jueves, 25 de febrero de 2016

La dicha es fácil


               

                    LA  DICHA  ES  FÁCIL









Novela juvenil, ecológica y romántica






Sin escenas de violencia ni de sexo






Antonio Silva Mojica









P r ó l o g o


Una familia campesina de principios del siglo 20
vivió feliz en un paraje de Colombia.
       
Sin luz eléctrica ni radio ni televisión;
sin nevera ni teléfonos ni celular.

Sin computadores ni electrodomésticos;
sin automóvil y sin carretera.

Pero en el hogar siempre reinaron 
la unión, el amor y la alegría.

La dicha es fácil.



 

Así soy yo
                                                                                            

Me llamo Beatriz, tengo 13 años. Mi problema es que todos los niños del pueblo se enamoran de mí. Yo los quiero a todos por igual, son mis amigos. Bueno, dije que ese era mi problema, pero mirándolo bien no es ningún problema sino más bien es una fortuna. Peor sería que me fueran antipáticos, eso sí sería horrible, insoportable.

Mis tías dicen que yo heredé, por parte de mamá, la abundante cabellera negra con rizos y las mejillas rosadas con hoyuelos. Y por parte de papá los ojos negros brillantes y la picardía. Así soy yo.

Mis padres se llaman Martín y Rosalba (todos le decimos mamá Rosita). Tengo dos hermanos mayores, Nelson y Carlos, y dos hermanas menores, Doris y Mayra. Así que somos 5 hermanos, yo soy la tercera, o sea de la mitad. Vivimos en una casona campestre llamada El Palmar porque su principal adorno son las palmas. Nos alumbramos con velas de cera de verdad, que huelen a miel de abejas.

¿Cómo es un día ordinario en El Palmar? La primera que se levanta es mi abuelita,  a prender candela en el fogón de tres piedras. ¿Cómo prende candela sin fósforos? Rasca dos cristales de cuarzo encima del fogón; las chispas caen sobre  las pajas secas y al momento se alzan  llamas y humo; humo con perfume de eucalipto, delicioso. Los cuarzos se los conseguimos nosotros mismos en la quebrada.

Mi hermana Doris y yo madrugamos a ordeñar la cabra mellicera. La leche de cabra es cremosa y exquisita. Terminado el ordeño, los dos cabritos gemelos se arrodillan a lado y lado de la madre y se apoderan de las ubres, batiendo las colitas en señal de alegría.

Cuando los cabritos terminan por fin su desayuno, acompañan a Mayrita al gallinero. Tenemos 12 gallinas ponedoras y un hermoso gallo de cresta roja y espuelas de marfil; gallo que canta cada media hora con garbo y elegancia delante de las gallinas, felicitándolas porque ponen  huevos y sacan pollitos. Mayra va recogiendo los huevos de las gallinas y los va echando en una canastilla,  tarareando una canción infantil que solo ella sabe. Los cabritos juguetean y balan detrás de la niña; son sus mascoticas. La dicha es fácil.

Nos dirigimos a la cocina llevando la leche recién ordeñada y  los huevos frescos. Papá saca del horno de leña el pan caliente y nos lo reparte. Mayra  recibe su pan; primero aspira con fruición el aroma del pan caliente; luego le da un beso y a continuación un mordisco. Sonreímos. Antes de sentarnos a la mesa cantamos la bendición de costumbre:

                 Bendice, Señor, bendice, esta mesa y este pan.
Bendice a quienes lo hicieron y a quienes va a alimentar.
Dalo a los que no lo tienen, y a todos en el altar. Amén.

Durante el desayuno charlamos y bromeamos. Mis hermanas me molestan diciendo que yo tengo diez novios adolescentes, y empiezan a decir nombres: Jairo, Leonel, Félix, Jacinto… Se me encienden las mejillas delante de mis papás. Ellos me miran y sonríen. (Una vez les oí decir en voz baja que yo, cuando estoy  avergonzada y rosada, me veo más bonita; de pronto es cierto). 

No puedo negar lo de los diez novios; creo que son más de diez. Yo no los considero novios sino amigos. A mí todos los muchachos del pueblo y de las haciendas vecinas  me quieren, ¿qué culpa?  Además, la maestra me dijo que mi nombre Beatriz viene del latín Beátrix, y que significa  la que hace felices a los demás. Yo procuro cumplir ese ideal tan bonito y me esfuerzo por no ofender a nadie; quizás por eso todos me quieren.

La ilusión de los chicos del pueblo es salir a pasear por las cercanías de  nuestra finca y echar ojo a ver si por casualidad  me ven asomada al  balcón. Soy coqueta, no lo niego, es propio de las adolescentes. Así que todos los días salgo al balcón a regar las matas con una regadera de mano, pero también es para que me vean los niños, o sea que lo hago por el gusto de dar gusto. ¿Qué tiene de malo? Un día los oí cuchichear en el jardín y uno de ellos les dijo a los otros: Beatriz riega las flores, pero ella misma es una orquídea. Yo me sonrojé, se me inundaron los ojos y me palpitaba duro el corazón.

Bueno, resulta que hoy precisamente merodeaban por ahí en los potreros unos chicos aparentando que buscaban moras del monte, sabiendo que no es tiempo de cosecha. Yo los vi desde el balcón y, haciéndome la desentendida seguí regando las matas y cantando “La feria de las flores”. Luego me escondí. Los chicos se acercaron a nuestra casa y llamaron a la puerta.

Salió mi hermana Doris a recibirlos. Ellos le preguntaron que si por casualidad habíamos visto una ovejita que se les escapó del corral. (Mentiras, ellos no tienen ovejas; era solo un pretexto para justificar su visita). Doris, sospechando a qué venían propiamente, les preguntó con picardía:



  - ¿Y la ovejita que buscan se llama  Betty?

Los niños se colorearon y no sabían qué responder; estaban pillados. Por fin sonrieron, y uno de ellos, Leonel, confesó:

         -   Bueno, sí, ¿para qué negarlo?  Tú sabes que Beatriz es la preferida 
         de todos nosotros, es nuestra ovejita.

        Doris, para no acabar de avergonzarlos, continuó:

        -   Por aquí no pasan ovejas sino mulas con cargas.
·       
             -  ¿Cargas de qué? preguntó Jairo.
·        
        -  De cañadulce  y de panela,  respondió Doris.
·       
      -   ¿De panela? ¡Qué rico! exclamó Félix. ¿Y ustedes no hacen 
             melcochas de  panela?
·   
            -    Claro que las hacemos. Algún día los invitamos, pero ustedes 
                    tienen que  traer leña del monte para prender  candela.
    
       - -  Claro que traeremos leña, pero con una condición.
·    
             ---  ¿Qué condición? preguntó Doris.
·      
              -     Que al paseo no falte tu hermana Beatriz. ¿Vale?

Yo, escondida, escuchaba lo que decían los muchachos: Que al paseo no falte tu hermana Beatriz. Que no falte Beatriz. ¡Qué dicha, me quieren los niños! No pueden prescindir de mi compañía.

Se fueron los chicos. Mi hermana Doris empezó a llamarme con picardía, en voz alta para que oyeran mis padres y mis hermanos:
·      
            -   ¡Hola, ovejita, vinieron tus pastores a preguntarte!

        Mi madre, intrigada,  preguntó:
·       
       -  ¿ De qué ovejita hablan?  

Entonces fui yo la que me ruboricé delante de mi madre; se me quemaban las mejillas, y para disimular me agaché a levantarme una media que no estaba caída.

Doris le respondió a mi madre:
·       
          -   Mamá, es que vinieron unos niños del pueblo a preguntar 
                    por una oveja que se les perdió.

·        -    ¿Y encontraron la oveja? preguntó mi madre preocupada.

        Doris le respondió:

·          ---    No señora, pero la oveja debe andar  por aquí cerca. 
            Y me picaba el ojo.




Lavar y cantar.

Nuestra muchacha del servicio doméstico, Julia, campesina de 16 años que había sido niñera de Mayra, es como una hermana más, es parte de nuestra familia. Uno de sus oficios es lavar nuestra  ropa. El lavadero queda en la huerta debajo de los mangos, que le dan sombra. El viento agita las ramas de los árboles donde trinan las aves y donde tienen sus nidos. Julia,  mientras enjuaga la ropa, suele cantar con su bella voz y su alegría:

Me gusta cantarle al viento
porque vuelan mis cantares,
y digo lo que yo siento
por toditos los lugares.

Un día, mientras lavaba la ropa, de pronto cayó un mango amarillo en la piedra del lavadero. Julia lo alzó feliz, lo lavó en el chorro, quedó terso y provocativo; lo besó  como quien besa una mejilla rosada y empezó a pelarlo a puro diente; lamía con fruición cada trocito de corteza de mango que iba desprendiendo. Llegó una fuerte brisa que sacudió las ramas  de los árboles, y empezaron a caer a tierra mangos maduros. Julia nos llamó a todas gritando:
·      
         -   ¡Doris, Mayra, Beatriz, vengan a recoger las frutas!

Llegamos en seguida con un canasto y una cañabrava. Recogimos los mangos del suelo; no hizo falta bajar más frutas con la caña. Mi hermana menor, Mayrita, acababa de pelar un mango amarillo y ya iba a morderlo cuando le llegó volando una mirla (sinsonte) de las que tienen sus nidos en las ramas; el ave se posó en sus manos y empezó a picotear el mango de la niña. Mayra quedó extasiada contemplando semejante sorpresa tan bonita; el pájaro seguía picoteando la fruta. Todos admirábamos, incrédulos, la escena.
·       
    -  ¡Tan confianzuda!  exclamé yo.

La mirla, con un trocito de mango en el pico, voló a su nido en la rama y vimos cómo les daba de comer a sus pichones. La mirla volvió a las manos de Mayra y volvió a picotear la fruta; hizo tres o cuatro viajes llevando pedacitos de mango y ya no volvió más. Mayra concluyó:
·       
    -  Ahora voy a probar el sobrado que me dejó la mirla, a ver si me trasmite la habilidad de trinar.

La niña lamió con gusto el mango y empezó luego a silbar imitando tan exactamente los gorjeos de la mirla, que se vinieron de los árboles todos los pájaros, revoloteaban encima de nuestras cabezas y nos picoteaban los churcos. Salimos corriendo atacadas de la risa. Las aves volaron otra vez hacia las  ramas.

Entramos al patio, donde papá y mamá y mis hermanos Carlos y Nelson estaban desgranando alverjas, cada uno con una bandeja en las rodillas.  Interrumpieron el oficio para recibir los mangos que les ofrecíamos. Mientras saboreábamos esa delicia de frutas oímos que allá en el lavadero Julia continuaba su canción:

Atravesé la montaña
por venir a ver la flores,
y aquí hay una rosa huraña
que es la flor de mis amores.

Y era que Julia quería ser trasplantada por Fidel, un primo nuestro de la misma edad de ella; primo que venía con frecuencia a visitarnos y de paso le traía duraznos maduros a la chica, duraznos que olían delicioso y lucían lindos colores (como los de Julia, que también era rosada). Julia se los pagaba obsequiándole mangos amarillos. Pero este par de novios clandestinos nunca se besaban. Solo charlas y miraditas.




A l f a l f a


A mis hermanos hombres y a nosotras las niñas nos encanta ir a segar pasto para las bestias, un pasto magnífico llamado alfalfa. Empuñamos las hoces filudas y nos dirigimos al corte. Después de segar durante una media hora recogemos los manojos y los disponemos en forma de bulto para echarlo a la espalda. Luego nos encaminamos a la pesebrera y les repartimos la ración a los caballos. Sucedió que un día, cuando  descargué mi bulto de pasto en la pesebrera, noté que salía vapor de él, y la alfalfa estaba caliente.

      - ¡Se me acaba de ocurrir una idea genial!  exclamé.

       - ¿Qué idea genial?  me preguntó mi hermano Carlos. Le respondí:

        - - Pues hacer que la alfalfa sirva de incubadora para empollar unos huevos.

        - Tú estás chiflada, comentó mi hermano.

    - Apostemos, le respondí. Si no salen pollos, me comprometo a comerme
    los huevos con todo y cáscara.

      - - Ja ja, se rieron las niñas.

