Novela juvenil, ecológica y romántica
Sin escenas de violencia ni de sexo
Antonio
Silva Mojica
Íbamos
descalzos al amanecer por la pradera salpicando el rocío; mi hermana Iris y yo,
Milton. Delante de nosotros, en la
yerba, las gotitas de rocío iluminadas por el sol brillaban con guiños
de irisados colores: guiños rojos que se
tornaban verdes, luego amarillos, azules, anaranjados, violetas... los siete
colores del arco iris. ¡Íbamos pisando
pedrerías!
El viento
alegraba los ramajes y alborotaba los cabellos rubios y ensortijados de la
niña. Con la brisa llegó volando una bella mariposa monarca. Revoloteaba encima
de nosotros y al fin se posó en la orquídea que adornaba los bucles dorados de
mi hermana. La niña se quedó quieta, extasiada, con una risita de hoyuelos.
Enseguida
llegó también un precioso pajarito de copete rojo y pecho amarillo; era un
insectívoro que venía persiguiendo a la inocente mariposa.
El pajarito revoloteaba encima de nosotros y al fin se posó
atrevidamente en un hombro de mi hermana.
Yo, que gozaba
cuidando periquitos australianos y les conversaba como si fueran personas,
le advertí inmediatamente al pajarito:
- Belleza, prohibido comer mariposas monarca. ¡Vete a perseguir avispas! Y lo espanté. Salió volando.
A los pocos minutos regresó con una avispa en el pico, se la comió y se puso cantar, y nosotros a escuchar.
- Belleza, prohibido comer mariposas monarca. ¡Vete a perseguir avispas! Y lo espanté. Salió volando.
A los pocos minutos regresó con una avispa en el pico, se la comió y se puso cantar, y nosotros a escuchar.
Cuando terminó
la canción le pregunté:
- Mi amor ¿qué nos quisiste decir con ese trino? En respuesta el pajarito entonó otra canción, terminada la cual salió volando y ya no volvió más. Iris y yo quedamos pensativos.
- Mi amor ¿qué nos quisiste decir con ese trino? En respuesta el pajarito entonó otra canción, terminada la cual salió volando y ya no volvió más. Iris y yo quedamos pensativos.
- ¿Qué nos querría decir con esos cantos?
le pregunté a mi hermana.
- Solamente lo sabremos en el Cielo, respondió la niña.
Huyó también
la mariposa y se alejó revoloteando por encima de las flores. Nosotros
continuamos nuestro paseo matutino al través de
la hermosa pradera florecida.
Tomados de la mano y haciendo caballitos,
arribamos a una quebrada cristalina, espumante y bulliciosa; se trasparentaban las piedrecitas pulidas de
diversos colores.
Fuimos
entrando descalzos en el agua fría que nos daba primero a los
tobillos... luego a la rodilla... A medida que avanzábamos la niña con
ambas manos se iba levantando la falda celeste y al fin la soltó y dejó que se mojara. Nos
bañamos vestidos con inmensa alegría.
En la cabecera
del pozo lucía una cascada como una cortina de vidrio transparente, y por
detrás de ella quedaba espacio para caminar.
- Juguemos al escondite, me
propuso Iris. Yo acepté con una venia.
Se adelantó
ella, salió a la orilla de la quebradas, y antes de esconderse quiso mirarme al través de la
cortina de cristal. Se transparentaba el rostro alegre de la niña: sonrisa de
hoyuelos, ojos turquesa, pelo rubio
ensortijado y en los crespos una
orquídea. Carialegre y menándose al
ritmo de su dicha me cantó
Soy hermana de la espuma, de las
garzas,
de las rosas y del sol.
Y por eso tengo el alma como el alma primorosa
del cristal, del cristal.
Y por eso tengo el alma como el alma primorosa
del cristal, del cristal.
Y corrió a
esconderse. Yo salí del pozo y empecé a buscarla. Cuando me vi
solo sentí miedo, sentí una repentina angustia, un presentimiento de
que algo
extraño iba a suceder. La grité nerviosamente: ¡Iris!
- ¡Iris!
respondió un eco profundo,
encajonado. Me latía con fuerza el corazón.
Caminando por
entre las rocas descubrí la entrada de una cueva escondida entre malezas. Fui entrando a esa
gruta con precaución y miedo, estaba oscura. Poco a poco fui distinguiendo dónde me
encontraba: en una amplia caverna que se ramificaba en muchas galerías. Volví a
gritarla: ¡Iris!
