limpian los ojos.
Mientras tanto allá en el pueblo mis tres novios adolescentes y trillizos, Félix, Jairo y Leonel, divisaron el humo azul que se levantaba de entre los mangles y se acordaron inmediatamente de que nosotras los habíamos invitado a este paseo.
- Corramos, les dijo Félix, las
chinas están haciendo melcochas.
- ¡El
todo es que no falte Beatriz! enfatizó Jairo.
- Llevemos chamizos del monte, añadió Leonel,
a eso nos comprometimos.
- Ya no hacen falta chamizos, repuso Félix, porque ya prendieron
el fogón. Llevemos más bien una panela para colaborar.
Dicho esto, Félix entró a su casa, le pidió a
su mamá una panela y salió a reunirse con los otros dos. Jairo entró también y salió con un queso
campesino envuelto en hojas de bijao.
Leonel entró de último y volvió a salir con unas sogas en las manos.
- ¿Pero lazos para qué? le preguntó Félix; ¿acaso vamos a enlazar terneros?
- Lazos para hacer columpios, afirmó Leonel.
- ¡Uy,
genial! aprobó Félix; esas niñas van a gozar de lo lindo.
- Falta lo principal, observó
Jairo, más importante que los lazos,
el queso y las panelas. ¿Qué será?
- ¡Nuestras
hermanas! afirmó
Félix.
Los
tres chicos entraron a la casa y en seguida volvieron a salir remolcando a sus
tres hermanas de la mano: Rosita, Elvia
y Lucy, que también eran trillizas. Las nenas se resistían. Elvia dijo:
- No tenemos permiso de mamá.
- Tranquilas, dijo la madre asomándose a la ventana.
El permiso lo tienen, pero con una
condición.
- Que te traigamos melcochas, le adivinó Félix.
La madre aprobó con una
sonrisa, y añadió:
- Bueno, mucho juicio, y pórtense bien con las
niñas.
Los seis hermanos, o sea, los tres niños y las
tres niñas, se
vinieron a la carrera.
Acabábamos de acomodar la paila en el fogón de tres piedras, paila
con agua y trozos de panela, cuando
fueron llegando mis tres amigos con sus hermanitas y con lazos, queso y panela.
Aplaudíamos y brincábamos.
- Yo los llamé por telepatía, les grité,
- Yo los llamé por telepatía, les grité,
por eso les dio la corazonada de venirse.
Ellos se acercaron primero a saludar a mis
padres, luego Félix me ofreció la panela. Yo se la recibí con una risita de
agradecimiento. Coloqué la panela sobre una piedra y, golpeándola con otra
piedra, la partí en trozos. Félix recogió
los pedazos y los echó a la paila. Mi hermano Carlos avivaba el fuego aventándolo con una china
(china era un abanico rústico de
palma).
Mientras hervía el melao los chicos
instalaron columpios en los mangles. Corrimos a mecernos, cada niña en un
columpio. Los trillizos se peleaban por mecerme a mí, Beatriz. Me impulsaban
con todas sus fuerzas. La brisa me refrescaba la frente y alborotaba mi
cabello, ¡qué delicia! Yo me sentía volando, y en realidad volaba. Las demás
chicuelas se mecían también en sus
columpios. Mientras tanto en la paila el melao hervía y se espesaba.
- ¡Ya está de punto! gritó mi madre. ¡Niñas, corran!
- ¡Ya está de punto! gritó mi madre. ¡Niñas, corran!
Saltamos de los columpios y corrimos a la
paila. Efectivamente, la espuma color chocolate hacía hoyuelos; se dice que el melao está zapateando. Mi madre alzó la paila y vertió el melao sobre una piedra recién
lavada, y le roció encima la esencia de
vainilla. Corrimos a lavarnos las manos en la quebrada. Luego cada una de nosotras levantó
un trozo de melao caliente y flexible. Y empezamos a estirar y a encoger a
mano limpia ese caramelo que despedía perfume de vainilla. Era tanta nuestra
emoción y júbilo con esta diversión, que
las niñas espontáneamente íbamos batiendo melcochas y cantando:
¡Viva la gente, la
hay donde quiera que vas!
¡Viva la gente, es
lo que nos gusta más!
Esta mañana de
paseo
con la gente me
encontré.
Al lechero, al
cartero
y al policía
saludé.
Las cosas son
importantes,
pero la gente lo es
más.
¡Viva la gente, la
hay donde quiera que vas!
¡Viva la gente, es
lo que nos gusta más!
Mi madre con gran maestría estiraba su madeja
de melcocha. Primero esa madeja lucía color chocolate, pasó a castaño oscuro
y por último a castaño claro. Parecía
una cabellera rubia, mejo dicho dorada,
pues resplandecía con el sol.
Cuando todos ya habíamos blanqueado nuestras serpientes de dulce, las tendimos sobre una gran roca seca, a la orilla de la quebrada. Luego las partimos en trozos proporcionados y empezamos a masticar esa delicia de caramelo flexible, entremezclándolo con queso campesino. La dicha es fácil.
En esas
Mayrita empezó a llorar.
- ¡Se
me perdió mi anillo! decía mostrando el dedo anular vacío.
- Se habrá caído en el pasto, dijo una niña, busquémoslo.
Y empezamos a buscar el anillo entre la yerba.
Y empezamos a buscar el anillo entre la yerba.
De pronto Mayra, que saboreaba su trozo de
melcocha, con la lengua tocó un objeto raro. Se metió la mano en la boca y sacó el anillo. ¿Qué había sucedido? Que cuando la niña estiraba su melcocha a
mano limpia, el anillo pasó de la mano a la melcocha, y de la melcocha a la
boca. Menos mal que no pasó al estómago.
- ¡No
busquen más, gritó Doris,
ya apareció el anillo!
Otra pequeña desventura fue que a Rosita le
cayó melcocha en el pelo, se le apelmazaron los churcos y la niña empezó a
llorar.
- Tranquila, exclamé yo consolándola; el remedio es muy fácil; no es sino lavar el pelo; venga, mi amor.
La llevé a la quebrada y empecé a enjuagarle
el pelo. Claro, con tanta agua se deshizo el melado y volvió a lucir la
cabellera ondulada. Los niños descolgaron los columpios; las niñas recogimos la
paila y los demás enseres de la melcochada. Y regresamos al hogar cantando:
Se van las tardes
del azul verano,
se van con él las
raudas golondrinas.