Salí corriendo para la despensa y traje seis huevos que parecían de pizca (pava). Formé una especie de nido en el bulto de alfalfa; deposité los huevos en ese hoyo de pasto y los arropé con más alfalfa caliente.

     ---- Ahora vámonos, les dije, es cuestión de tiempo. El calor de la alfalfa equivale al calor de una gallina clueca. ¿Acaso las tortugas no entierran sus huevos y el calor de la arena los incuba? Además, mi padre dijo que la alfalfa se fermenta y provoca  una reacción química, la cual produce calor.

       - ¡Ay, esta chinita resultó científica! se burló Doris.

       - Que la contraten para trabajar en bioquímica, sugirió Carlos.

Nosotros éramos bromistas y hermanables. Salimos de la pesebrera cabestreando los caballos porque los iban a ensillar; esa mañana saldríamos de vacaciones a la finca de mis primas.




En la finca de mis primas


Salimos en alegre cabalgata por el camino de herradura. Solo papá y mamá iban en silla de montar; los demás íbamos en pelo. Mi papá encabezaba el desfile, pero yo azucé mi caballo y quedé al frente de la comitiva.

   -   ¡Tenga cuidado, Beatriz, me advirtió mi madre, recuerde que ese caballo es pajarero!  (Pajarero quería decir que era  asustadizo).

De un matorral del camino salieron volando sorpresivamente unas perdices; mi caballo se espantó y salió al galope, desbocado; yo no era capaz de contenerlo. Llegó al borde de la quebrada, frenó en seco y yo salí disparada por las orejas de la bestia y caí en el pozo de agua fría.

      - ¡Te lo dije!  remató mi madre. Todos se reían de mi aventura.

Ja ja, solo fue un chapuzón, el agua no estaba fría sino helada; yo aproveché para bañarme vestida y nadar. Monté otra vez en mi caballo pajarero, yo toda empapada, chorreando agua. Y seguimos el viaje al trote de las bestias. Julia también venía con nosotros. Éramos ocho caballos; perdón, quise decir ocho jinetes.

Llegamos por fin a la hacienda de las primas; primas locatas, loquitas, locancias. Quiero decir que eran juguetonas, alegres, bailarinas, cantantes y bonitas. Nos recibieron gritando, aplaudiendo y  brincando; y nos ayudaron a desmontar. Todo fue abrazos, besos, risas y lágrimas.   Mis primas eran: Ángela,  Rocío, Laura,  Marcela y Carmen. Todas entre los 4 y los 18 años. Mis primos eran: Fidel, Mario y Fredy, entreverados entre las primas.

       - ¿Por qué estás tan mojada?   me preguntó Mario, uno de los primos.

       -  Por pajarera; digo, la bestia. Y les conté mi aventura en la quebrada. Ellos se reían.

Entramos al patio de veraneras y nos sentamos en el pasto, en círculo.  Las primas empezaron a servirnos un delicioso sancocho de gallina, que fuimos recibiendo en cazuelas y devorando con cucharas de palo. Las mazorcas, a mano limpia;  lo mismo las presas de gallina. De bebida nos brindaron guarapo hecho en casa. Guarapo es miel fermentada con color y perfume de panela.

Terminado el almuerzo nos llevaron a las alcobas para mostrarnos dónde y cómo pasaríamos las noches. El piso, cubierto con esteras de esparto, y sobre ellas unos colchones de fique. Todas las niñas dormiríamos en cama franca, con cobijas de lana de verdad, lana de las ovejas de la finca; finca que se llama “La Esmeralda”  porque revolotean por ahí mariposas de Muzo, batiendo sus grandes y lindas  alas azules. Y dicen que de pronto en esas lomas también hay esmeraldas de verdad.

Los muchachos, o sea mis hermanos y mis primos, dormirían  en otra alcoba con las mismas “comodidades y lujos” que nosotras, o sea en el suelo, en colchones de fique sobre esteras de esparto. Ja ja. La dicha es fácil.




Las buenastardes


Como ya se estaba ocultando el sol, una de las primas, Ángela, nos invitó diciéndonos:

       -  Salgamos al campo a ver cómo se abren las “buenastardes”.

Buenastardes son unas lindas violetas silvestres de color lila pálido; flores que durante el día permanecen cerradas en botón, y al atardecer se van abriendo lentamente y despiden un delicado perfume.

Inmediatamente nos dirigimos a la vega del río. Y allí presenciamos esta maravilla de la naturaleza. Los botones de buenastardes se iban entreabriendo y exhalaban un aroma exquisito. Cuando ya todas las flores se habían desplegado y esparcían su perfume, empezaron a llegar mariposas de Muzo batiendo sus bellas alas de color celeste; revoloteaban en silencio sobre la hermosa pradera florecida.

Sentí tal emoción ante la pulcritud de la naturaleza, que se me inundaron los ojos; lo mismo a mis hermanas y a mis primas. Las niñas somos muy sensibles ante la belleza de las flores, las mariposas y los pájaros. ¡La fortuna de ser niñas!

De regreso a casa, ya de noche, brillaban las candelillas o luciérnagas. Revoloteaban con sus lampos intermitentes como un recreo de chispas en la oscuridad. A mi hermana Doris se le posó una candelilla en la frente.  La niña se asustó y se dio una palmada, con lo cual aplastó al insecto y se le esparció en la frente una fosforescencia como un esmalte plateado. Sonreímos con lástima (lástima por haber sacrificado una luciérnaga). Entramos al patio a oscuras. 





La cueva del mohán


      - Todavía es muy temprano para irnos a dormir, sugirió Carlos. Alcanzamos
            a ir a la cueva del mohán.

Mohán era un fantasma que vivía en una gruta del monte y decían que comía carne       humana, ¡qué miedo!

Nos dirigimos al monte, a la luz de las estrellas. Subíamos por entre matorrales abriéndonos camino. Por fin llegamos a la entrada de la caverna. Vimos brillar unos ojos; creímos que se trataba de algún gato montés; pero era una lechuza, que alzó el vuelo por encima de nosotros y salió a la intemperie.  

Empezaron a salir murciélagos en confusa chillería. Nosotras manoteábamos para espantarlos. Desistimos de seguir buscando al mohán. Resolvimo más bien volver a casa. Bajamos del  monte,  entramos al camino real y nos dirigimos a la finca. Cuando nos acercábamos percibimos el aroma del Galán de la noche, un arbusto que al anochecer despide su perfume. Nuestros padres ya estarían durmiendo. Nos dio la corazonada de cantarles una serenata. Así que una vez en el patio iniciamos aquel romántico bolero:

En la noche clara el viejo jazmín
perfume le daba a todo el jardín;
y sus flores blancas eran como si
pétalos de luna cayeran allí.


Terminada la canción, entramos en puntillas a la alcoba y nos acostamos sobre los colchones de fique, haciendo comentarios jocosos en voz baja. Poco a poco fuimos quedándonos calladas y quedándonos dormidas. Solo se oía respirar plácidamente.




Hoy es mañana


Amaneció el día, nos levantamos y fuimos a bañarnos a la quebrada  de agua cristalina pero helada. Todo eran gritos y nervios y risas. Por fin salimos del agua, nos secamos y nos vestimos. Regresamos a casa. El plan de hoy era escalar el cerro del Aquiminzaque. Después del desayuno preparamos  los morrales, los bordones y los sombreros de veraneo, de amplias alas. Mamá Rosita nos había preparado el fiambre desde la víspera. Nos despedimos de nuestras mamás con besito en la mejilla.

Y salimos loma abajo porque primero había que atravesar el río. Una vez que llegamos a la orilla, la primera aventura era cruzar el río en tarabita, porque no había puente, se lo había llevado la última borrasca. La tarabita consistía en un rejo bien templado, de orilla a orilla, sujeto a dos gruesos mangles. Las niñas temblaban de miedo. Entonces yo, Beatriz,  haciéndome la fuerte y para tranquilizarlas y darles ánimo, exclamé:

-   ¡Yo primeras!  y subí a la canastilla que colgaba del cable.

Al otro lado del río ya estaban listos mis hermanos Carlos y Nelson que habían pasado el río a nado. Ellos manejarían el cable de tracción.

-     ¡Ya, lista! grité.

Carlos y Nelson empezaron a jalar el cable. Yo iba deslizándome con mucho miedo sobre las aguas encrespadas. La canastilla se balanceaba miedosamente y yo sentía un frío en el estómago. Tan pronto llegué a la otra orilla salté del canasto y levantando ambas manos con los pulgares hacia arriba, les  grité:

-      ¡Éxito, todo bien, no pasó nada!

La canastilla regresó por la cuerda hasta llegar otra vez al grupo de los restantes pasajeros, que aguardaban su turno con ilusión y con temor.

 -       ¡Primero las damas!  reclamó Ángela  y subió al canasto.

Mientras la niña se deslizaba por el cable a gran velocidad, todos los demás aplaudíamos y gritábamos. Y así fueron pasando todos y todas. Una vez que estuvimos en la otra orilla del río, emprendimos la ascensión al cerro por un senderito que subía en zigzag.

Llegados a la cima del Aquiminzaque  respiramos aire fresco y nos sentamos sobre las rocas a descansar y a contemplar el paisaje. La brisa nos soplaba la frente y nos despeinaba los cabellos, ¡qué delicia! Procedimos luego a desempacar nuestro fiambre.

Terminado el refrigerio emprendimos la exploración de una caverna. Fuimos entrando con precaución y miedo. El primer animal que salió a recibirnos fue un armadillo rosado, que sin desconfiar de nosotros se nos acercó y olfateaba los morrales.










-       ¡Tan conchudo! comentó Carlos.

-        Claro que es conchudo, respondió Nelson, ¿no le ves semejante cascarón?

Pronto apareció también la armadilla, seguida de cuatro armadillitos. A todos les dimos parte de nuestra merienda  (residuos de queso y  almojábana, que devoraron con avidez).


      -  ¡Estos armadillos son fósiles!  exclamó mi prima Carmen.

      -   ¿Cómo que fósiles?  reviré yo inmediatamente. ¿No los ves que están vivos y sanos? Los fósiles no se mueven, son animales petrificados de puro viejos.

     - Quise decir, explicó Carmen,  que esta especie de armadillos rosados ya se consideraba extinta por los científicos.

          - ¿Y ahora qué hacemos con  estas criaturas?  preguntó Marcela.

       -   Pues dejarlas en paz, aconsejó Rocío

       -  ¿Quién les dará de ahora en adelante queso y almojábanas? preguntó Carmen.            ¡Pobrecitos, se van a morir de hambre!

    -  Tranquila, remató Carlos; si los armadillos han sobrevivido millones de años sin queso ni almojábanas, pues también sobrevivirán otros millones de años.

        ----  Sigamos la exploración de la cueva, sugirió Nelson.

Al adentrarnos en la caverna vimos al fondo un rayo de sol  como si fuera   la salida de un túnel. Avanzamos y, ciertamente, el socavón atravesaba la cordillera de lado a lado. Nos asomamos con precaución al otro extremo  del túnel: era el borde de un precipicio, una roca cortada al tajo, de más de 200  metros de profundidad. ¡Qué vértigo! Sentíamos un vacío en el estómago.

Nos tendimos bocabajo sobre la cornisa rocosa, mirando al fondo del abismo. Allá abajo, a gran profundidad, el piso era una laja negra y plana.


·         -  Arrojemos desde aquí una piedra, propuso Nelson, a ver cuánto tarda 
             en llegar al  fondo.

         -  ¡Claro, sí, genial! exclamé yo entusiasmada.

Mis hermanos trajeron una roca del tamaño de un balón de básquet y la fueron arrimando al borde de la cornisa. Todos abríamos más los ojos, con la expectativa del experimento.

Los niños le dieron a la piedra el último empujón, y la piedra empezó a bajar en caída libre… iba girando lentamente  y empequeñeciéndose… la perdimos de vista.   De pronto vimos que allá abajo, sobre la roca negra del fondo, se abría en silencio una estrella de arena blanca. Era que nuestra piedra acababa de llegar y desintegrarse con el golpe. Entendí al momento que el verbo estrellarse coincidía exactamente con el efecto: la piedra se convertía en una estrella de arena blanca. A los dos segundos se oyó un totazo que subía de la profundidad;  era el eco del impacto.