Y ya no me
respondió un solo eco sino múltiples ecos escalonados: ¡Iris…Iris… Iris… Ecos cada vez
más débiles como si vinieran desde diversas lejanías.
De pronto
empezaron a salir murciélagos, nubarrones de murciélagos en confusa chillería… Yo manoteaba para
defenderme. Cuando acabaron de salir los murciélagos empezaron a salir lechuzas
en silencio, planeando con gran elegancia y sin hacer el menor ruido, como si
estuvieran hechas de solo plumas. Me tranquilicé mirando esa belleza de aves tan divinas.
Una plateada
lechuza, la más linda de todas, al salir a contraluz se encandiló, desaceleró
su vuelo y se posó en mi hombro. Yo, que en mi casa tenía por mascota un
hermoso búho llamado Zoroastro, no sentí el menor miedo sino más bien
satisfacción y confianza. Le ofrecí a la lechuza mi dedo índice como lo
hacía con mi precioso búho, y el ave subió a mi dedo. Cuando tuve la lechuza frente a mí le pregunté:
- Belleza, dime dónde se escondió mi hermana
Iris.
La lechuza
abrió más esos ojazos redondos y se quedó mirándome sin parpadear. Sentí un
escalofrío al notar que los ojos de la lechuza eran los mismos ojos de mi
hermana, de color aguamarina. Tuve la convicción de que mi hermana se había
convertido en esta hermosa lechuza plateada. Sentí que se me erizaba el pelo. ¿Para qué buscar ya a mi hermana si la tenía en mi mano convertida en
lechuza?
Sin embargo
esto pudiera ser una absurda sugestión mía. Me propuse registrar a fondo la caverna; no podía regresar a casa sin mi hermana. Me arriesgué a
penetrar hasta el último rincón y volví a gritarla: ¡Iris!
- ¡Iris!
respondió la lechuza en
mi mano.
- ¡Las
lechuzas no hablan, qué miedo! Sacudí la mano instintivamente y
la lechuza huyó.
Presa del
terror salí corriendo hasta las afueras de la caverna, llegué al pozo donde nos
habíamos bañado alegremente; lo crucé a
nado. Salí del agua y antes de marcharme dirigí una última mirada a la cortina
de agua trasparente y grité: ¡Iris!
¡Oh bella
sorpresa! Detrás de la cascada lucía otra vez el rostro alegre de mi niña:
sonrisa de hoyuelos, ojos garzos, cabello rubio ensortijado. Brinqué de alegría. Iris saltó al pozo y se vino nadando. Le ayudé a salir de la quebrada. En
la orilla nos abrazamos y besamos apretadamente, y ambos con
agüita en los ojos.
- ¡Perdóname que te asusté! me dijo arrepentida. No fue
la lechuza la que te respondió, sino yo misma, escondida en un rincón de la
caverna.
- ¿Por qué tardabas tanto en salir y en contestarme? le pregunté.
- Porque las lechuzas revoloteaban a mi
alrededor como si se hubieran enamorado de mí, querían comerme a picos. Y sonreía.
Mirando yo la
cabeza de la niña noté que entre los bucles dorados se veían platear dispersas plumas de lechuza. Me encantó el contraste de oro y plata y sonreí, pero disimulé mi sorpresa; mejor era que después ella misma se mirara en el
espejo.
Cuando
regresábamos al hogar Iris me confió que por haber convivido durante media hora
con las lechuzas le habían comunicado la sabiduría de los búhos, y que tenía
poder sobre los animales. Yo respeté la confesión de la
niña y empecé a sospechar que mi hermanita era especial, quizás tenía facultades síquicas fuera de lo común.
A casa
llegamos preciso cuando empezaba la fiesta de familia. ¿Qué fiesta? Papá y mamá
estaban celebrando sus Bodas de Plata
Matrimoniales. Bodas de Plata quiere decir 25 años de amor y comprensión,
de alegrías y tristezas, de risas y de lágrimas. Mis padres se llamaban Germán
y Magdalena.
Resonaba
música bailable y se oían charlas y risas.
Habían venido nuestras 6 primas carialegres, cantantes, bailarinas y
bonitas. Y nuestros 4 primos también
cantantes y fiesteros. Llegaron además tíos y tías, abuelitos y abuelitas. La
casa lucía muy bella, engalanada con globos y festones que se mecían
alegremente con la brisa.