Veloces aves,
ilusiones bellas.
¡La pesca! Esa era otra entretención
deliciosa. Con papá y mamá y todos nos encaminamos a la vega del río llevando varas de cañabrava con cuerda y
anzuelo.
Una vez llegados al río, escogíamos
piedrecitas para plomadas de los anzuelos, y buscábamos lombrices. Nos
distribuímos por la orilla, eligiendo cada uno el puesto de su preferencia.
Todos en silencio y en expectativa…
De pronto vi que la cuerda de mi anzuelo se estremecía y sentí un pequeño tirón. Alcé rápido mi caña y salió coleando y salpicando agua una inquieta sardina plateada. Cayó en la arena húmeda y allí seguía coleando y aleteando. Yo la agarré pero se me deslizaba de las manos. Acudió Carlos en mi ayuda, cogió fácilmente la sardina, le sacó el anzuelo y la echó en la jarra que habíamos traído para ello.
- ¡Trucha,
trucha! gritó Doris, y efectivamente, había pescado
una trucha arco-iris.
- ¡Salmón,
salmón! gritó Nelson por chiste y sacó una nueva trucha más grande que la
primera.
Mamá y Julia hervían un provocativo caldo de
pescado. Nos envolvía un delicioso humo de eucalipto. Mis tíos, sentados en troncos
empezaron a tocar guitarra y tiple; mis hermanos acompañaban con maracas
y castañuelas. Las niñas espontáneamente salimos a bailar y a cantar, una guabina de aquellos tiempos:
En esta fiesta de placer
con una dicha sin
igual
contemplo yo bajo
el frondal
lindas orquídeas
florecer.
Contemplo también
la fuente
que a lo lejos se
desliza,
y me adormece la
brisa
que me santigua la
frente.
Todos a la sombra de los mangles, que estaban
en plena floración. Zumbaban las abejas, revoloteaban mariposas amarillas. Pajaritos trinaban junto a sus nidos. El viento agitaba los ramajes.
- ¿Por qué no nos quedamos esta noche aquí a la
orilla del río?
sugerí
yo, con la ilusión de dormir en hamacas arrullados por
la corriente del río.
- Niños y niñas pueden quedarse aquí esta
noche, respondió mi madre.
- ¡Esssoooo! gritamos todos y aplaudimos; las niñas brincábamos y brincábamos.
Con besito en la mejilla despedimos a papá y
mamá y a los tíos, que ya se preparaban para ir subiendo la loma de regreso a
Las Palmas, acompañados por Julia. El sol se ocultaba detrás del cerro del
Aquiminzaque. El cielo se cubrió de
arreboles. Las lomas del páramo se veían doradas. ¡Era el sol de los venados!
Colgamos las hamacas en los árboles y empezamos a mecernos… Cada uno en un chinchorro. La luna se filtraba por entre las ramas de los mangles, removidas por la brisa.
Escuchábamos los grillos y las ranas; era una
deliciosa serenata nocturna. También nos llegaba el murmullo del río. Hacíamos
comentarios en voz baja. Poco a poco fuimos quedándonos callados y quedándonos
dormidos.
De pronto nos despertó el graznido peculiar
de una lechuza: currucutuuuu. Quedamos
en suspenso y en expectativa. Pasaron unos minutos y se volvió a oir el lamento:
currucutuuuu.
Nos sentamos en las hamacas a observar: no era una lechuza, eran seis lechuzas.
Planeaban por encima de nosotros sin hacer el menor ruido, como si sus cuerpos
fueran hechos de solo plumas.
- Hagamos fuerza mental, dijo Nelson, para que las lechuzas aterricen.
- Ja ja, nos reímos de la ocurrencia de Nelson.
- Yo sí creo en la telequinesis, afirmé, y
en la fuerza mental.
¡Concentrémonos!
¡Concentrémonos!
Entonces todos nos concentramos a pensar. Yo
suplicaba en voz baja:
- ¡Aterricen, por favor, lechucitas, aterricen!
¡Oh sorpresa! Los seis búhos se posaron en las cuerdas de nuestras hamacas y
empezaron a deshilacharlas a pico y uñas. El perro les ladraba, pero le
ordenamos silencio. No sabíamos qué hacer. Ninguno de nosotros se atrevía a acercarles la mano a las
lechuzas. Le teníamos miedo a ese pico ganchudo y a esas garras de ave de
rapiña.
- Yo sí me atrevo, afirmó resueltamente Mayra y le acercó el dedo al búho que se había posado en su chinchorro. El búho subió al dedo de la niña. Mayra lo besó en la cabecita.
Inmediatamente todas hicimos lo mismo, cada
una alzó un búho, lo arrimó a la boca y lo besó. Entonces el perro, celoso
porque no lo besaban a él, empezó a ladrar y espantó las aves.
- ¡Ay lástima, lamentó Mayra, ya
las habíamos domesticado!
- ¿Qué comen los búhos? preguntó Doris.
- Los búhos comen grillos, respondió Carlos.
- Pues busquemos grillos, propuso Nelson.
- ¡De
ninguna manera! protestó Mayrita, todo menos matar grillos.
- Entonces ¿qué será lo que buscan estas aves? preguntó Doris.
- Buscan lanas y hebras, respondió Carlos, para construir sus nidos. Por eso querían deshilachar los
chinchorros.
Regresaron los seis búhos y revoloteaban otra
vez encima de nosotros. Aterrizó una lechuza en mi cabeza y me picoteaba los
churcos; arrancó un mechón y salió volando. Lo mismo hicieron los demás búhos
en las cabezas de las niñas. Cada búho trozó con el pico un crespo y se alejó
volando.
- ¡Búhos
atrevidos, los increpó Mayra, ahora no los quiero!
- Ahora yo los quiero más, repliqué yo. Si roban pelos, es señal de que
nos quieren. Así hacen los novios con sus chicas: les roban un trocito de
cabello.
- Ja ja, reaccionó Nelson. Entonces
las peluqueras me quieren mucho a mí porque me cortan mechones de pelo. Ja ja.
Volvimos a acostarnos en las hamacas y nos
volvimos a dormir. De pronto sentimos que se acercaban unos animales, pisaban
la hojarasca del suelo. Eran unas cabras.