       -  La próxima vez que vengamos a este sitio, propuso Ángela, traigamos 
           una cuerda bien larga para medir la altura del precipicio.

        -  Ahora mismo podemos medir la altura, sugirió Fredy,

     -  Pero ¿cómo? preguntó Doris, si no trajimos cuerda.

    -  Muy fácil, contestó Carlos, ¿acaso no aprendimos en clase de física la 
          manera de medir distancias por medio del sonido?

       -  Ah, sí, ya recuerdo, aseguró Carmen: el sonido viaja a 300 metros 
         por segundo. La fórmula es esta: 
             Espacio igual a velocidad por tiempo.

       -  ¡Ay, esta chinita también resultó científica!  le dije yo por broma 
         y le di un pico en la mejilla. Todas se rieron.

       -  Bueno, pues, traigamos otra piedra, propuso Laura.

Inmediatamente los chicos trajeron  otra piedra y la acercaron al borde del abismo. Todos  nos dispusimos a presenciar el nuevo experimento. Carlos explicó:

     - Atención, por favor: la piedra bajará en silencio. Tan pronto veamos abrirse una estrella de arenisca blanca sobre la roca del fondo, empezamos a contar los segundos: cero…uno…dos…tres…hasta que oigamos el totazo del choque. Luego multiplicaremos los segundos que tarde por el nùmero 300, y esa serà la altura del precipicio. ¡Listos!

Los niños empujaron la roca, esta saltó al vacío y empezó su descenso, iba girando y empequeñeciéndose, la perdimos de vista… De pronto vimos que sobre la roca negra del fondo se abría una estrella de arena blanca. Inmediatamente gritamos en coro:

      -  Cero… uno…dos... y antes de decir  tres  llegó el totazo, 
          que había subido desde la profundidad. 
          El sonido había tardado más de dos segundos en llegar.

       ---   ¡Seiscientos metros de altura!  gritó Carlos triunfante.

     -  ¡El triple del Salto de Tequendama! completó Marcela

        ---  Claro está que estos datos son aproximados, rectificó Ángela, porque propiamente el sonido avanza a más de 300 metros por segundo. Y también depende de la densidad de la atmósfera y de la temperatura.

      - Bueno, ya es mucho cuento, comentó Rocío, haber calculado la altura aproximada del precipicio sin necesidad de descolgar una cuerda con una plomada en la punta. Nos bastó con soltar una piedra y contar los segundos que tardaba en llegar el sonido.
Y Y multiplicar esos segundos por 300.

   - Les tengo una adivinanza, intervino Carlos, y es esta: ¿Por qué cuando vemos descender la piedra llega un momento en que la piedra se hace invisible, desaparece?

       -  Me rindo, dijo Laura.
        - Me rindo, repitió Marcela.
         -  Nos rendimos, añadió el resto de los excursionistas.

       -  Ya tengo la respuesta, comentó Nelson: Primero repitamos la pregunta: ¿Por qué la piedra al bajar desaparece en los últimos metros? Respuesta: Porque como va aumentando la velocidad de caída, llega un momento en que los ojos no pueden acomodarse y quedan desenfocados. Por eso la piedra desaparece en los últimos metros de su caída.

       - ¡Eso, aplauso!  gritamos las niñas.

      -   Traemos aquí a Isaac Newton en la expedición, añadí yo con picardía. 

  -  Bueno, propuso Laura, regresemos ya.





Camino abajo


Empezamos el descenso por el camino en zigzag. No habíamos bajado cien metros cuando escuchamos ruido como de una piedra que rodaba. Y vimos que venía dando botes loma-abajo una piedra esférica  y se detuvo cerca de nosotros. Y aquí la gran sorpresa:

Eso que parecía piedra se fue desenroscando y apareció el armadillo que habíamos visto arriba en la caverna. Ver para creer. Los armadillos tienen  ese recurso tan curioso para  escapar de sus depredadores: en caso de emergencia el armadillo se enrosca sobre sí mismo quedando en forma esférica protegido por su coraza, y se echa a rodar… El armadillo olfateaba nuestros morrales pero ya no nos quedaban restos de comida;  ni queso ni pandeyuca ni almojábanas. ¡Qué pesar!

    -       Les hicimos un mal dándoles de comer, comentó Carlos, es mejor que se defiendan por sí mismos. Ya tienen uso de razón.

En seguida vimos y oímos  que rodaba otra piedra monte-abajo. Llegó hasta nosotros y se desenroscó: era la armadilla. Y vimos también que por el camino en zigzag venían los 4 armadillitos corriendo. Ellos no se enroscaban ni se echaban a rodar porque todavía tenían muy tierna la concha que los cubría. El instinto animal es sabio, inteligente, nunca se equivoca.

Carmen alzó un armadillito, Rocío alzó otro. Carlos propuso:

-        Llevemos estas dos criaturas para demostrarles a los científicos que sí hay fósiles vivientes, que sí quedan armadillos rosados, no se han  extinguido.

Aprobado por unanimidad. Las niñas aplaudíamos y brincábamos. El armadillo padre y su esposa regresaron loma-arriba; detrás subían los dos armadillitos al trote. Nosotros regresamos al río y lo atravesamos otra vez en canastilla, o sea por nuestro teleférico. Rocío y Carmen con sus armadillitos en brazos.

-       ¡Qué nombres les ponemos a estos armadillos?  preguntó Rocío.

-        Pues el tuyo se llamará Rocío, contestó Carmen, y el mío se llamará Carmen, y punto.

-        ¿Y quién dijo que estos armadillos son de ustedes dos? protestó Ángela; son de todas nosotras.

-        Bueno, tranquilas, sugirió Nelson; lo que podemos hacer es lo siguiente: que Rocío y Carmen se queden con estas dos mascotas; y las demás niñas se quedarán con los animales que conquistemos de ahora en adelante. ¿Les parece?

-        ¡Bueno, sí, está  bien!  contestamos las niñas.

-        Mayra sale de parte, apuntó Laura, porque ella ya tiene sus dos cabritos gemelos. Aprobamos con una venia.

-        Me queda una duda, replicó Marcela: ¿Cómo se sabe si estos armadillos son niños o niñas?

-        Muy fácil,  respondió Mayrita, pues cuando pongan huevos; así se conocen las tortugas hembras. En eso se diferencian de los tortugos.
Soltamos la risa.

-        Las armadillas no ponen huevos, explicó Nelson,  
     porque son vivíparas. Ja Ja.

Seguimos  caminando  y  llegamos  a  nuestra  finca,  digo,  a  la de las primas,  La Esmeralda.  Nos salieron a recibir los perros batiendo la cola. Los perros se llamaban Gold and Silver  (Oro y Plata). Los perros se extrañaron con la presencia de los armadillos y se acercaron a olfatearlos.

-        ¡Cuidado, perros, les advirtió Carmen, estos armadillos son de la familia, así que los tratan con cariño y comprensión! ¿Entendido?

Los perros batieron la cola en señal de aceptación y se acercaron a lamer cariñosamente a las criaturas. Sonreímos.

Salieron al patio papá y mamá y los padres de nuestras primas, Jorge y Camila. Nos saludamos de beso y abrazo y nos felicitaban por nuestra proeza de escalar el cerro del Aquiminzaque.  Acariciaron los armadillos. Sin embargo el papá de mis primas, Jorge, nos advirtió muy serio o haciéndose el serio:

      -   Me perdonan, pero esta casa no es un zoológico; así que me hacen 
         el favor,  devuelven estos armadillos al monte.

Rocío y Carmen empezaron a llorar desconsoladas; no querían desprenderse de sus adorables mascotas.

-      Está bien, tío, le contestó Nelson, pero ya es muy tarde para volver a escalar el cerro. Mañana Carlos y yo madrugaremos a dejar los armadillos en la cueva.

-        ¡Pásenla por inocentes! añadió mi tío Jorge; yo lo decía por chiste. Pueden quedarse con los armadillos.

Rocío y Carmen, con lágrimas, corrieron a abrazar y besar a su papá.

-        ¿Dónde dormirán esta noche los armadillitos, preguntó Ángela.

-        Ya veremos, respondió Carmen, los armadillos son cavernícolas.

 Rocío y Carmen con cuidado y con cariño dejaron en tierra los armadillos, los cuales inmediatamente buscaron dónde refugiarse y corrieron a esconderse en la  casita de madera donde dormían los perros, era lo más parecido a una cueva.  Y una vez adentro se enroscaron a dormir;  eran animales nocturnos.  Los perros ladraron al ver que les invadían su habitación y corrieron a investigar. Lamieron a los armadillos y se acostaron con ellos sin pretender desplazarlos. Las niñas aplaudimos de alegría. Ya estaba resuelto el problema que temíamos; por fortuna entre perros y armadillos hubo compatibilidad de caracteres. Ja  ja.





Sorpresas nocturnas


Esa tarde volvimos al potrero a presenciar cómo se abrían las buenastardes. Por la noche volvimos a la cueva del mohán, esta vez con una linterna, y ahora sí descubrimos el monstruo. ¡Qué mohán ni qué nada!   Era un oso hormiguero que dormía por las noches en la cueva y se levantaba de día. Ese era el mohán,  je je.

-        ¡Llevemos el oso para la casa!  propuso Carmen.

-      Mi papá no quiere zoológicos, advirtió Mario

-        Es verdad, contestó Laura; entonces llevemos una lechuza.

-        Mejor dicho dos lechuzas, rectificó Ángela; o sea una para Marcela y otra  para Laura.

-        Bueno, procedamos, contestó Carlos; y alumbró con la linterna dos bulticos de plumas plateadas que dormían en una grieta, dentro de la gruta.

Eran dos búhos pichones pero ya bien emplumados. (Búhos o lechuzas, así decíamos y así diremos, sin distinciones científicas). Los dos búhos abrieron más esos ojazos negros  redondos y se encandilaron con la  luz de la linterna. Nelson los agarró  con cuidado. Piaban con angustia y le picoteaban las manos. Nelson le entregó un búho a Laura y otro a Marcela. Los pichones no picotearon a las niñas, se dejaron alzar, acariciar y besar. Las demás niñas también besamos a los búhos en la cabecita emplumada  y los acariciábamos. Eran criaturas muy tiernas.   Se me vinieron las lágrimas. Las niñas somos así: lloramos por todo, pero también por todo reímos.

Cuando salíamos de la cueva salieron también los murciélagos y revoloteaban encima de nosotros, pero mi hermano los espantaba enfocándoles la luz de la linterna y así los barrió a todos y no les permitió que  aterrizaran en  nuestras cabezas.

-  Ahorremos pilas, dijo Carlos y apagó la linterna. Entonces tuvimos que caminar a oscuras. Y sobrevino una sorpresa increíble:

Un enjambre de luciérnagas se posó en la cabellera de nosotras las muchachas, como si nos hubieran instalado bombillitos navideños titilantes. La razón era porque nos habíamos perfumado el pelo con esencia de azahar.  Fuimos entrando al patio adornadas como ninguna reina de belleza lo había sido en los concursos. Ni lentejuelas ni diamantes brillarían tanto como brillaban las luciérnagas o candelillas en nuestra cabellera. Salieron al patio nuestras madres y no acababan de creer lo que veían; quedaron extasiadas.  

-   ¿Cómo nos acostaremos esta noche a dormir sin maltratar    
 las  candelillas? preguntó Ángela.

-        Muy fácil, contestó Carlos; espantándolas con luz.

Y diciendo y haciendo prendió la linterna y alumbró 
nuestras cabezas. Las  candelillas salieron volando. 
Aplaudimos y reímos. La dicha es fácil.





Nuevo amanecer


Madrugamos a la quebrada y nos bañamos en el agua fría. El programa de ese domingo era recolectar hojas para los gusanos de seda. Mis primas cultivaban gusanos  por puro jobi, para verlos convertir en mariposas. Así que al terminar el desayuno empuñamos canastillas, nos acomodamos en la cabeza las corroscas de amplias alas, y después de despedirnos de nuestras mamás nos dirigimos al sembradío de moreras. Morera es un arbusto cuyas tiernas hojas parecen lechugas, de un color verde-claro. Y también producen moras coloradas como las de la zarzamora. Eran nuestra golosina.