En la mitad del
patio, sobre una mesa con mantel de encaje, el ponqué de 5 pisos. Mamá vestida
de novia pero sin velo ni larga cola ni azahares. Ramo de flores en la mano. El
novio, mi papá, disfrazado de astronauta, o sea con escafandra, porque había
dicho por broma que su viaje de luna de
miel sería rumbo al planeta Marte con
todos nosotros. Él era humorista.
Nosotros los
hijos, ilusionados y felices porque en Marte no habría colegios
ni clases; ni nos mandarían a
lavar platos ni a brillar pisos. Allá la diversión sería patinar en el hielo de
los polos marcianos aprovechando la energía eólica, o sea la fuerza del viento. Un tío nuestro, sacerdote,
les hizo repetir a papá y a mamá la fórmula del matrimonio:
Prometo serte fiel en la alegría
y en el dolor,
en la salud y en la enfermedad,
en la pobreza y la prosperidad.
Para amarte y respetarte
todos los días de mi vida.
Amén.
- ¡Amén!
gritamos todos y soplamos
burbujas de jabón tornasoladas, que revoloteaban entremezclándose con los asistentes.
El problema se
presentó cuando los novios, o sea papá y mamá, se fueron a dar el beso nupcial,
pues a papá se le trabó el casco de astronauta, no se lo podía zafar, y mi
madre tuvo que besarlo por encima del acrílico trasparente de la máscara. Fue
para risas. Por fin pudo zafarse el casco, y se volvieron a besar en vivo y en directo.
Aplausos y gritería.
A continuación,
partir el ponqué y distribuirlo. Cada uno con su tajada y su champaña. Brindis
a cargo del curita. Chocar las copas de cristal. Mientras tanto, música de
fondo.
Una vez terminado
el brindis, la champaña y el ponqué, las niñas recogieron platos, copas, tenedores y
servilletas y los llevaron a la cocina. Los hombres retiramos la mesa, quedó la
pista despejada. Y empezó el baile infantil, juvenil y abuelil. Entremezcladas las 3 generaciones, que ocupaban todo el
patio y los corredores, ¡qué locura!
Todos disfrazados, inclusive los adultos. Mi hermana Iris luciendo sus rizos de oro entremezclados con plumas de lechuza plateadas. Todos la miraban y se reían.
- ¿Dónde te arreglaron tan lindo ese peinado? le
preguntaban las niñas.
- En mi salón de belleza, contestaba Iris. Mi salón se llama
“La caverna del embrujo”. Algún día las llevaré.
“La caverna del embrujo”. Algún día las llevaré.
El baile
terminó al amanecer. Cuando los invitados se
disponían a despedirse, mi madre
tomó la palabra y dijo:
- Amable concurrencia, cumplo con el encargo de
trasmitirles una alegre invitación y es esta: nuestra hija Iris tiene el gusto de convidar a todo el
público juvenil e infantil a explorar la Caverna del embrujo. Pueden
salir ahora mismo, así disfrazados como están.
Aplausos y
gritería. Las niñas brincaban y brincaban.
Mi hermana
Iris sugirió que a la caverna entráramos descalzos para hacer contacto directo con
el suelo y así poder captar la energía positiva de la tierra. Dejamos zapatos y
medias en un rincón y salimos descalzos a la calle. Íbamos trotando pero en
silencio para no interrumpir el sueño de los habitantes, serían las 5 de la
mañana. Una vez en las afueras de la población, recorrimos en pocos minutos la
pradera florecida y llegamos pronto a la quebrada.
- ¡Baño
obligatorio! Anunció
Iris, pero nadie se desviste.
Saltamos al
pozo, lo atravesamos a nado y fuimos a escondernos detrás de la cascada
cristalina. Estábamos fascinados
palpando con las manos esa cortina trasparente, cuando de pronto escuchamos
aullidos de lobos, aullidos que salían de la caverna.
- ¡Síganme
sin miedo! convidó Iris, y se adelantó a penetrar por
entre las rocas, resuelta a desafiar toda clase de peligros. Luego añadió:
- Todos tenemos que entrar aullando como lobos
para ahuyentar a las fieras.
Entramos
aullando: ¡uuuuuuu! Cada uno de nosotros, ahuecando las
manos delante de la boca, formaba una especie de megáfono. Nuestros aullidos
resonaban en la caverna como en una concha acústica y se amplificaban de un
modo impresionante. Nos asustábamos con nuestros propios aullidos. Éramos 18 lobos aulladores.