- Las cabras son herbívoras, dijo Carlos; no les tengan miedo.
- Las cabras son herbívoras, dijo Carlos; no les tengan miedo.
Sin embargo las cabras se llevaron mis
zapatos. Me levanté descalza y a la luz de la
luna las perseguí hasta que recuperé mis zapatos y mis medias. Me calcé
y volví a mi hamaca y ¿quién estaba tendido en mi hamaca? Un cabro cachudo. Me
dio miedo y llamé a mis hermanos. Inmediatamente Carlos y Nelson espantaron el
cabro. Subí a mi chinchorro y me acosté con zapatos para que no me los
volvieran a robar. Nos volvimos a dormir tranquilamente.
Nos despertaron los primeros trinos del
amanecer. En el cielo lucían unos arreboles rosados muy lindos y alegres. La
brisa matinal remecía las copas de los árboles, soplaba nuestra cabellera y
nos refrescaba la frente, ¡qué delicia!
Corrimos a la orilla del río y con gran
ilusión levantamos los anzuelos que habíamos dejado sumergidos desde la
víspera. ¡Oh grata sorpresa! en los anzuelos habían caído truchas y sardinas. Ya teníamos con qué desayunarnos. Pero cuando
quisimos prender candela para asarlos, no había fósforos, se los había llevado
Julia.
- Hay que
soplar el rescoldo,
dijo Carlos.
- ¿Qué es rescoldo?
preguntó Doris.
- Vengan y verán, respondió Carlos.
Nos agachamos todas a observar de cerca las
brasas que parecían apagadas. Carlos sopló duro sobre esas brasas y se alzó una
nube de cisco que nos cubrió a todas. Fue para risas. Pero se reavivaron las
brasas, se alzó humo azul y en seguida brillaron unas llamas rojas y amarillas. Aplaudimos.
- Eso es lo que se llama “soplar el rescoldo” explicó Carlos. Las
brasas parecían apagadas, pero estaban vivas.
Encima de esas brasas colocamos las sardinas y las truchas para asarlas. Olían delicioso. Hervimos también chocolate en una olleta y completamos el desayuno asando arepas de maíz con alma de queso. Regresamos felices al hogar.
Encima de esas brasas colocamos las sardinas y las truchas para asarlas. Olían delicioso. Hervimos también chocolate en una olleta y completamos el desayuno asando arepas de maíz con alma de queso. Regresamos felices al hogar.
La dicha
es fácil.
Tres yuntas de bueyes araban el barbecho.
Nosotras caminábamos delante de las
yuntas llevando en el canto del delantal una buena porción de trigo. Sacábamos
puñadas y las esparcíamos; es lo que se llama sembrar trigo al voleo. Los arados pasarían
después enterrando las semillas. Claro
que muchos pájaros aprovechaban y se venían a picotear entre los surcos para
comerse los granos.
A los seis meses el barbecho estaba convertido en un trigal dorado por el sol y remecido por el viento. Entonces empuñamos las hoces recién afiladas y fuimos a mezclarnos con los segadores. Era una delicia ir abarcando espigas con la mano izquierda y segándolas con la derecha. Detrás de la cuadrilla de segadores venían las espigadoras rebuscando y alzando mieses caídas y dispersas en la llanura del rastrojo.
De pronto las espigadoras empezaron a cantar el jubiloso himno de la siega. Una de las muchachas, la de voz más limpia y hermosa, entonó primero un estribillo, que todas repitieron. Luego la cantante solista iba alternando coplas campesinas:
Desde el otro lao
del río
me tiraron un
limón;
las cáscara cayó al
suelo
y el jugo en el
corazón.
En la hacienda del
Encanto
siembran trigo y
nacen flores;
y por eso yo la
llamo
la hacienda de mis
amores.
Mi suegrita se
murió,
Dios en su cielo la
tenga;
y la tenga bien
tenida
no vay se suelte y
se venga.
Mi chatica es buena
moza,
solo un defecto le
hallé:
no tiene los ojos
negros,
pero yo se los
pondré.
Yo te vide persignar,
mis ojos fueron
testigos.
¿Quién te pudiera
besar
donde dijiste enemigos?
Terminada la siega, los hombres llevaron a la
espalda los bultos de espigas al sitio
donde se trillarían, o sea a la era, para que el sol acabara de
secar las mieses. Los segadores se retiraban ya, con las hoces al hombro, hacia
sus casas del campo. Las espigadoras, con sus manojos de mieses en brazos, se
encaminaban a sus veredas; nosotros a nuestra finca. Pasados unos días,
cuando soplara un buen viento de verano,
comenzaría la faena de la trilla con caballos, trilla que sería otra fiesta
campesina, tan alegre como la de la cosecha.
Los hombres esparcieron las espigas de trigo
por toda la era. Así se llamaba un
gran patio circular de tierra apisonada, de unos 12 metros de diámetro. En el centro de la era se colocó uno de los campesinos
empuñando las riendas o cabestros de los caballos; seis caballos, uno al lado del otro (no uno detrás de otro).
- ¡Arre! gritó el hombre, y los caballos arrancaron a trotar
en círculo pisoteando y desgranando las
mieses con lo cascos
El caballo del borde exterior iba casi a la
carrera, mientras que la bestia del centro iba girando en cámara lenta; por eso
tal bestia solía ser un burro. El hombre no tenía más que volear el látigo por
encima de los lomos, sin necesidad de pegarles a los caballos. Los mismos
campesinos que habían segado el trigo, ahora se ocupaban en esparcir uniformemente
las espigas por la era, para que todas fueran pisoteadas por los cascos.
- ¡Yo
quiero manejar los caballos! grité entusiasmada, y pasé a
remplazar al hombre que dirigía la recua. Mayrita aprovechó y se montó en el
burro. Ja ja. Los hombres se reían.
Pasó mi hermano Carlos a remplazarme, y
nosotras las niñas nos montamos en las bestias, cada una en un potro. Fue para
risas. Íbamos como en carrusel, pero
sobre caballos de verdad, de carne y hueso, peludos y calienticos.
La trilla duró desde la mañana hasta el medio
día. Entonces retiraron los caballos y los soltaron al potrero. Ellos
relinchaban felices y retozaban como diciéndose: Misión cumplida. ¡Viva la libertad !