Detrás de Mayra venían sus dos cabritos balando y brincando.  Detrás de Rocío y  Carmen  venían los dos armadillitos trotando. Laura y Marcela traían sus búhos al hombro; venían dormidos. Eran nuestras seis mascoticas.

Por el camino íbamos silbando para atraer a las mirlas, pero Rocío, que es demasiado juguetona, empezó a hacernos cosquillas y los silbidos se convirtieron en risas. Una vez llegados a las moreras, empezamos a recolectar hojas desprendiéndolas a mano. Y al mismo tiempo íbamos desgajando moras coloradas y comiendo; deliciosas. Las moras negras y maduras  las echábamos al canasto para llevárselas a nuestras mamás. Cuando terminamos de llenar  de hojas verdes nuestras canastillas, emprendimos el regreso a casa por el viejo camino de herradura.

Llegamos por fin a  La Esmeralda y nos dirigimos con las canastillas al quiosco de los gusanos de seda, en el jardín. Sobre una gran mesa antigua se veían unas  cubetas de tiesto;  en cada cubeta unas orugas. Les repartimos las hojas de morera y los gusanos empezaron a devorar las hojas mordiéndolas por el borde, con un apetito insaciable. 


Cuando cada gusano se comió su hoja empezó a envolverse con su propio hilo-seda,  devanándolo alrededor de su cuerpo hasta convertirse en un capullo blanco. Diríase que cada oruga, como una niña pudorosa, se encerraba en  su propio vestier para que nadie presenciara cómo se iba a cambiar de vestido. Dejaría sus harapos de gusano y se revestiría con traje de gala, o sea de mariposa. La Naturaleza es divina.

Ángela cubrió una cubeta de capullos blancos con un vidrio verde.  Laura cubrió otra con un vidrio azul.  Rocío con rojo,  Carmen con amarillo,   Marcela con lila. Y yo, Beatriz, con un vidrio rosado. Dentro de unos días nos esperaba una sorpresa.


      -     ¡Niñas, que vengan!  gritó Julia desde la puerta del comedor. 

          Corrimos todas. A cada niña Julia le dio un plato hondo sopero, un tenedor y un huevo crudo con cáscara.

-        ¡Concurso de merengues! dijo la muchacha. ¡Manos a la obra!

Inmediatamente cada niña partió su huevo, separó la clara, la echó en el  plato y empezó a batir con el tenedor. Todas batíamos en medio de risas y de nervios. Las claras de huevo se iban convirtiendo en espuma blanquísima que iba subiendo como copos de nube o de nieve hasta casi rebosar el plato.

-        ¡Ahora la prueba! ordenó Julia.  El tenedor debe sostenerse solo, vertical, en medio de la espuma. Fue para risas.

Mi tenedor se cayó, el de Laura se cayó, todos los tenedores se cayeron. Ja ja. Añadimos  más azúcar y seguimos batiendo; la espuma se espesó y volvimos a parar los tenedores en el plato. Ahora sí ningún tenedor se cayó, permanecían derechos, verticales. Aplaudíamos y brincábamos, triunfantes.

   -   ¡Ahora, meterlos al horno de leña!  ordenó Julia.

Metimos los platos al horno, aguardamos unos minutos, y sacamos los merengues calienticos. Fuimos a llevarles la parte a nuestras mamás. A Julia cada niña le daba un buen trozo de merengue y un beso de gratitud.

A los armadillos les dimos las cáscaras de huevo.  A los dos cabritos les dimos sal en la mano; ellos lamían la sal haciendo con la cabecita unas venias muy simpáticas, como diciendo que sí. Preciosos, divinos. No aguanté tanta belleza y ternura y me los comí a besos. La dicha es fácil.

       -        A los búhos no les demos nada, advirtió Nelson,  porque están dormidos; ellos ahora no reciben nada de nadie.

        -     A mí sí me reciben, afirmó Ángela.

       -       ¿Qué te reciben? preguntó Laura.

       -       Me reciben un beso, respondió Ángela, y diciendo y haciendo besó las cabecitas.  Ja  ja.  Sonrieron las niñas.

Pasados unos  días nos acordamos de los capullos de seda y corrimos al quiosco del jardín con gran ilusión y gran curiosidad. Alzamos los vidrios que cubrían las cubetas de los capullos, y ¿qué vemos? Que los capullos ya no eran blancos, se habían teñido del color de los cristales. Los capullos de la primera caja eran ahora todos de color celeste, los de la segunda rojos, tercera amarillos, cuarta verdes,  quinta rosados y sexta lilas. Nadie los había pintado con pincel ni con espray. Los pintó la luz del sol, mejor dicho Dios por medio de la luz. Diosito es juguetón y hace magias, le gusta entretener a sus criaturas y entretenerse él mismo. Y si no, ¿qué haría durante su callada y solitaria eternidad? Se aburriría.

Pero faltaba la mayor sorpresa, la que nos volvería locas de felicidad. Y fue que de pronto empezaron a salir mariposas de los capullos. Más de doscientas mariposas  revoloteaban a nuestro alrededor y nos perseguían como si nosotras fuéramos orquídeas. Mariposas azules, verdes, rosadas, lilas, rojas, celestes y amarillas… mariposas volanderas…







El regreso


Se terminó el veraneo en La Esmeralda. Nuestras primas nos acompañarían hasta la quebrada del Chapuzón . Así empezamos a llamarla desde el día en que mi caballo pajarero me lanzó al pozo.

Pues bien, montamos a caballo en pelo;  las primas se nos subieron al anca, o sea que en cada caballo íbamos 4 jinetas. En mi caballo iba yo manejando las riendas;  a mi espalda iba Marcela; a la espalda de Marcela iba Rocío, y a la espalda de Rocío iba Carmen. Cuando llegamos a la quebrada, mi caballo, que además de pajarero era jetiduro, se fue metiendo a la parte más honda del pozo, y yo no lo podía dominar. El agua nos daba a la cintura. Entonces Marcela, que venía a mi espalda, de puro miedo se me subió a los hombros, y a los hombros de Marcela se subió Rocío y a los hombros de Rocío se subió Carmen. O sea que éramos 4 acróbatas de circo. Fue para risas. Las demás niñas aplaudían y gritaban.

De pronto mi caballo se consumió del todo en el charco y nosotras 4 quedamos chapaleando vestidas y con zapatos. Inmediatamente mis 2 hermanos y mis 4 primos saltaron al agua vestidos y nos ayudaron a salir del pozo. Pasó el peligro, pasó la angustia y sobrevinieron las risas y las burlas porque todas estábamos pasadas por agua, vueltas unas sopas. Bueno, no todas: Laura y Ángela  estaban secas, lo mismo que mis hermanas Mayra y Doris. Nuestros padres a la orilla de la quebrada se atacaban de la risa.

         -       ¡Todos al agua!  gritó Fredy, y empezó a botar niñas al pozo.

Yo empujé a Marcela, Carlos me empujó a mí. Laura y Ángela en la orilla luchaban cuerpo a cuerpo y ambas  entrelazadas cayeron también al pozo. Por fortuna todas sabíamos nadar.

Fidel quiso empujar a Julia,  su novia,  pero Julia se le escapaba corriendo por la orilla, atacada de risas y de nervios. Fidel la perseguía cantándole:

Yo te he de ver trasplantada
en el huerto de mi casa;
y si sale el jardinero,
pos a ver, a ver qué pasa.

Fidel alcanzó a Julia y la botó vestida al pozo. Julia no sabía nadar y chapaleaba con angustia. Fidel saltó al agua, la alzó en brazos y la sacó a la orilla.  A Julia le escurría el agua por el rostro y parecían lágrimas. Fidel arrepentido le pidió perdón y le dio un beso en la mejilla (un beso pasado por agua). Todos aplaudíamos. Y les entonamos la canción “Sobre las olas”.

En la inmensidad de las olas
flotando te vi;
y al irte a salvar
por tu vida mi vida perdí

Allí mismo teníamos que despedirnos de nuestras primas, de sus hermanos y de sus papás. Ellos regresarían a su finca y nosotros a la nuestra. Pero nos dio ataque de lágrimas.

         -        ¡No, no se vayan, les suplicábamos, vénganse para nuestra finca, 
               páguenos la visita!

No valieron súplicas. Nos despedimos. Ellos regresaron a La Esmeralda a pie. Nosotros a caballo a Las Palmas, sin mayor percance. Tan pronto llegamos a nuestra finca salté del  caballo y corrí a la pesebrera. Mi ilusión era encontrar pollitos recién nacidos entre la alfalfa.








Éxito de la incubadora


        -       ¡Vamos a la pesebrera!  les dije, a ver los huevos  que dejé incubándose entre la alfalfa caliente.

Llegamos a la pesebrera y ¿qué vemos? Cáscaras de huevo regadas por el piso.

·                 - ¡Nacieron, nacieron!  grité emocionada. ¿Pero dónde están los pollitos?

          Julia dijo:

         -        Me pareció ver unos paticos nadando en la quebrada, vamos.

Corrimos a la quebrada. Efectivamente, seis paticos amarillos se divertían en un pozo de la quebrada. No eran pisquitos sino paticos. Yo me  había equivocado cuando saqué los huevos de la despensa: en vez de sacar huevos de pisca saqué huevos de pata.

         -         ¡Qué paticos más divinos!  grité entusiasmada. Gané la apuesta, sí funcionó mi incubadora. Ya no tengo que comerme los huevos con todo y cáscara. Vamos a contarles a todos que nacieron los pollitos.

Cuando nos dirigíamos a casa  los paticos se salieron del pozo y se nos vinieron detrás, piando…. Claro, no tenían mamá, eran huérfanos, hijos de padre desconocido. Cada niña alzó un patico, lo acariciaba y lo besaba. Así se completó el número de mascotas: dos armadillos, dos lechuzas, dos cabritos, seis paticos. Ahora sí la casa parecía un zoológico.






Helados de curuba


Un día se desgajó un aguacero fuertísimo. La lluvia parecía varillas de vidrio. De pronto esas varillas se volvieron blancas como de porcelana. Era que las gotas de agua se habían convertido en granizo. Perlas de hielo salpicaban a los corredores. Nosotras, felices, alzábamos esas perlas y las llevábamos a la boca, por el gusto infantil de saborear unos cristales que se convertían en agua helada. La dicha es fácil.

Cesó la lluvia de repente. Nos descalzamos y entramos al patio y pisábamos a pie limpio esa maravilla de la naturaleza: un glaciar a domicilio. Crujían los granizos debajo de nuestros pies descalzos a medida que caminábamos. Toneladas de hielo habían caído de las nubes. ¿Cómo pudieron las nubes sostener semejante peso? Y nosotros  creíamos que las nubes no pesaban nada,  que eran simples neblinas.

Bueno, como en aquel tiempo no había neveras, teníamos que aprovechar el granizo para hacer helados. Mi madre trajo una ponchera de cristal y la colocó sobre la mesa del comedor. Dentro de la ponchera  asentó una jarra de vidrio con crema de curuba. Nosotros, felices, traíamos manotadas de granizo y las echábamos en la ponchera alrededor de la jarra. Mi madre con una cuchara revolvía lentamente la crema de curuba,  con lo cual se iba espesando y se convertía  en helado. Pasábamos saliva; rodeamos la mesa, cada uno con plato y cucharita. Mamá nos fue repartiendo porciones de tan delicioso manjar. Llegó también mi padre, llegó Julia, y todos disfrutábamos de esa maravilla de postre. Quedamos con bigote de crema, fue para risas. La dicha es fácil.





Las melcochas


Y se llegó el día de batir las anheladas melcochas. Corrimos a la cocina, sacamos la paila de cobre, panela, fósforos y esencia de vainilla en un frasquito. Y salimos hacia la quebrada, toda la familia. Por el camino íbamos recogiendo chamizos y leña. Llegamos al sitio preferido, bajo los mangles,  a la orilla de la quebrada. Amontonamos paja seca y chamizos en medio de las tres piedras del fogón. Doris prendió un fósforo y se lo arrimó a las pajas; inmediatamente se alzó la llamarada y la humareda. Olía delicioso, a mangle. Llorábamos con el humo, pero a veces llorar es rico, y se limpian los ojos.