Empezaron a
salir otra vez murciélagos, nubarrones de murciélagos en odiosa chillería. Manoteábamos
para que los bichos no fueran a aterrizar en las cabezas. Cuando acabaron de
salir los murciélagos empezaron a salir lechuzas en completo silencio. Luego
libélulas como avioncitos de cristal. Después golondrinas, que piaban en
confusa gritería. Y al fin quedó todo en silencio. Pensábamos que ya no
saldrían más volátiles, pero faltaba la especie más temible: las abejas
africanas.
- No les tengan miedo, dije yo, Milton, las
abejas salen a buscar flores.
Y así fue, el enjambre salió zumbando pero no picó a ninguno.
- ¡Ahora
listos! advirtió
Iris. Llegó el momento más traumatizante.
Listos porque ahora van a salir los reptiles venenosos. Por favor, niñas, no
vayan a hacer aspavientos, dominen los nervios. Quédense quietas como estatuas. Si alguna se mueve, no
respondo. Suspenso…
De pronto
escuchamos castañuelas de ofidios y vemos que del fondo de la caverna viene
reptando por el suelo una oleada de serpientes trazando eses y ochos, sacando lenguas
bífidas y agitando cascabeles. Quedamos fríos de terror y se nos erizó el pelo.
Las serpientes rozaban nuestros pies descalzos con sus cuerpos lisos y húmedos. Las
niñas gritaban agudamente, histéricas, y no podían tener quietos los pies, con
lo cual las serpientes se les enroscaban en las piernas. Varias
niñas se mojaron del susto.
Por fin acabó
de pasar la oleada de culebras y quedó todo en silencio. Respiramos tranquilos,
pero nuestro cabello se había blanqueado por la descarga de adrenalina.
- Y por último, anunció Iris, ahora empieza la “Fiesta de la Luz”.
Entonces
invadieron el recinto millares de candelillas o luciérnagas como un recreo de
chispas en la oscuridad. Revoloteaban por los techos, las paredes, los rincones.
Luminiscencias fosforescentes como luces de Bengala. Desapareció la oscuridad,
se convirtió en amanecer. Lucieron en la
techumbre las estalactitas y en el suelo las estalagmitas. Era un mágico
laberinto de columnas de alabastro.
- ¡Todos
a bailar! ordenó Iris.
Inmediatamente
nos cuadramos por parejas de primos y de primas. Brincábamos y bailábamos al ritmo de nuestra improvisada
alegría.
- ¡Falta
la orquesta! gritó Myriam.
- Ya viene la orquesta, anunció Iris.
Miles
de chicharas ocultas en las grietas empezaron a cantar con gritería
ensordecedora, amplificada por la concha acústica de la caverna. La estridencia
subía de volumen en crescendo, se nos reventaban los tímpanos.
Salimos en desbandada con los dedos en los oídos y solamente los destapamos
cuando estuvimos fuera de la caverna, debajo de la cascada.
- ¡Vienen
los tábanos! gritó Iris. (Tábanos son unas super-avispas de
picadura mortal).
Saltamos al pozo y nos hundimos. Mientras tanto los
tábanos pasaban y pasaban zumbando por
encima de la quebrada. Dos minutos pasando tábanos, y dos minutos nosotros aguantando sin
respirar debajo del agua.
- ¡Salgan, salgan, ya pasó el peligro! exclamó
Iris palmoteando para que a través del agua cristalina distinguiéramos la
señal.
Sacamos la
cabeza del agua y respiramos a pleno pulmón. Salimos luego a la orilla de la
quebrada; chorreaban agua nuestros disfraces.
- ¡Falta
Edwin! gritaron a coro Maryluz y Marysol, mellizas.
¡Pánico
inmediato! Todos buscábamos a Edwin entre los matorrales y detrás de las rocas
y detrás de la cascada. Edwin, de 10 años, hermano mío, era el pequeño novio de
las gemelas Maryluz y Marysol, de 11 años, primas nuestras. Por eso ellas
cayeron en la cuenta de que no aparecía su
niño preferido.
- ¡Mírenlo
en la moya! gritó alguno.
Moya llamábamos la parte más honda del pozo. Y
en efecto, en esa moya reposaba el cuerpo de Edwin, mimetizado con las arenas
del fondo.