Ahora la faena consistía en retirar las pajas
trilladas hasta que apareciera solo el trigo regado en la
era. Y así se hizo. Lo que siguió fue
obra del viento. Un hombre con una pala de madera aventaba paladas de trigo a
una altura de unos 6 metros. El viento se llevaba las raspas cual polvillo de oro abrillantado por el sol…
- ¡Estamos en agosto! dijo Doris.
- ¡El
mes de las cometas! añadí yo.
- ¡Oigan qué ventarrón! exclamó Carlos.
- ¡Pues
manos a la obra! sentenció Nelson.
Inmediatamente decidimos fabricar una cometa.
Mis hermanas y yo fuimos a esculcar en los baúles y sacamos pliegos de papel de
seda rojos, amarillos , verdes y azules. Carlos y Nelson trajeron una cañabrava
reseca, la rajaron con un cuchillo, la
convirtieron en varillas livianas y empezaron a armar el esqueleto de la
cometa.
Sobre la mesa del comedor las niñas íbamos cortando con tijeras los triángulos de papel que pegaríamos sobre el varillaje. Mi madre cortaba flecos de papel de seda de colores para pegarlos por los bordes de la cometa; los entorchaba en forma de cachumbos o tirabuzones. Mientras tanto Julia en la cocina preparaba el almidón o engrudo. Este era un pegante casero que se elaboraba hirviendo una mezcla de agua con harina de trigo. Julia nos trajo el almidón en un plato. Y empezamos a pegar los triángulos de colores, y por último los flecos por los bordes, flecos que parecían una alegre y rizada cabellera.
Mi padre nos trajo un ovillo de pita (que también se llamaba piola). Y salimos felices al campo, toda la familia, acompañados por nuestros dos perros, dos gatos, dos armadillos, dos cabritos y seis paticos. Todos ellos iban jugueteando por el camino.
Cuando llegamos al potrero descubrimos que ya en el cielo azul revoloteaban muchas cometas bailarinas, con graciosos cabeceos y meneando la cola de nudos y de trapos. Entonces caímos en la cuenta de que se nos había olvidado traer la cola de la cometa. Fue para risas.
- Niña, le dijo Carlos a Julia, vuélese y trae la cola de la cometa;
se quedó en una silla del comedor. Julia corrió para la casa.
se quedó en una silla del comedor. Julia corrió para la casa.
Mientras tanto admirábamos el recreo de las
cometas en el aire. Cometas de todos los tamaños, figuras y colores; no había
dos cometas iguales. Por las cuerdas de las cometas se veían subir papelitos
que ascendían girando; eran los telegramas.
Me llamó la atención una linda cometa que jugueteaba a poca altura encima de nosotros. Reconocí al momento que esa era la cometa de mis amiguitos Leonel, Félix y Jairo. De pronto veo que de esa cometa se desprende un telegrama y se viene revoloteando como una mariposa y cae al potrero, cerca de nosotros. Corrí a levantarlo con gran curiosidad y con un presentimiento...
Alcé del pasto el telegrama; era una hoja de papel en forma de corazón; estaba escrita a lápiz rojo con letra de
colegial y decía: Beatriz te queremos mucho. Y debajo las
firmas: Leonel, Félix y Jairo. Yo
enrojecí, se me quemaban las mejillas. Por fortuna en ese momento regresó Julia
trayendo la cola de la cometa, y todos se entretuvieron sujetando esa cola y
nadie se dio cuenta de mi turbación. Le di un beso al papelito, lo doblé y lo
escondí en una de mis medias (no tenía más dónde guardarlo).
Mi padre empuñó la piola de la cometa
(estrella de cinco picos), y esperó a
que llegara un soplo de viento. Llegó el soplo y arrebató nuestra cometa, que
se alejaba cabeceando y reclamando cuerda. El ovillo brincaba en el pasto
desenvolviéndose. Nuestros dos gatos jugueteaban con el ovillo.
Mi padre le dejó el turno a Carlos para que
maniobrara la cometa. Luego mamá, luego yo, Nelson, Doris. Todos pasamos, incluída Mayra. Por último le tocó el turno a Julia.
Pero la pobre estuvo de malas porque se acabó el ovillo de pita, la punta
pasó por sus manos sin que ella se diera cuenta, y la cometa se escapó…Vimos cómo descendía… descendía… vino a caer
al potrero vecino.
Pero en ese potrero había ganado y temíamos que de pronto hubiera toros bravos. La solución fue el perro, nuestro perro cazador. Él pasó por debajo de los alambres de púas y corrió hacia la cometa. La agarró de la cola y la trajo de rastras; nosotros aplaudíamos y gritábamos. Le recibimos la cometa buena y sana, y acariciamos al perro con gratitud. Como ya era hora de regresar a casa, devanamos la cuerda en un carrete. La cola de la cometa se la envolvimos al perro alrededor del cuello, y regresamos al hogar cantando:
Playa, brisa y mar,
es lo más bello de
la tierra mía.
Tierra tropical,
con ambiente lleno
de alegría.
Una noche oímos alboroto en el gallinero;
revolaban las gallinas, cantó el gallo, ladraron los perros.
- ¡El
zorro! gritó Carlos desde su cama, y se levantó.
Nos levantamos todos, descalzos y en piyama,
y corrimos al corral de las gallinas, corral que era un cercado de cañabravas. Se veía un boquete por donde había entrado un
animal. A la luz de la luna distinguimos un bulto que se escondió entre un
montón de paja. Pero no pudo ocultarse del todo, la cola quedó afuera. Y no era una cola de zorro, que
suele ser esponjada y sedosa. Esta cola era
pelada, repugnante; mejor dicho un simple rabo. Nuestro perro agarró ese rabo y
lo jaló... Salió en reversa un fara, que es un cuadrúpedo mamífero, comegallinas. También se alimenta
de frutas, pero su plato favorito son gallinas y pollos; también come huevos.
- ¿Y ahora qué hacemos con este animal? preguntó Doris.
- Domesticarlo, respondió Nelson.