Mientras tanto allá en el pueblo mis tres novios adolescentes y trillizos, Félix, Jairo y Leonel, divisaron el humo azul que se levantaba de entre los mangles y se acordaron inmediatamente de que nosotras los habíamos invitado a este paseo.


         -        Corramos, les dijo Félix, las chinas están haciendo melcochas.

         -        ¡El todo es que no falte Beatriz!  enfatizó Jairo.

         -        Llevemos chamizos del monte, añadió Leonel, 
               a eso nos comprometimos.

      -       Ya no hacen falta chamizos, repuso Félix, porque ya prendieron 
            el fogón. Llevemos más bien una panela para colaborar.

Dicho esto, Félix entró a su casa, le pidió a su mamá una panela y salió a reunirse con los otros dos.  Jairo entró también y salió con un queso campesino envuelto en hojas de  bijao. Leonel entró de último y volvió a salir con unas sogas en las manos.

-        ¿Pero lazos para qué? le preguntó Félix; ¿acaso vamos a enlazar terneros?

-        Lazos para hacer columpios, afirmó Leonel.

-        ¡Uy, genial!  aprobó Félix; esas niñas van a gozar de lo lindo.

-        Falta lo principal, observó Jairo, más importante que los lazos, el queso y las panelas. ¿Qué será?

-       ¡Nuestras hermanas! afirmó Félix.  


Los tres chicos entraron a la casa y en seguida volvieron a salir remolcando a sus tres hermanas  de la mano: Rosita, Elvia y Lucy, que también eran trillizas. Las nenas se resistían. Elvia dijo:

        -        No tenemos permiso de  mamá.

       -        Tranquilas, dijo la madre asomándose a la ventana. 
              El permiso lo tienen, pero con una condición.

      -       Que te traigamos melcochas, le adivinó Félix. 
           La madre aprobó con una sonrisa, y añadió:

       -       Bueno, mucho juicio, y pórtense bien con las niñas.

Los seis hermanos, o sea, los tres niños y las tres niñas, se  vinieron a la carrera.

Acabábamos de acomodar  la paila en el fogón de tres piedras, paila con agua y  trozos de panela, cuando fueron llegando mis tres amigos con sus hermanitas y con lazos, queso y panela. Aplaudíamos y brincábamos.

    -        Yo    los llamé por telepatía, les grité, 
por eso les dio la  corazonada de venirse.

Ellos se acercaron primero a saludar a mis padres, luego Félix me ofreció la panela. Yo se la recibí con una risita de agradecimiento. Coloqué la panela sobre una piedra y, golpeándola con otra piedra, la partí en trozos. Félix recogió  los pedazos y los echó a la paila. Mi hermano Carlos  avivaba el fuego aventándolo con una china  (china era un abanico rústico de  palma).

Mientras hervía el melao los chicos instalaron columpios en los mangles. Corrimos a mecernos, cada niña en un columpio. Los trillizos se peleaban por mecerme a mí, Beatriz. Me impulsaban con todas sus fuerzas. La brisa me refrescaba la frente y alborotaba mi cabello, ¡qué delicia! Yo me sentía volando, y en realidad volaba. Las demás chicuelas se mecían  también en sus columpios. Mientras tanto en la paila el melao hervía y se espesaba.

     -  ¡Ya está de punto!  gritó mi madre. ¡Niñas, corran!

Saltamos de los columpios y corrimos a la paila. Efectivamente, la espuma color chocolate hacía  hoyuelos; se dice que el melao está zapateando. Mi madre alzó la paila y vertió el melao sobre una piedra recién lavada, y le  roció encima la esencia de vainilla. Corrimos a lavarnos las manos en la quebrada. Luego cada una de nosotras levantó un trozo de melao caliente y flexible. Y empezamos a estirar y a encoger a mano limpia ese caramelo que despedía perfume de vainilla. Era tanta nuestra emoción y júbilo  con esta diversión, que las niñas espontáneamente íbamos batiendo melcochas y cantando:

¡Viva la gente, la hay donde quiera que vas!
¡Viva la gente, es lo que nos gusta más!

Esta mañana de paseo
con la gente me encontré.
Al lechero, al cartero
y al policía saludé.

Las cosas son importantes,
pero la gente lo es más.

¡Viva la gente, la hay donde quiera que vas!
¡Viva la gente, es lo que nos gusta más!

Mi madre con gran maestría estiraba su madeja de melcocha. Primero esa madeja lucía color chocolate, pasó a castaño oscuro y por último  a castaño claro. Parecía una  cabellera rubia, mejo dicho dorada, pues resplandecía con el sol.

Cuando todos ya habíamos blanqueado nuestras serpientes de dulce, las tendimos sobre una gran roca seca, a  la orilla de la quebrada. Luego las partimos en trozos proporcionados y empezamos a masticar esa delicia de caramelo flexible, entremezclándolo con queso campesino. La dicha es fácil.


En esas  Mayrita empezó a llorar.

-        ¡Se me perdió mi anillo!  decía mostrando el dedo anular vacío.

-        Se habrá caído en el pasto, dijo una niña, busquémoslo. 
      Y empezamos a buscar el anillo entre la yerba.

De pronto Mayra, que saboreaba su trozo de melcocha, con la lengua tocó un objeto raro. Se metió la mano en la boca y sacó el anillo. ¿Qué había sucedido? Que cuando la niña estiraba su melcocha a mano limpia, el anillo pasó de la mano a la melcocha, y de la melcocha a la boca. Menos mal que no pasó al estómago.

-        ¡No busquen más,  gritó Doris,  ya apareció el anillo!

Otra pequeña desventura fue que a Rosita le cayó melcocha en el pelo, se le apelmazaron los churcos y la niña empezó a llorar.

-      Tranquila, exclamé yo consolándola; el remedio es muy fácil; no es sino lavar el pelo; venga, mi amor.

La llevé a la quebrada y empecé a enjuagarle el pelo. Claro, con tanta agua se deshizo el melado y volvió a lucir la cabellera ondulada. Los niños descolgaron los columpios; las niñas recogimos la paila y los demás enseres de la melcochada. Y regresamos al hogar cantando:

Se van las tardes del azul verano,
se van con él las raudas golondrinas.
Veloces aves, ilusiones bellas.




Sardinas y truchas


¡La pesca! Esa era otra entretención deliciosa. Con papá y mamá y todos nos encaminamos a la vega del río  llevando varas de cañabrava con cuerda y anzuelo.

Una vez llegados al río, escogíamos piedrecitas para plomadas de los anzuelos, y buscábamos lombrices. Nos distribuímos por la orilla, eligiendo cada uno el puesto de su preferencia. Todos en silencio y en expectativa…

De pronto vi que la cuerda de mi anzuelo se estremecía y sentí un pequeño tirón. Alcé rápido mi caña y salió coleando y salpicando agua una inquieta sardina plateada. Cayó en la arena húmeda y allí seguía coleando y aleteando. Yo la agarré pero se me deslizaba de las manos. Acudió Carlos en mi ayuda, cogió fácilmente la sardina, le sacó el anzuelo  y la echó en la jarra que habíamos traído para ello. 

-        ¡Trucha, trucha!  gritó Doris, y efectivamente, había pescado una trucha arco-iris.

-        ¡Salmón, salmón! gritó Nelson por chiste y sacó una nueva trucha más grande que la primera.

Mamá y Julia hervían un provocativo caldo de pescado. Nos envolvía un delicioso humo de eucalipto. Mis tíos, sentados en  troncos  empezaron a tocar guitarra y tiple; mis hermanos acompañaban con maracas y castañuelas. Las niñas espontáneamente salimos a bailar y a cantar,  una guabina de aquellos tiempos:

En esta fiesta de placer
con una dicha sin igual
contemplo yo bajo el frondal
lindas orquídeas florecer.

Contemplo también la fuente
que a lo lejos se desliza,
y me adormece la brisa
que me santigua la frente.


Todos a la sombra de los mangles, que estaban en plena floración. Zumbaban las abejas, revoloteaban mariposas amarillas. Pajaritos  trinaban junto a sus nidos.   El viento agitaba los ramajes.

        -       ¿Por qué no nos quedamos esta noche aquí a la orilla del río? 
              sugerí yo, con la ilusión de dormir en hamacas arrullados por 
              la corriente del río.

         -        Niños y niñas pueden quedarse aquí esta noche, respondió mi madre.

         -        ¡Esssoooo!  gritamos todos y aplaudimos; las niñas brincábamos y brincábamos.

Con besito en la mejilla despedimos a papá y mamá y a los tíos, que ya se preparaban para ir subiendo la loma de regreso a Las Palmas, acompañados por Julia. El sol se ocultaba detrás del cerro del Aquiminzaque.  El cielo se cubrió de arreboles. Las lomas del páramo se veían doradas. ¡Era el sol de los venados! 














             Una noche junto al río


         Colgamos las hamacas en los árboles y empezamos a mecernos… Cada uno en un chinchorro. La luna se filtraba por entre las ramas de los mangles, removidas por la brisa.
Escuchábamos los grillos y las ranas; era una deliciosa serenata nocturna. También nos llegaba el murmullo del río. Hacíamos comentarios en voz baja. Poco a poco fuimos quedándonos callados y quedándonos dormidos.

De pronto nos despertó el graznido peculiar de una lechuza: currucutuuuu. Quedamos en suspenso y en expectativa. Pasaron unos minutos y se volvió a oir el lamento: currucutuuuu. Nos sentamos en las hamacas a observar: no era una lechuza, eran seis lechuzas. Planeaban por encima de nosotros sin hacer el menor ruido, como si sus cuerpos fueran hechos de solo plumas.

-        Hagamos fuerza mental, dijo Nelson, para que las lechuzas aterricen.

-        Ja ja, nos reímos de la ocurrencia de Nelson.

-     Yo sí creo en la telequinesis, afirmé, y en la fuerza mental. 
    ¡Concentrémonos!

Entonces todos nos concentramos a pensar. Yo suplicaba en voz baja:

-        ¡Aterricen, por favor, lechucitas, aterricen!

¡Oh sorpresa! Los seis búhos se posaron en las cuerdas de nuestras hamacas y empezaron a deshilacharlas a pico y uñas. El perro les ladraba, pero le ordenamos silencio. No sabíamos qué hacer. Ninguno de nosotros  se atrevía a acercarles la mano a las lechuzas. Le teníamos miedo a ese pico ganchudo y a esas garras de ave de rapiña.

-        Yo sí me atrevo, afirmó resueltamente Mayra y le acercó el dedo al búho que se había posado en su chinchorro. El búho subió al dedo de la niña. Mayra lo besó en la cabecita.

Inmediatamente todas hicimos lo mismo, cada una alzó un búho, lo arrimó a la boca y lo besó. Entonces el perro, celoso porque no lo besaban a él, empezó a ladrar y espantó las aves.

-        ¡Ay lástima, lamentó Mayra, ya las habíamos domesticado!
-        ¿Qué comen los búhos?  preguntó Doris.
-        Los búhos comen grillos, respondió Carlos.
-        Pues busquemos grillos, propuso Nelson.
-        ¡De ninguna manera! protestó Mayrita, todo menos matar grillos.
-        Entonces ¿qué será lo que buscan estas aves?  preguntó Doris.
-        Buscan lanas y hebras, respondió Carlos, para construir sus nidos. Por eso querían deshilachar los chinchorros.

Regresaron los seis búhos y revoloteaban otra vez encima de nosotros. Aterrizó una lechuza en mi cabeza y me picoteaba los churcos; arrancó un mechón y salió volando. Lo mismo hicieron los demás búhos en las cabezas de las niñas. Cada búho trozó con el pico un crespo y se alejó volando.

-        ¡Búhos atrevidos, los increpó Mayra, ahora no los quiero!

-        Ahora yo los quiero más, repliqué yo. Si roban pelos, es señal de  que nos quieren. Así hacen los novios con sus chicas: les roban un trocito de cabello.

-        Ja ja, reaccionó Nelson. Entonces las peluqueras me quieren mucho a mí porque me cortan mechones de pelo. Ja ja.

Volvimos a acostarnos en las hamacas y nos volvimos a dormir. De pronto sentimos que se acercaban unos animales, pisaban la hojarasca del suelo. Eran unas cabras.