Las dos novias
se lanzaron al agua de cabeza. Como en el agua los cuerpos pesan menos,
fácilmente alzaron el cadáver del niño y lo sacaron a la playa, donde lo
tendieron bocarriba. La cara del niño, amoratada; los ojos cerrados, la boca
entreabierta. Al niño no se le percibía pulso ni respiración.
- ¡Nosotras
dos le hacemos la respiración! reclamaron las mellizas, pero no se atrevieron a decir "boca a boca" porque les daba pena. Los demás del
grupo, en círculo alrededor, observábamos la aplicación de los primeros
auxilios.
Las dos niñas
se arrodillaron a lado y lado de Edwin. Cada una quería ser la primera en
aplicar la boca sobre los labios del niño. Pero ¿qué sucedió? Que al agacharse
ambas al mismo tiempo, se dieron un tope las dos
cabezas en el aire, con lo cual se despertó el chico asustado y se agarró de
las trenzas de las niñas. Estallamos en risas y en aplausos.
- ¡Resucitó, resucitó! gritábamos emocionados.
- ¡Resucitó, resucitó! gritábamos emocionados.
Las dos novias, sonrojadas del gusto y la sorpresa, le ayudaron al niño a levantarse del suelo y se lo comieron a picos. Nosotras aplaudíamos.
Cuando
regresábamos por la llanura se desgajó una granizada blanquísima. Nos llovían granos de hielo, granos que alzábamos
con delicia y los llevábamos a la boca, por el gusto infantil de saborear unos
cristales que se convertían en agua helada. A los pocos minutos la pradera blanqueaba
como un glaciar. Pero así como empezó de improviso, también escampó
de improviso. Iris ordenó:
- Todas tenemos que llegar a casa luciendo un
collar de perlas. No digo más, inventen.
Las niñas
recogían granizos, juntaban grano con grano presionándolos, y los granizos se
soldaban entre sí con su mismo hielo, formando sartas. Y cada chica se rodeaba
el cuello con un collar de perlas blanquísimas y frigidísimas. Los hombres
también nos divertíamos soldando granizos y poniéndonos collares de hielo.
- ¿No les da vergüenza ponerse adornos de mujer? nos reprochó Yesid, de 16 años, primo nuestro
y novio de Laritza, mi hermana quinceañera.
- ¿Cómo vos no te avergonzás, le reviró Laritza. No te avergonzás de usar aretes, pirsin, moño y tatuaje de muchacha?
Yesid se
coloreó y no pudo contestar. Y empezó él también a ensartar granizos. Yesid terminó un
lindo collar de perlas y con él rodeó el cuello de su dama. Entonces fue
Laritza la que se ruborizó. Las niñas le cantaron:
Collar de perlas finas quiero
ser
para estar entre tus sueños.
Quiero ser tu mero mero dueño
pa tener derecho a tus derechos.
A continuación Fránklin,
situándose delante de la pareja de novios y remedando a un sacerdote, proclamó en
tono solemne:
- Yo
los declaro marido y mujer, pueden besarse.
Yesid y
Laritza se besaron. Aplaudimos y reímos. Solo faltó una cámara.
Reanudamos la
marcha y nos dirigimos al pueblo. Pero mientras caminábamos nos sucedió algo
inesperado y tragicómico, y fue lo siguiente. Que como el frío había descendido
por debajo del cero de congelación, nuestros disfraces húmedos se congelaron, se entiesaron, quedaron tan frágiles y quebradizos como si fueran de vidrio. Al
caminar iban resquebrajándose y cayéndose a pedazos. Entonces aceleramos la
marcha y entramos al pueblo. Las calles, blancas de granizo. La gente se
asomaba a los balcones y se reía de nuestro apuro.
Mis hermanas y
mis primas, que habían venido al paseo con faldilla blanca de balé, parecían
pirinolas de porcelana. Y esas faldillas cristalizadas iban resquebrajándose y
cayéndose como si fueran de hojaldre. Las chicas corrieron a esconderse,
atacadas de vergüenza, de nervios y de risas.
Al domingo
siguiente mi hermana Iris entró en estado de
trance. Trance es cuando una persona
se concentra y se pone en comunicación con los espíritus. Iris madrugó en
faldita blanca de seda, caminó hasta la mitad del patio y allí se detuvo. Juntó
las manos para orar, cerró los ojos, inclinó la cabeza y se concentró en
adoración.