Carlos le quitó el collar al perro y se lo
ajustó al fara. Nelson trajo la correa
correspondiente, y así el fara quedó prisionero, a nuestra disposición. Yo le di al fara una
guayaba; se la comió y se quedó esperando más guayaba. Mayra le tiró un
mamoncillo; el fara lo agarró a dos manos como hacen las ardillas, le quitó la cáscara
y empezó a chuparlo; en seguida escupió la pepa. Sonreímos.
De pronto descubrimos que el fara tenía una
bolsa de piel que le cubría el estómago, y al borde de esa bolsa se asomaban
dos cabecitas que parecían de ratón. Eran las crías del fara, que resultó ser
una hembra. En esto las faras se parecen a las canguras, que son marsupiales.
Los faritas bebés desde el balcón de su bolsa empezaron a chillar.
- ¡Ay, esta fara es ventrílocua,
exclamó Doris, porque habla por el
estómago! Sonreímos.
Llegó mi papá y preguntó cuál era el
problema. Le dijimos que no sabíamos qué hacer con el fara.
- Pues cocinarlo para el almuerzo, opinó mi padre. La carne de fara es deliciosa, es muy tierna, como carne de conejo.
- ¡Ay no, por favor, suplicó Mayra; si lo matamos, entonces las crías del fara quedarán huérfanas!
- Y si no lo matamos, replicó mi padre, el fara seguirá robando gallinas. ¿Qué prefieren?
- Preferimos reforzar la cerca del gallinero, propuso Carlos, para que no vuelva a entrar el zorro. Digo, el fara.
- Buena solución, dijo papá; que se alimente de frutas.
Nelson le quitó el collar al fara, y este se encaramó a un árbol de
mango.
- Mangos hay de sobra, confirmé yo. Que se contente con frutas y deje en paz a las gallinas.
Ya estaba amaneciendo. Fuimos a vestirnos y a
desayunar. Luego Carlos y Nelson trajeron del monte unas cañabravas y empezaron
a reforzar la cerca del gallinero entrelazando cañas y amarrándolas co
Bueno, y así terminó el problema del zorro. Digo, del fara. Digo, de la fara. Esta siguió viviendo en libertad, ramoneando en
las copas de los árboles. Y las gallinas y el gallo y nosotros quedamos
tranquilos. Y tuvimos una sorpresa inesperada, y fue que las gallinas esa
noche, con el susto del fara, pusieron un huevo adicional. Je je. No hay mal
que por bien no venga.
Los faritas crecieron y venían al patio a compartir juegos y alimentos con nuestras mascotas: cabritos, armadillos, búhos, paticos, perros, gatos y lechuzas. Qué dicha que entre todos estos animales hubo compatibilidad de caracteres.
- Les tengo una muy buena noticia, anunció mi padre.
- ¿Cuál será? preguntó mamá.
- Pues que ya está a punto la cosecha de mazorcas. Hoy es el día preciso
para ir al maizal.
Inmediatamente las niñas nos levantamos a
brincar y a gritar. Toda la familia se
preparó con sombreros y canastos. Y salimos acompañados por los dos perros y los
dos gatos. Por dos armadillos, dos cabritos gemelos, dos faras y seis paticos. Mariposas volanderas nos acompañaban revoloteando a nuestro alrededor. Se escuchaba el canto de
los pajaritos en los árboles.
Llegamos por fin al cercado de piedras que rodeaba el maizal. Abrimos la talanquera, que es una puerta rústica de palos corredizos, y entramos. Julia se encargó de volver a cerrar la talanquera ajustando los palos, uno por uno. Los cabritos se entretenían mordisqueando el trébol, los gatos buscando nidos de pájar, los perros olfateaban el aire como si ventearan al zorro. Los armadillos escarbaban la tierra, hicieron una tronera y se enroscaron a dormir.
Empezamos a desgajar mazorcas tiernas y las íbamos echando a los canastos. Cuando recogimos las suficientes procedimos a juntar chamizos y leña para prender la fogata. Nos reunimos todos a la sombra de un samán y allí amontonamos la leña. Yo encendí un fósforo y se lo arrimé a las pajas; inmediatamente se alzó la llamarada y la humareda con olor a eucalipto. Cuando se apaciguaron las llamas y se acabó el humo, tendimos las mazorcas sobre las brasas.
Las mazorcas se iban soasando por un lado... Nosotros las volteábamos. Hasta que se doraron. Por último, alzarlas del fogón, calientes y humeantes. Untarles mantequilla, rociarles sal, y…¡al molino de 32 piezas! ¡Qué delicia!
El día menos pensado se presentó a caballo mi
primo Fidel, de 17 años. Traía de cabestro una yegua ensillada. Se desmontó y
nos fue saludando de beso y abrazo. Fidel
nos hizo la siguiente confidencia:
- Vengo a pedir la mano de Julia.
Julia era nuestra niñera, lavadora y
compañera, como ya dije. Huérfana de padres. Se había criado con nosotros. A Julia la
queríamos como a una hermana.
- Pero ¿a quién se la vas a pedir, le pregunté a Fidel, si Julia no tiene mamá ni papá?
- Pues a ella misma, ya que es independiente. Claro
que por cortesía se la pido también a tus papás, que vienen a ser los padres
adoptivos de Julia.
En ese momento se acercaron mis padres a
saludar a nuestro primo. Una vez enterados de las pretensiones de Fidel, mamá
exclamó:
- ¡No
lo puedo creer! si tú apenas tienes 17 años y Julia 16.
Y ella todavía no piensa en matrimonio.
Y ella todavía no piensa en matrimonio.
- ¿Y qué opinan tus padres? le preguntó papá.
- Aquí traigo por escrito el visto-bueno de mis
padres, respondió Fidel. También lo firmaron mis hermanas. Y
sacando un pliego nos lo entregó.
Nosotras, curiosas, empezamos a leerlo,
pasándolo de mano en mano. Efectivamente allí figuraban las firmas de los papás
de Fidel, o sea Jorge y Camila. Y además los nombres de nuestras primas:
Ángela, Carmen, Laura, Marcela y Rocío.
Nos miramos desconcertadas, quedamos sin palabra.
- Antes del matrimonio, le advirtió mi madre a Fidel, se necesita hacer las diligencias en la parroquia; y que el sacerdote conozca a la novia.
- Eso es precisamente lo que no quiero, respondió Fidel. No quiero llevarle al cura mi novia porque es un cura pichón y qué tal
que le caiga en gracia la china y
empiece a dudar de su vocación de sacerdote? Sonreímos.