 -       Las cabras son herbívoras, dijo Carlos; no les tengan miedo.

Sin embargo las cabras se llevaron mis zapatos. Me levanté descalza y a la luz de la  luna las perseguí hasta que recuperé mis zapatos y mis medias. Me calcé y volví a mi hamaca y ¿quién estaba tendido en mi hamaca? Un cabro cachudo. Me dio miedo y llamé a mis hermanos. Inmediatamente Carlos y Nelson espantaron el cabro. Subí a mi chinchorro y me acosté con zapatos para que no me los volvieran a robar. Nos volvimos a dormir tranquilamente.

Nos despertaron los primeros trinos del amanecer. En el cielo lucían unos arreboles rosados muy lindos y alegres. La brisa matinal remecía las copas de los árboles, soplaba nuestra cabellera y nos refrescaba la frente,  ¡qué delicia!

Corrimos a la orilla del río y con gran ilusión levantamos los anzuelos que habíamos dejado sumergidos desde la víspera. ¡Oh grata sorpresa! en los anzuelos habían caído truchas y sardinas.  Ya teníamos con qué desayunarnos. Pero cuando quisimos prender candela para asarlos, no había fósforos, se los había llevado Julia.

-        Hay que  soplar el rescoldo, dijo Carlos.
-        ¿Qué es rescoldo?  preguntó Doris.
-        Vengan y verán, respondió Carlos.

Nos agachamos todas a observar de cerca las brasas que parecían apagadas. Carlos sopló duro sobre esas brasas y se alzó una nube de cisco que nos cubrió a todas. Fue para risas. Pero se reavivaron las brasas,  se alzó humo azul y en seguida brillaron unas llamas rojas y amarillas. Aplaudimos.

-        Eso es lo que se llama  “soplar el rescoldo”  explicó Carlos.       Las brasas parecían apagadas, pero estaban vivas.

Encima de esas brasas colocamos las sardinas y las truchas para asarlas. Olían delicioso. Hervimos también chocolate en una olleta y completamos el desayuno asando arepas de maíz con alma de  queso. Regresamos felices al hogar. 
     La dicha es fácil.



                  

                            Sembrando trigo al voleo


Tres yuntas de bueyes araban el barbecho. Nosotras caminábamos  delante de las yuntas llevando en el canto del delantal una buena porción de trigo. Sacábamos puñadas y las esparcíamos; es lo que se llama sembrar trigo al voleo. Los arados pasarían después  enterrando las semillas. Claro que muchos pájaros aprovechaban y se venían a picotear entre los surcos para comerse los granos.

A los seis meses el barbecho estaba convertido en un trigal dorado por el sol y remecido  por el viento. Entonces empuñamos las hoces recién afiladas y fuimos a mezclarnos con los segadores. Era una delicia ir abarcando espigas con la mano izquierda y segándolas con la derecha. Detrás de la cuadrilla de segadores  venían las espigadoras rebuscando y alzando  mieses caídas y dispersas  en la llanura del rastrojo.

De pronto las espigadoras empezaron a cantar el jubiloso himno de la siega. Una de las muchachas, la de voz más limpia y hermosa, entonó primero un estribillo, que todas repitieron. 
Luego la cantante solista iba alternando coplas campesinas:

Desde el otro lao del  río
me tiraron un limón;
las cáscara cayó al suelo
y el jugo en el corazón.

En la hacienda del Encanto
siembran trigo y nacen flores;
y por eso yo la llamo
la hacienda de mis amores.

Mi suegrita se murió,
Dios en su cielo la tenga;
y la tenga bien tenida
no vay se suelte y se venga.

Mi chatica es buena moza,
solo un defecto le hallé:
no tiene los ojos negros,
pero yo se los pondré.

Yo te vide persignar,
mis ojos fueron testigos.
¿Quién te pudiera besar
donde dijiste enemigos?

Terminada la siega, los hombres llevaron a la espalda  los bultos de espigas al sitio donde se trillarían, o sea a la era, para que el sol acabara de secar las mieses. Los segadores se retiraban ya, con las hoces al hombro, hacia sus casas del campo. Las espigadoras, con sus manojos de mieses en brazos, se encaminaban a sus veredas; nosotros a nuestra finca. Pasados unos días, cuando  soplara un buen viento de verano, comenzaría la faena de la trilla con caballos, trilla que sería otra fiesta campesina, tan alegre como la de la cosecha.




La trilla con caballos


Los hombres esparcieron las espigas de trigo por toda la era. Así se llamaba un gran patio circular de tierra apisonada, de unos 12  metros de diámetro. En el centro de la era se colocó uno de los campesinos empuñando las riendas o cabestros de los caballos;  seis  caballos, uno al lado del otro  (no uno detrás de otro).

-  ¡Arre! gritó el hombre, y los caballos arrancaron a trotar en círculo  pisoteando y desgranando las mieses con lo cascos

El caballo del borde exterior iba casi a la carrera, mientras que la bestia del centro iba girando en cámara lenta; por eso tal bestia solía ser un burro. El hombre no tenía más que volear el látigo por encima de los lomos, sin necesidad de pegarles a los caballos. Los mismos campesinos que habían segado el trigo, ahora se ocupaban en esparcir uniformemente las espigas por la era, para que todas fueran pisoteadas por los cascos.

-        ¡Yo quiero manejar los caballos!  grité entusiasmada, y pasé a remplazar al hombre que dirigía la recua. Mayrita aprovechó y se montó en el burro.  Ja ja. Los hombres se reían.

Pasó mi hermano Carlos a remplazarme, y nosotras las niñas nos montamos en las bestias, cada una en un potro. Fue para risas. Íbamos como en  carrusel, pero sobre caballos de verdad, de carne y hueso, peludos y calienticos.

La trilla duró desde la mañana hasta el medio día. Entonces retiraron los caballos y los soltaron al potrero. Ellos relinchaban felices y retozaban como diciéndose:      Misión cumplida. ¡Viva la libertad !

Ahora la faena consistía en retirar las pajas trilladas hasta que apareciera solo  el trigo regado en la era. Y así se hizo. Lo que siguió  fue obra del viento. Un hombre con una pala de madera aventaba paladas de trigo a una altura de unos 6 metros. El viento se llevaba las raspas cual polvillo de oro abrillantado por el sol…




     











      El día que elevamos la cometa


-        ¡Estamos en agosto!  dijo Doris.
-        ¡El mes de las cometas! añadí yo.
-        ¡Oigan qué ventarrón! exclamó Carlos.
-        ¡Pues manos a la obra! sentenció Nelson.

Inmediatamente decidimos fabricar una cometa. Mis hermanas y yo fuimos a esculcar en los baúles y sacamos pliegos de papel de seda rojos, amarillos , verdes y azules. Carlos y Nelson trajeron una cañabrava reseca, la rajaron con un cuchillo,  la convirtieron en varillas livianas y empezaron a armar el esqueleto de la cometa.

Sobre la mesa del comedor las niñas íbamos cortando con tijeras los triángulos de papel que pegaríamos sobre el varillaje. Mi madre cortaba flecos de papel de seda de colores para pegarlos por los bordes de la cometa;   los entorchaba en forma de cachumbos o tirabuzones. Mientras tanto Julia en la cocina preparaba el almidón o engrudo. Este era un pegante casero que se elaboraba hirviendo una mezcla de agua con harina de trigo. Julia nos trajo el almidón en un plato.  Y empezamos a pegar los triángulos de colores, y por último los flecos por los bordes, flecos que parecían una alegre y rizada cabellera.

Mi padre nos trajo un ovillo de pita (que también se llamaba piola). Y salimos felices al campo, toda la familia, acompañados por nuestros dos perros, dos gatos, dos armadillos, dos cabritos y seis paticos. Todos ellos iban jugueteando por el camino. 





Cuando llegamos al potrero descubrimos que ya en el cielo azul revoloteaban muchas cometas bailarinas, con graciosos cabeceos y meneando la cola de nudos y de trapos. Entonces caímos en la cuenta de que se nos había olvidado traer la cola de la cometa.  Fue para risas.

          -        Niña, le dijo Carlos a Julia,  vuélese y trae la cola de la cometa; 
                se quedó en una silla del comedor. Julia corrió para la casa.

Mientras tanto admirábamos el recreo de las cometas en el aire. Cometas de todos los tamaños, figuras y colores; no había dos cometas iguales. Por las cuerdas de las cometas se veían subir papelitos que ascendían girando; eran los telegramas.

Me llamó la atención una linda cometa que jugueteaba a poca altura encima de nosotros.  Reconocí al momento que esa era la cometa de mis amiguitos Leonel, Félix y Jairo. De pronto veo que de esa cometa se desprende un telegrama y se viene revoloteando como una mariposa y cae al potrero, cerca de nosotros. Corrí a levantarlo con gran curiosidad y con un presentimiento...


Alcé del pasto el telegrama; era una hoja de papel en forma de corazón; estaba escrita a lápiz rojo con letra de colegial y decía:  Beatriz  te queremos mucho. Y debajo las firmas:  Leonel, Félix y Jairo. Yo enrojecí, se me quemaban las mejillas. Por fortuna en ese momento regresó Julia trayendo la cola de la cometa, y todos se entretuvieron sujetando esa cola y nadie se dio cuenta de mi turbación. Le di un beso al papelito, lo doblé y lo escondí en una de mis medias (no tenía más dónde guardarlo).

Mi padre empuñó la piola de la cometa (estrella de cinco picos),  y esperó a que llegara un soplo de viento. Llegó el soplo y arrebató nuestra cometa, que se alejaba cabeceando y reclamando cuerda. El ovillo brincaba en el pasto desenvolviéndose. Nuestros dos gatos jugueteaban con el ovillo.

Mi padre le dejó el turno a Carlos para que maniobrara la cometa. Luego mamá, luego yo, Nelson, Doris. Todos pasamos, incluída  Mayra. Por último le tocó el turno a Julia. Pero la pobre estuvo de malas porque se acabó el ovillo de pita, la punta pasó por sus manos sin que ella se diera cuenta, y la cometa se escapó…Vimos cómo descendía… descendía… vino a caer al potrero vecino. 

Pero en ese potrero había ganado y temíamos que de pronto hubiera toros bravos. La solución fue el perro, nuestro perro cazador. Él pasó por debajo de los alambres de púas y corrió hacia la cometa. La agarró de la cola y la trajo de rastras; nosotros aplaudíamos y gritábamos. Le recibimos la cometa buena y sana, y acariciamos al perro con gratitud.  Como ya era hora de regresar a casa, devanamos la cuerda en un carrete.  La cola de la cometa se la envolvimos al perro alrededor del cuello, y  regresamos al hogar cantando:

Playa, brisa y mar,
es lo más bello de la tierra mía.
Tierra tropical,
con ambiente lleno de alegría.




El zorro que no era zorro


Una noche oímos alboroto en el gallinero; revolaban las gallinas, cantó el gallo, ladraron los perros.

         -        ¡El zorro!  gritó Carlos desde su cama, y se levantó.

Nos levantamos todos, descalzos y en piyama, y corrimos al corral de las gallinas, corral que era un cercado de cañabravas.  Se veía un boquete por donde había entrado un animal. A la luz de la luna distinguimos un bulto que se escondió entre un montón de paja. Pero no pudo ocultarse del todo, la cola  quedó afuera. Y no era una cola de zorro, que suele ser esponjada y sedosa. Esta cola era pelada, repugnante; mejor dicho un simple rabo. Nuestro perro agarró ese rabo y lo jaló... Salió en reversa un fara, que es un cuadrúpedo mamífero, comegallinas.  También se alimenta de  frutas, pero  su plato favorito son gallinas y pollos;  también come huevos.

           -        ¿Y ahora qué hacemos con este animal? preguntó Doris.
           -        Domesticarlo, respondió Nelson.

Carlos le quitó el collar al perro y se lo ajustó al fara.  Nelson trajo la correa correspondiente, y así el fara quedó prisionero,  a nuestra disposición. Yo le di al fara una guayaba; se la comió y se quedó esperando más guayaba. Mayra le tiró un mamoncillo; el fara lo agarró a dos manos como hacen las ardillas, le quitó la cáscara y empezó a chuparlo; en seguida escupió la pepa. Sonreímos.