- Pues entonces preséntele su novia al señor
obispo, añadió mi madre.
- Peor, contestó Fidel, porque Julia es muy tímida y se le suben los colores a la cara; y cuando está encendida se ve más bonita. Y un obispo es un hombre de carne y hueso; también puede enamorarse.
- Por lo pronto, recalcó mi padre, se necesita que
cumplas los 18.
- Mañana los cumplo, contestó Fidel.
- Bueno, dijo papá, ahora llamemos a
Julia, a ver si acepta casarse con vos.
Corrimos al lavadero. Julia estaba enjuagando
la ropa. Se secó las manos en el delantal. No sabía de qué se trataba, ni lo
sospechaba. La trajimos a la fuerza, porque no quería venir sin antes saber
para qué la llamaban. Una vez enfrentados los dos novios, y ambos ruborizados,
se dieron la mano como amigos.
- Ahora yo me la llevo, dijo Fidel.
¡No.... Noooo! gritamos.
- ¡A
Julita no se la llevan así no más! exclamó Doris y la agarró de un brazo.
Fidel alzó rápido a Julia, la sentó en la yegua y con gran agilidad
montó en su caballo y se alejó llevándose la yegua de cabestro. Pero por el
camino Julia saltó a tierra y se nos vino. Aplaudíamos y gritábamos y corrimos
a recibirla de beso y abrazo.
Fidel regresó trayendo de cabestro la yegua
vacía. Detuvo el caballo delante de
nosotros y nos preguntó:
- ¿Pero ustedes no han caído en la cuenta de
qué día es hoy?
- Hoy es 28 de diciembre, respondió mi madre.
- ¡Inocentada! gritamos todos, y soltamos la risa.
- ¡Ahora le cobramos la chanza, le dije a Fidel. Usté se
queda aquí prisionero hasta que cumpla los 18.
Las niñas lo obligamos a desmontarse del
caballo, Carlos y Nelson se llevaron las
bestias y las encerraron en la pesebrera. Nosotras escondimos las monturas en
el cuarto de san Alejo, bajo llave. ¿Y ahora qué?
- Sometamos a Fidel, dijo Carlos, a un interrogatorio.
Mis padres se retiraron, atacados de la
risa. Nosotros sentamos a los
contrayentes en unos banquillos y empezamos las acusaciones en contra de ese
matrimonio. Empecé yo alegando:
- En todo buen romance los novios se
entrecruzan regalos. Pero Fidel nunca le ha traído regalos a Julia.
Fidel se defendió diciendo:
Fidel se defendió diciendo:
- Yo siempre le he traído duraznos.
- ¿Con
pepas vas a comprar una novia? reviró Carlos.
- No es a comprarla, protestó Fidel, es a conquistarla.
- Pero Julia
nunca le ha correspondido, sentenció Nelson.
Julia nunca le ha regalado nada a Fidel.
Julia
se defendió diciendo:
- Yo siempre le obsequio mangos maduros.
- Los mangos también son pepas, y más grandes
todavía, reafirmó Carlos.
- Fidel nunca le ha escrito cartas a Julia, dijo Doris.
- Cartas propiamente no, respondió Fidel, pero sí papelitos.
- ¿Papelitos…? preguntó Doris. ¿Y esos papelitos no estarán en el bolsillo del delantal? ¡Vamos a registrarle los bolsillos.
Al sentirse
pillada, a la pobre Julia se le inundaron los ojos. A nosotras también. Nos
levantamos y la abrazamos diciéndole:
- Perdón, Julita, esto también era una
inocentada. Vámonos, venga.
Nos levantamos y con vara y canasto fuimos a
bajar mangos maduros. Trinaban las mirlas en los árboles, el viento agitaba los
ramajes. Disfrutamos en la huerta la delicia de esas frutas, entre charlas,
risas y comentarios jocosos.
Por último, mis hermanos fueron a
ensillar las bestias de Fiel y se las
trajeron. Fidel, después de abrazarnos y
besarnos, besó también a Julia, y ella
le colgó al brazo un bolso con mangos
amarillos. Fidel montó a caballo y se alejó al galope. Vimos cómo lo cascos de las
bestias levantaban polvareda…
Otra de las habilidades de Julia, además de
lavar la ropa y la loza; además de asear la casa, regar el jardín, arreglar los floreros y disponer la mesa del
comedor, era el arte de confeccionar las pastillas de chocolate, porque en
aquellos tiempos el cacao se preparaba en casa, y la faena era la siguiente:
En la huerta, debajo de los pomarrosos, había
una especie de lavadero, o sea una gran laja de piedra inclinada, por debajo de
la cual quedaba espacio suficiente para introducir leña y prender fuego.
Corrimos todos a traer los materiales. Mis
hermanos Carlos y Nelson trajeron chamizos y leña seca. Mayra los fósforos.
Doris dos panelas en hojas de plátano. Yo traje de la despensa una canastada de
pepas de cacao tostadas. Mi madre traía en la mano unos trozos de canela. Mi
padre un lazo para hacernos columpios
a las niñas. Eran otros tiempos, tiempos de vida al aire libre, acariciados por
la brisa campestre, brisa cargada de perfumes y gorjeos. La dicha es fácil.
Carlos y Nelson introdujeron la leña y la
paja debajo del "lavadero" (llamémoslo
así). Doris prendió un fósforo y se lo arrimó a las pajas secas. Enseguida se
alzó la llamarada. Mi madre aventaba el
fuego batiendo el abanico de palma (china).
El humo nos hizo llorar, pero también reír.
Pues bien, Julia, ya lista en su "lavadero", los brazos remangados y con
las manos puestas en el rodillo de piedra, empezó
a triturar las pepas de cacao. Yo iba echando más puñadas de pepas. Doris añadía trozos de panela. Julia seguía moliendo y mezclando con gran habilidad. Mi madre añadía cascaritas de canela El producto era una masa melcochuda
con olor a chocolate. Nosotros pasábamos saliva y pellizcábamos a hurtadillas
la masa, por el gusto infantil de saborear esa delicia de caramelo elaborado en
familia.
Mientras tanto mi hermana menor, Mayra, se
mecía en el columpio que le había instalado papá en la rama de un cerezo. No se sabía
quién gozaba más, si la niña meciéndose o mi padre columpiándola. Si los
pájaros cantándole, o el viento despeinándola.