De pronto descubrimos que el fara tenía una bolsa de piel que le cubría el estómago, y al borde de esa bolsa se asomaban dos cabecitas que parecían de ratón. Eran las crías del fara, que resultó ser una hembra. En esto las faras se parecen a las canguras, que son marsupiales. Los faritas bebés desde el balcón de su bolsa empezaron a chillar.

-        ¡Ay, esta fara es ventrílocua,  exclamó Doris, porque habla por el estómago! Sonreímos.

Llegó mi papá y preguntó cuál era el problema. Le dijimos que no sabíamos qué hacer con el fara.

-        Pues cocinarlo para el almuerzo, opinó mi padre. La carne de fara es deliciosa, es muy tierna, como carne de conejo.

-        ¡Ay no, por favor, suplicó Mayra; si lo matamos, entonces las crías del fara quedarán huérfanas!

-        Y si no lo matamos, replicó mi padre,  el fara seguirá robando gallinas. ¿Qué prefieren?

-        Preferimos reforzar la cerca del gallinero, propuso Carlos, para que no vuelva a entrar el zorro. Digo, el fara.

-        Buena solución, dijo papá;  que se alimente de frutas.

Nelson le quitó el collar al fara, y este se encaramó a un árbol de mango.

-       Mangos hay de sobra, confirmé yo. Que se contente con frutas y deje en paz a las gallinas.

Ya estaba amaneciendo. Fuimos a vestirnos y a desayunar. Luego Carlos y Nelson trajeron del monte unas cañabravas y empezaron a reforzar la cerca del gallinero entrelazando cañas y amarrándolas co
Bueno, y así terminó el problema del zorro. Digo, del fara. Digo, de la fara. Esta siguió viviendo en libertad, ramoneando en las copas de los árboles. Y las gallinas y el gallo y nosotros quedamos tranquilos. Y tuvimos una sorpresa inesperada, y fue que las gallinas esa noche, con el susto del fara, pusieron un huevo adicional. Je je. No hay mal que por bien no venga.

Los faritas crecieron y venían al patio a compartir juegos y alimentos  con nuestras mascotas: cabritos, armadillos, búhos, paticos, perros, gatos y lechuzas. Qué dicha que entre  todos estos animales hubo compatibilidad de caracteres.


     


                            
                                                                              
                       Camino del maizal


-        Les tengo una muy buena noticia, anunció mi padre.                                   
-        ¿Cuál será? preguntó mamá.
-        Pues que ya está a punto  la cosecha de mazorcas. Hoy es el día preciso para ir al maizal.

Inmediatamente las niñas nos levantamos a brincar y a gritar.  Toda la familia se preparó con sombreros y canastos. Y salimos acompañados por los dos perros y los dos gatos. Por dos armadillos, dos cabritos gemelos, dos faras y  seis paticos. Mariposas volanderas nos acompañaban revoloteando a nuestro alrededor. Se escuchaba  el canto de los pajaritos en los árboles.

Llegamos por fin al cercado de piedras que rodeaba el maizal. Abrimos la talanquera, que es una puerta rústica de palos corredizos, y entramos.  Julia se encargó de volver a cerrar la talanquera ajustando los palos, uno por uno. Los cabritos se entretenían mordisqueando el trébol, los gatos buscando nidos de pájar, los perros olfateaban el aire como si ventearan al zorro. Los armadillos escarbaban la tierra, hicieron una tronera y se enroscaron a dormir.

Empezamos a desgajar mazorcas tiernas y las íbamos echando a los canastos. Cuando recogimos las suficientes procedimos a juntar chamizos y leña para prender la fogata. Nos reunimos todos a la sombra de un samán y allí amontonamos la leña. Yo encendí un fósforo y se lo arrimé a las pajas; inmediatamente se alzó la llamarada y la humareda con olor a eucalipto.  Cuando se apaciguaron las llamas y se acabó el humo,  tendimos las mazorcas sobre las brasas. 

Las mazorcas se iban soasando por un lado... Nosotros las volteábamos. Hasta que se doraron. Por último, alzarlas del fogón, calientes y humeantes. Untarles mantequilla, rociarles sal, y…¡al molino de 32 piezas!  ¡Qué delicia! 















             Romeo y Julieta


El día menos pensado se presentó a caballo mi primo Fidel, de 17 años. Traía de cabestro una yegua ensillada. Se desmontó y nos fue saludando de beso y abrazo. Fidel  nos hizo la siguiente confidencia:

-        Vengo a pedir la mano de Julia.

Julia era nuestra niñera, lavadora y compañera, como ya dije. Huérfana de padres. Se había criado con nosotros. A Julia la queríamos como a una hermana.

-        Pero ¿a quién se la vas a pedir, le pregunté a Fidel, si Julia  no tiene mamá ni papá?

-        Pues a ella misma, ya que es independiente. Claro que por cortesía se la pido también a tus papás, que vienen a ser los padres adoptivos de Julia.

En ese momento se acercaron mis padres a saludar a nuestro primo. Una vez enterados de las pretensiones de Fidel, mamá exclamó:

-        ¡No lo puedo creer! si tú apenas tienes 17 años y Julia 16.
Y ella todavía no piensa en matrimonio.

-        ¿Y qué opinan tus padres? le preguntó papá.
-  Aquí traigo por escrito el visto-bueno de mis padres, respondió Fidel. También lo firmaron mis hermanas. Y sacando un pliego nos lo entregó.

Nosotras, curiosas, empezamos a leerlo, pasándolo de mano en mano. Efectivamente allí figuraban las firmas de los papás de Fidel, o sea Jorge y Camila. Y además los nombres de nuestras primas: Ángela, Carmen, Laura, Marcela y Rocío.      Nos miramos desconcertadas, quedamos sin palabra.

-        Antes del matrimonio, le advirtió mi madre a Fidel, se necesita hacer las diligencias en la parroquia; y  que el sacerdote conozca a la novia.

-        Eso es precisamente lo que no quiero, respondió Fidel. No quiero llevarle al cura mi novia porque es un cura pichón y qué tal que le caiga en  gracia la china y empiece a dudar de su vocación de sacerdote? Sonreímos.

-        Pues entonces preséntele su novia al señor obispo, añadió mi madre.

-        Peor, contestó Fidel, porque Julia es muy tímida y se le suben los colores a la cara; y cuando está encendida se ve más bonita. Y un obispo es un hombre de carne y hueso; también puede enamorarse.

-        Por lo pronto, recalcó mi padre, se necesita que 
      cumplas los 18.

-        Mañana los cumplo, contestó Fidel.

-     Bueno, dijo papá, ahora llamemos a Julia, a ver si acepta casarse con vos.

Corrimos al lavadero. Julia estaba enjuagando la ropa. Se secó las manos en el delantal. No sabía de qué se trataba, ni lo sospechaba. La trajimos a la fuerza, porque no quería venir sin antes saber para qué la llamaban. Una vez enfrentados los dos novios, y ambos ruborizados, se dieron la mano como amigos.

-        Ahora yo me la llevo, dijo Fidel.
        ¡No.... Noooo! gritamos.
-        ¡A Julita no se la llevan así no más! exclamó Doris y la agarró de un brazo.

Fidel alzó rápido a Julia,  la sentó en la yegua y con gran agilidad montó en su caballo y se alejó llevándose la yegua de cabestro. Pero por el camino Julia saltó a tierra y se nos vino. Aplaudíamos y gritábamos y corrimos a recibirla de beso y abrazo.

Fidel regresó trayendo de cabestro la yegua vacía. Detuvo el caballo delante  de nosotros y nos preguntó:

-        ¿Pero ustedes no han caído en la cuenta de qué día es hoy?

-        Hoy es 28 de diciembre, respondió mi madre.

-        ¡Inocentada!  gritamos todos, y soltamos la risa.

-        ¡Ahora le cobramos la chanza, le dije a Fidel. Usté se queda aquí prisionero hasta que cumpla los 18.

Las niñas lo obligamos a desmontarse del caballo, Carlos y Nelson se llevaron  las bestias y las encerraron en la pesebrera. Nosotras escondimos las monturas en el cuarto de san Alejo, bajo llave. ¿Y ahora qué?

-        Sometamos a Fidel, dijo Carlos, a un interrogatorio.

Mis padres se retiraron, atacados de la risa.  Nosotros sentamos a los contrayentes en unos banquillos y empezamos las acusaciones en contra de ese matrimonio. Empecé yo alegando:

-        En todo buen romance los novios se entrecruzan regalos. Pero Fidel nunca le ha traído regalos a Julia. 

Fidel se defendió diciendo:

-        Yo siempre le he traído duraznos.

-        ¿Con  pepas vas a comprar una novia? reviró Carlos.

-        No es a comprarla, protestó Fidel, es a conquistarla.

-        Pero Julia  nunca le ha correspondido, sentenció Nelson.
 Julia nunca le ha regalado nada a Fidel.

Julia se defendió diciendo:

-        Yo siempre le obsequio mangos maduros.

-        Los mangos también son pepas, y más grandes todavía, reafirmó Carlos.

-        Fidel nunca le ha escrito cartas a Julia, dijo Doris.

-        Cartas propiamente no, respondió Fidel, pero sí papelitos.

-       ¿Papelitos…?  preguntó Doris. ¿Y esos papelitos no estarán en el bolsillo del delantal? ¡Vamos a registrarle los bolsillos.

Al sentirse pillada, a la pobre Julia se le inundaron los ojos. A nosotras también. Nos levantamos y la abrazamos diciéndole:

-        Perdón, Julita, esto también era una inocentada. Vámonos, venga.

Nos levantamos y con vara y canasto fuimos a bajar mangos maduros. Trinaban las mirlas en los árboles, el viento agitaba los ramajes. Disfrutamos en la huerta la delicia de esas frutas, entre charlas, risas y comentarios jocosos.

Por último, mis hermanos fueron a ensillar  las bestias de Fiel y se las trajeron.  Fidel, después de abrazarnos y besarnos, besó  también a Julia, y ella le colgó al brazo un bolso  con mangos amarillos. Fidel montó a caballo y se alejó al galope. Vimos cómo lo cascos de las bestias levantaban polvareda…








Así molíamos cacao


Otra de las habilidades de Julia, además de lavar la ropa y la loza; además de asear la casa, regar el jardín,  arreglar los floreros y disponer la mesa del comedor, era el arte de confeccionar las pastillas de chocolate, porque en aquellos tiempos el cacao se preparaba en casa, y la faena era la siguiente:

En la huerta, debajo de los pomarrosos, había una especie de lavadero, o sea una gran laja de piedra inclinada, por debajo de la cual quedaba espacio suficiente para introducir leña y prender fuego.

Corrimos todos a traer los materiales. Mis hermanos Carlos y Nelson trajeron chamizos y leña seca. Mayra los fósforos. Doris dos panelas en hojas de plátano. Yo traje de la despensa una canastada de pepas de cacao tostadas. Mi madre traía en la mano unos trozos de canela.  Mi padre un lazo para hacernos columpios a las niñas. Eran otros tiempos, tiempos de vida al aire libre, acariciados por la brisa campestre, brisa cargada de perfumes y gorjeos. La dicha es fácil.

Carlos y Nelson introdujeron la leña y la paja debajo del "lavadero" (llamémoslo así). Doris prendió un fósforo y se lo arrimó a las pajas secas. Enseguida se alzó la llamarada.  Mi madre aventaba el fuego batiendo el abanico de palma (china). El humo nos hizo llorar, pero también reír.

Pues bien, Julia, ya lista en su "lavadero", los brazos remangados y con las manos puestas en el rodillo de piedra, empezó a triturar las pepas de cacao. Yo iba echando más puñadas de pepas. Doris  añadía trozos de panela. Julia seguía moliendo y mezclando con gran habilidad. Mi madre añadía cascaritas  de canela El producto era una masa melcochuda con olor a chocolate. Nosotros pasábamos saliva y pellizcábamos a hurtadillas la masa, por el gusto infantil de saborear esa delicia de caramelo elaborado en familia.

Mientras tanto mi hermana menor, Mayra, se mecía en el columpio que le había instalado  papá en la rama de un cerezo. No se sabía quién gozaba más, si la niña meciéndose o mi padre columpiándola. Si los pájaros cantándole,  o el viento despeinándola.

Acabada la molienda del cacao, Julia reunió toda la masa en un canasto y nos dirigimos al comedor, y allí empezamos a formar las pastillas. Todos amasábamos, todos íbamos colocando en bandejas los trozos de cacao. Y así terminó el amasijo y elaboración del chocolate.



¿Y ahora qué?




Estábamos todos en el antejardín al frente de la casa, conversando y bromeando.  De pronto vimos que por el camino de la aldea se acercaba al galope un caballo blanco.     Y no venía un solo jinete sino tres niños en pelo, o sea sin montura. Me dio un vuelco el corazón porque reconocí a mis tres  amiguitos: Leonel, Félix y Jairo.   (Los mismos tres niños que por medio de la cometa me habían mandado un telegrama diciéndome: Beatriz, te queremos mucho).  Presentí que me esperaba otra  gran sorpresa, me latía duro el corazón.

-       ¡Buenas noches!  saludaron los niños. Félix me entregó una carta.

---      Gracias, le dije recibiéndosela, pero desmóntense y entren a la casa, les rogué.

Los niños se despidieron agitando las manos muy sonrientes. Dieron la vuelta al potro y regresaron al pueblo al galope. (Yo, disimuladamente, les mandé un besito soplado).

Nosotras entramos con la carta, curiosas, y se la entregamos a mi madre. Todos sentados alrededor de la mesa.  Mi madre desplegó la hoja manuscrita  y se concentró en la lectura. Iba leyendo mentalmente y sonriendo.  Interrumpió la lectura y nos dijo:

    Esta carta la escribe el señor alcalde del pueblo. Dice que estos tres niños, Leonel, Félix y Jairo, se ganaron el concurso de cometas del domingo pasado, y que el premio es una reina.

Yo aplaudí con todas mi fuerzas (ya no me importaba sonrojarme).  Mis padres y mis hermanos también aplaudieron porque todos simpatizaban mucho con los  niños.

-        ¿Cómo así que el premio es una reina? interrumpió mi padre extrañado.

-        ¡Sigamos la lectura! suplicó Ángela.

Mamá continuó leyendo en voz alta:

-        El premio para estos tres niños consiste en que serán los edecanes de la Reina Infantil que salga elegida en el escrutinio del reinado.

Sentí un escalofrío, se me erizó la piel y me temblaban las manos de vergüenza, de miedo y de orgullo, porque presentí que la Reina de la Simpatía  iba a ser  yo, Beatriz.
-        La niña que salió elegida Reina Infantil, continuó mi madre, la niña que salió elegida Reina Infantil…

A mamá se le quebró la voz y se le inundaron los ojos, no pudo leer más; le entregó la carta a mi padre. Papá aclaró la voz y haciendo un gran esfuerzo leyó resueltamente:

-        La niña que salió elegida Reina Infantil… Papá tampoco pudo leer más y le pasó el papel a Carlos. Carlos me miró de reojo con picardía. Luego empezó a leer la carta len-ta-men-te:

-        La niña que salió elegida Reina Infantil…(pausa y suspenso).  La niña que salió elegida Reina Infantil…se llama… se llama… 
     BEATRIZ  LINARES.

¡Ruidoso aplauso y gritería!  Toda la familia me acometió a besos, abrazos, caricias y lágrimas. Yo no hacía más que llorar.









Hoy es la mañana bella de mi vida


Se llegó el domingo de la coronación de la Reina Infantil. En el centro del parque principal habían erigido un proscenio alfombrado, repleto de orquídeas. Mis tres pequeños edecanes, Leonel, Félix y Jairo, lucían como unos principitos: pantalón  de terciopelo azul, medias blancas, zapatos de charol con hebilla de plata. Mangas rematadas en encaje, pechera como  espuma, y en la cabeza un penacho de plumas de faisán.

Yo, Beatriz,  aparecí en el escenario con traje celeste, corona de oro con chispitas de esmeralda,  prendedor de madreperla en el pecho, anillo de rubí, aretes de turquesa, cetro de marfil, sandalias lilas con arabescos de encaje. Cabellera oscura ondulada y suelta sobre la espalda y los hombros.

Saludé  a la multitud agitando la mano y luciendo la mejor de mis sonrisas,  aunque  no pude contener las lágrimas. Tan pronto cesaron los aplausos y se hizo silencio, inicié mi discurso,  sin papeles, diciendo:

Amable público:

En primer lugar, muchas gracias por esta equivocada elección. (Risas).

En segundo lugar, les anuncio que rifaré todo mi ajuar de reina en beneficio de los pobres. Ruidoso aplauso y gritería.


Yo continué:


Mi traje celeste, a favor del Asilo de Ancianos.

Mi corona de oro, a favor del Hogar de Niñas Huérfanas.

Mi cetro de marfil para el Hospital.

Mis aretes de turquesa para la Guardería infantil. 

Mi anillo de rubí para el Manicomio.

Mi prendedor de conchanácar para la escuela de niñas.

Mi cinturón de tisú para la escuela de varones.

Mis sandalias de princesa, para iniciar una Academia de Danzas. 

 Y rematé mi discurso con estas palabras:

Amable público:

Lo que me queda no lo puedo rifar  porque son regalos de Dios.
No puedo rifar  mis ojos negros ni mi cabellera ondulada.
Tampoco  puedo rifar el rubor de mis manzanas ni mi sonrisa de hoyuelos.

 Muchas gracias. He dicho.

Gritería y aplausos de la multitud.  La orquesta inició con música movida, y espontáneamente se improvisó el baile popular. Nadie quedó inmóvil. Se arremolinaban las parejas bailando y cantando en el parque y en las calles. ¡Qué locura!

Las chiquillas de la población se enamoraron de los tres edecanes de la reina y se peleaban por bailar con esos principitos revestidos de terciopelo azul con botones dorados y luciendo hebillas de plata en los zapatos de charol. Bailar con la reina en el escenario costaba un dineral. Besarla, un potosí. Y todo a beneficio de los pobres.





E p í l o g o


Pasados tres meses, se había reconstruído el Ancianato, se reformaron y equiparon  las escuelas de varones y de niñas. Se modernizó el hospital. No hizo falta el manicomio, pues se acabaron las locas. En su lugar se construyó la Academia de Danzas. Todos en el pueblo aprendieron a cantar y bailar y tocar algún instrumento músico. Desaparecieron los pobres que pedían limosna. Desaparecieron los ladrones. No hicieron falta policías ni cárceles. Los portones de las casas permanecían de par en par abiertos. Nos visitábamos mutuamente como si todos fuéramos de la familia. Reinaron en el pueblo la unión, el amor y la alegría.   La dicha es fácil.


F  I  N




V o c a b u l a r i o


Alfalfa                 cierto pasto de corte para  caballos.
anca                    cadera de las bestias
arabesco             adornos árabes artísticos
avidez                  ambición
azuzar                 incitar, estimular
balar                   dar balidos
balido                  voz de ovejas y cabras
barbecho            tierra labrantía en descanso
barboquejo         cinta con que se sujeta el sombrero
bioquímica          química de los seres vivos
bordón                bastón para paseos
borrasca             creciente de un río
buganvil             flor llamada también veranera
cabestrear           conducir una bestia por medio del cabestro
cabestro              cuerda o soga  para conducir bestias
cabuya                fibras del fique o maguey
cachumbo           rizo largo del pelo en forma de tirabuzón
cañabrava          cierta caña dura compuesta de canutos
cazuela                vasija de barro cocido
chigüiro              cerdito silvestre
chinchorro          hamaca de fique o cabuya
churco                 crespo, bucle
clandestino          oculto, secreto
clueca                  gallina en trance de incubación y cría
coquetear            tratar de agradar a alguien con ciertos modales
corrosca              sombrero alón, de palma, para veraneo
cuarzo                 cierto mineral cristalino y duro
cubeta                 recipiente rectangular, de cerámica o de vidrio
devanar              envolver cuerda en un carrete
empollar             calentar el ave los huevos para que se formen los pollos
enseres                utensilios, muebles, etc.
epílogo                parte final de una obra literaria
escrutinio            recuento de los votos de una elección
esparto                fibra de cierta planta
estera                   alfombra rústica de fique o de palma
estribo                 pieza para el pie de los jinetes
fermentar           descomponerse, agriarse una sustancia
fique                   fibras de las pencas del maguey
fosforescencia     cierta clase de luminiscencia
fósil                     planta o animal petrificado
fruición               gozo, placer, complacencia
galope                 la marcha más rápida del caballo
garbo                  gracia, donaire, brío
gorjeo                  trino, canto del pájaro
guabina              baile parecido al bambuco
guarapo              aguamiel fermentada
harapos              andrajos, ropa vieja
horqueta             bifurcación de una rama
hoz                      herramienta en forma de medialuna para segar
huraño                que rehúye el trato social
incubadora         aparato en que se empollan los huevos
laja                      piedra lisa y plana
lampo                  brillo instantáneo
látigo                    fuete, correa o rejo para castigar
marfil                  materia dura de los colmillos del elefante
marsupial           mamífero hembra con bolsa abdominal
melcocha             miel de panela, concentrada y correosa
mellicera             oveja o cabra que siempre da gemelos
mellizos               gemelos, nacidos de un mismo parto
merengue            dulce a base de clara de huevo y azúcar
merodear            andar buscando algo
mirla                   sinsonte, pajarito de melodioso canto
mohán                 hombre  cavernícola, melenudo, inexistente
oruga                   gusano
percance             contratiempo, accidente, desgracia
plomada             peso para que se hunda el  anzuelo
ponche                huevo batido, con ron y azúcar
ponchera            vasija en que se prepara el ponche
potosí                  riqueza extraordinaria
prólogo               introducción a una obra literaria
proscenio            escenario para presentaciones artísticas
pudoroso            recatado
ramonear            comer las ramas de los árboles
raspa                   pajilla y polvo resultante de la trilla
rastrojo               terreno después de la siega
recua                   conjunto de bestias
rejo                     soga retorcida, de cuero crudo
rescoldo              brasas cubiertas de ceniza
retozar                jugar dando saltos
revirar                responder pronta y vivamente
romance              noviazgo
soasar                  asar a medias
talanquera          portón rústico de palos corredizos
tarabita               cable rudimentario sobre un río, para trasporte
telequinesis         facultad de mover objetos con la mente
tiesto                   barro cocido, cerámica
tisú                      tela entretejida con hebras de oro y plata
totuma                vasija semiesférica, hecha con la fruta del totumo
ubres                   senos y pezones del animal hembra
ventear                olfatear; correr fuerte brisa
veranera             buganvil
yunta                   pareja de bueyes uncidos para el arado
zigzag                  línea quebrada en ángulos



C o n t e n i d o

Así soy yo                                                           
Lavar y cantar                         
Alfalfa                                   
En la finca de mis primas      
Las buenastardes                  
La cueva del mohán               
Hoy es mañana                      
Camino abajo                        
Sorpresas nocturnas              
Nuevo amanecer                    
El regreso                              
Éxito de la incubadora          
Helados de curuba                          
Las melcochas                       
Sardinas y truchas                          
Una noche junto al río           
Sembrando trigo al voleo      
La trilla con caballos             
El día que elevamos la cometa        
El zorro que no era zorro               
Camino del maizal                          
Romeo y Julieta                     
Así molíamos cacao              
¿Y ahora qué?                       
Ya llegó la fecha dulce y bendecida 
Epílogo                                  
Vocabulario                                    


Antonio Silva Mojica fue  un misionero jesuita colombiano.
Sus novelas y sus poesías le granjearon
entusiasta aprobación de parte de la juventud y la niñez.
El Poeta de las Niñas  lo llamaban sus lectoras.





C o n t r a p o r t a d a

Una familia campesina de principios del siglo 20
vivió feliz en un paraje de Colombia.
      
Sin luz eléctrica ni radio ni televisión;
sin nevera ni teléfono ni celular.

Sin computadores ni electrodomésticos;
sin automóvil y sin carretera.

Pero en el hogar siempre reinaron 
la unión, el amor y la alegría.


    La dicha es fácil.

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