Acabada la molienda del cacao, Julia reunió
toda la masa en un canasto y nos dirigimos al comedor, y allí empezamos a
formar las pastillas. Todos amasábamos, todos íbamos colocando en bandejas los
trozos de cacao. Y así terminó el amasijo y elaboración del chocolate.
¿Y ahora qué?
Estábamos todos en el antejardín al frente
de la casa, conversando y bromeando. De pronto vimos que por el
camino de la aldea se acercaba al galope un caballo blanco. Y no venía un solo jinete sino tres niños en
pelo, o sea sin montura. Me dio un vuelco el corazón porque reconocí a mis
tres amiguitos: Leonel, Félix y Jairo. (Los mismos tres niños que por medio de la
cometa me habían mandado un telegrama diciéndome: Beatriz, te queremos mucho).
Presentí que me esperaba otra gran sorpresa, me latía duro el corazón.
- ¡Buenas
noches! saludaron los niños. Félix me entregó una carta.
--- Gracias, le dije recibiéndosela, pero desmóntense y entren a la casa, les rogué.
Los niños se despidieron agitando las manos
muy sonrientes. Dieron la vuelta al potro y regresaron al pueblo al galope.
(Yo, disimuladamente, les mandé un besito soplado).
Nosotras entramos con la carta, curiosas, y
se la entregamos a mi madre. Todos sentados alrededor de la mesa. Mi madre desplegó la hoja manuscrita y se concentró en la lectura. Iba leyendo
mentalmente y sonriendo. Interrumpió la lectura y nos dijo:
- Esta carta la escribe el señor alcalde del
pueblo. Dice que estos tres niños, Leonel, Félix y Jairo, se ganaron el
concurso de cometas del domingo pasado, y que el premio es una reina.
Yo aplaudí con todas mi fuerzas (ya no me importaba sonrojarme). Mis padres y mis hermanos también
aplaudieron porque todos simpatizaban mucho con los
niños.
- ¿Cómo
así que el premio es una reina? interrumpió mi padre extrañado.
- ¡Sigamos la lectura! suplicó
Ángela.
Mamá
continuó leyendo en voz alta:
- El premio para estos tres niños consiste en
que serán los edecanes de la Reina Infantil que salga elegida en el escrutinio
del reinado.
Sentí un escalofrío, se me erizó la piel y me
temblaban las manos de vergüenza, de miedo y de orgullo, porque presentí que la
Reina de la Simpatía iba a ser yo,
Beatriz.
- La niña que salió elegida Reina Infantil, continuó mi madre, la niña que salió elegida
Reina Infantil…
A mamá se le quebró la voz y se le inundaron
los ojos, no pudo leer más; le entregó la carta a mi padre. Papá aclaró la voz y
haciendo un gran esfuerzo leyó resueltamente:
- La niña que salió elegida Reina Infantil… Papá tampoco pudo leer más y le pasó el
papel a Carlos. Carlos me miró de reojo con
picardía. Luego empezó a leer la carta len-ta-men-te:
- La niña que salió elegida Reina Infantil…(pausa y suspenso). La niña que salió elegida Reina Infantil…se
llama… se llama…
BEATRIZ LINARES.
BEATRIZ LINARES.
¡Ruidoso
aplauso y gritería! Toda la familia me acometió a besos, abrazos,
caricias y lágrimas. Yo no hacía más que llorar.
Se llegó el domingo de la coronación de la
Reina Infantil. En el centro del parque principal habían erigido un proscenio
alfombrado, repleto de orquídeas. Mis tres pequeños edecanes, Leonel, Félix y
Jairo, lucían como unos principitos: pantalón
de terciopelo azul, medias blancas, zapatos de charol con hebilla de
plata. Mangas rematadas en encaje, pechera como
espuma, y en la cabeza un penacho de plumas de faisán.
Yo, Beatriz,
aparecí en el escenario con traje celeste, corona de oro con chispitas
de esmeralda, prendedor de madreperla en
el pecho, anillo de rubí, aretes de turquesa, cetro de marfil, sandalias lilas
con arabescos de encaje. Cabellera oscura ondulada y suelta sobre la espalda y
los hombros.
Saludé
a la multitud agitando la mano y luciendo la mejor de mis sonrisas, aunque no pude contener las lágrimas. Tan pronto
cesaron los aplausos y se hizo silencio, inicié mi discurso, sin papeles, diciendo:
Amable
público:
En
primer lugar, muchas gracias por esta equivocada elección. (Risas).
En segundo lugar, les anuncio que rifaré todo mi ajuar de reina en beneficio de los pobres. Ruidoso aplauso y gritería.
Yo continué:
Mi traje celeste, a favor del Asilo de
Ancianos.
Mi corona de oro, a favor del Hogar de Niñas Huérfanas.
Mi cetro de marfil para el Hospital.
Mis aretes de turquesa para la Guardería infantil.
Mi anillo de rubí para el Manicomio.
Mi prendedor de conchanácar para la escuela
de niñas.
Mi cinturón de tisú para la escuela de
varones.
Mis sandalias de princesa, para iniciar una Academia de Danzas.
Y rematé mi discurso con estas palabras:
Y rematé mi discurso con estas palabras:
Amable público:
Lo que me queda no
lo puedo rifar porque son regalos de
Dios.
No puedo rifar mis ojos negros ni mi cabellera ondulada.
Tampoco puedo rifar el rubor de mis manzanas ni mi
sonrisa de hoyuelos.
Muchas
gracias. He dicho.
Gritería y aplausos de la multitud. La orquesta inició con música movida, y espontáneamente se improvisó el baile popular. Nadie quedó inmóvil. Se arremolinaban las parejas bailando y cantando en el parque y en las calles. ¡Qué locura!
Gritería y aplausos de la multitud. La orquesta inició con música movida, y espontáneamente se improvisó el baile popular. Nadie quedó inmóvil. Se arremolinaban las parejas bailando y cantando en el parque y en las calles. ¡Qué locura!
Las chiquillas de la población se enamoraron de los tres edecanes
de la reina y se peleaban por bailar con esos principitos revestidos de
terciopelo azul con botones dorados y luciendo hebillas de plata en los
zapatos de charol. Bailar con la reina en el escenario costaba un dineral.
Besarla, un potosí. Y todo a beneficio de los pobres.
E p í l o g o
Pasados tres meses, se había reconstruído el Ancianato, se
reformaron y equiparon las escuelas de
varones y de niñas. Se modernizó el hospital. No hizo falta el manicomio, pues
se acabaron las locas. En su lugar se construyó la Academia de Danzas. Todos en
el pueblo aprendieron a cantar y bailar y tocar algún instrumento músico.
Desaparecieron los pobres que pedían limosna. Desaparecieron los ladrones. No
hicieron falta policías ni cárceles. Los portones de las casas permanecían de
par en par abiertos. Nos visitábamos mutuamente como si todos fuéramos de la familia.
Reinaron en el pueblo la unión, el amor y la alegría. La
dicha es fácil.
F
I N
V o c a b u l a r i o
Alfalfa cierto pasto de corte para caballos.
anca cadera
de las bestias
arabesco adornos
árabes artísticos
avidez ambición
azuzar incitar, estimular
balar dar
balidos
balido voz de ovejas y cabras
barbecho tierra
labrantía en descanso
barboquejo cinta
con que se sujeta el sombrero
bioquímica química
de los seres vivos
bordón bastón
para paseos
borrasca creciente
de un río
buganvil flor
llamada también veranera
cabestrear conducir
una bestia por medio del cabestro
cabestro cuerda
o soga para conducir bestias
cabuya fibras
del fique o maguey
cachumbo rizo
largo del pelo en forma de tirabuzón
cañabrava cierta
caña dura compuesta de canutos
cazuela vasija
de barro cocido
chigüiro cerdito
silvestre
chinchorro hamaca
de fique o cabuya
churco crespo, bucle
clandestino oculto,
secreto
clueca gallina en trance de incubación y cría
coquetear tratar
de agradar a alguien con ciertos modales
corrosca sombrero
alón, de palma, para veraneo
cuarzo cierto mineral cristalino y duro
cubeta recipiente rectangular, de cerámica o de vidrio
devanar envolver
cuerda en un carrete
empollar calentar
el ave los huevos para que se formen los pollos
enseres utensilios,
muebles, etc.
epílogo parte
final de una obra literaria
escrutinio recuento
de los votos de una elección
esparto fibra
de cierta planta
estera alfombra rústica de fique o de palma
estribo pieza para el pie de los jinetes
fermentar descomponerse,
agriarse una sustancia
fique fibras
de las pencas del maguey
fosforescencia cierta clase de luminiscencia
fósil planta
o animal petrificado
fruición gozo,
placer, complacencia
galope la marcha más rápida del caballo
garbo gracia,
donaire, brío
gorjeo trino, canto del pájaro
guabina baile
parecido al bambuco
guarapo aguamiel
fermentada
harapos andrajos,
ropa vieja
horqueta bifurcación
de una rama
hoz herramienta
en forma de medialuna para segar
huraño que rehúye
el trato social
incubadora aparato
en que se empollan los huevos
laja piedra
lisa y plana
lampo brillo instantáneo
látigo fuete,
correa o rejo para castigar
marfil materia dura de los colmillos del elefante
marsupial mamífero
hembra con bolsa abdominal
melcocha miel de
panela, concentrada y correosa
mellicera oveja o
cabra que siempre da gemelos
mellizos gemelos,
nacidos de un mismo parto
merengue dulce a
base de clara de huevo y azúcar
merodear andar
buscando algo
mirla sinsonte,
pajarito de melodioso canto
mohán hombre
cavernícola, melenudo, inexistente
oruga gusano
percance contratiempo,
accidente, desgracia
plomada peso
para que se hunda el anzuelo
ponche huevo
batido, con ron y azúcar
ponchera vasija
en que se prepara el ponche
potosí riqueza extraordinaria
prólogo introducción
a una obra literaria
proscenio escenario
para presentaciones artísticas
pudoroso recatado
ramonear comer las ramas de los árboles
raspa pajilla
y polvo resultante de la trilla
rastrojo terreno
después de la siega
recua conjunto
de bestias
rejo soga
retorcida, de cuero crudo
rescoldo brasas
cubiertas de ceniza
retozar jugar
dando saltos
revirar responder
pronta y vivamente
romance noviazgo
soasar asar a medias
talanquera portón rústico
de palos corredizos
tarabita cable
rudimentario sobre un río, para
trasporte
telequinesis facultad de mover objetos con la mente
tiesto barro cocido, cerámica
tiesto barro cocido, cerámica
tisú tela
entretejida con hebras de oro y plata
totuma vasija
semiesférica, hecha con la fruta del totumo
ubres senos y
pezones del animal hembra
ventear olfatear;
correr fuerte brisa
veranera buganvil
yunta pareja
de bueyes uncidos para el arado
zigzag línea quebrada en ángulos
C o n t e n i d o
Así soy yo
Lavar y cantar
Alfalfa
En la finca de mis primas
Las
buenastardes
La cueva del mohán
Hoy es mañana
Camino abajo
Sorpresas nocturnas
Nuevo amanecer
El regreso
Éxito de la incubadora
Helados de curuba
Las melcochas
Sardinas y truchas
Una noche junto al río
Sembrando trigo al voleo
La trilla con caballos
El día que elevamos la cometa
El zorro que no era zorro
Camino del maizal
Romeo y Julieta
Así molíamos cacao
¿Y ahora qué?
Ya llegó la fecha dulce y bendecida
Epílogo
Vocabulario
Antonio Silva Mojica fue un misionero jesuita colombiano.
Sus novelas y sus poesías le granjearon
entusiasta aprobación de parte de la juventud y la niñez.
El Poeta de las Niñas lo llamaban sus lectoras.
entusiasta aprobación de parte de la juventud y la niñez.
El Poeta de las Niñas lo llamaban sus lectoras.
C o n t r a p o r t a d a
Una familia campesina de principios del siglo
20
vivió feliz en un paraje de Colombia.
Sin luz eléctrica ni radio ni televisión;
sin nevera ni teléfono ni celular.
Sin computadores ni electrodomésticos;
sin automóvil y sin carretera.
Pero
en el hogar siempre reinaron
la unión, el amor y la alegría.
La
dicha es fácil.
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