Mi hermana
menor Ibet, de 5 años, se sorprendió al ver a Iris inmóvil como una imagen y
corrió a decírselo a mi madre:
- Mamá, llegó la Virgen de Fátima, ahí está
parada en la mitad del patio.
- ¿Cómo está vestida esa Virgen de Fátima? le preguntó mi madre.
- De minifalda.
- Entonces no es la Virgen.
- Asómate y verás.
Cuando mi
madre se asomó al patio, Iris no pisaba el suelo, estaba en levitación a medio metro de altura. Levitación es cuando una persona se
eleva del suelo, de tanto pensar o meditar. Esto les sucede solo a los santos y
a las santas.
Salieron al patio
mis hermanas Laritza, Ibet y Zusy. Salieron mis hermanos Edwin, Héctor y
Álvaro. Se asomó también mi padre Germán. Todos en silencio observábamos el
fenómeno. Nuestros dos perros dálmatas
le ladraban a Iris, la desconocieron.
De pronto se
oyó en la calle un bullicio de risas y de charlas. Era la pandilla de mis primas las locatas, que acababan de llegar sin
previo aviso. Entraron en desorden al patio y preguntaron en coro:
- ¿Para qué nos llamaron?
- Nadie las ha llamado, les aseguró mi madre.
- Yo las llamé, dijo Iris descendiendo de su altura y pisando
nuevamente el suelo. Yo las llamé por
telepatía. (Iris era una niña especial, clarividente).
- Hoy vamos a ir otra vez a la caverna, invitó Iris.
- ¡No
más cavernas! sentenció
mi madre. ¿Para que vuelvan con el pelo blanco
y con plumas de lechuza en la cabeza?¿Y para que destrocen los
disfraces que estaban estrenando? ¡Juicio, por Dios! Pónganse a estudiar.
- Mamá, le contestó Laritza,
precisamente a la caverna vamos a
estudiar. A estudiar geología, arqueología y mineralogía.
- Y majadería,
terció mi padre; nos
reímos.
- Bueno, dijo Iris, les
hago una propuesta: que papá y mamá nos acompañen a la caverna.
- No quiero canas antes de tiempo, respondió mi madre. Bueno, si ustedes me garantizan que no se me blanqueará el cabello, podríamos
aventurarnos.
- Mija, le dijo mi padre a mamá, ya que pronto nos iremos para el Planeta Marte, ensayemos esta última
experiencia con terrícolas.
- Con cavernícolas, corrigió Elvia, una de las primas.
- ¡Fila
india! mandó Iris, por
orden de estatura.
Nos organizamos
de menor a mayor. Éramos 18 excursionistas: 10 por parte de mis primas y 8 por
parte de nosotros. Nos daba pena salir a la calle con el pelo blanco (se nos
había encanecido con el susto de las serpientes en la cueva). Pero como en el
pueblo ya era común ver niñas y niños disfrazados y pintados, pensarán que nos
teñimos el cabello, punto.
- ¡De
frente, ordenó Iris, con
compás, mar! Salimos a la calle marchando.
- Se salió el manicomio, cuchicheó una señora en su balcón.
Papá y mamá
nos seguían en bicicleta. En las parrillas iban las canastas con nuestra
merienda. En los manubrios de mi madre iba nuestra pareja de búhos: Zoroastro y
Zaratustra, de grandes ojos negros redondos y de pico ganchudo. A veces
Zoroastro giraba la cabeza y se quedaba mirando fijamente a mi madre. Mamá se
impresionaba con eso ojazos y casi perdía el equilibrio.
En los manubrios
de mi padre iba nuestra guacamaya Cleopatra,
gritando: ¡Izquierda, derecha; izquierda,
derecha! Los dos perros iban a
pie, naturalmente; y los dos micos a caballo en los perros, naturalmente.
- ¡Allá
va el circo! gritó un muchacho callejero al vernos
desfilar. Nos reímos.
Cuando llegamos a la pradera, esta parecía una laguna congelada, porque el granizo se había compactado y nivelado. Parecía una pista de patinaje sobre hielo. Hasta aquí llegaron papá y mamá. Dieron vuelta a sus ciclas y regresaron al pueblo, llevándose a Cleopatra, a Zoroastro y Zaratustra. Y llevándose también, por inadvertencia, las canastas con nuestro refrigerio. Los perros se vinieron detrás de nosotros con sus jinetes, o sea los micos. Los perros se llamaban Cásor y Pólux, nombres de dos estrellas del cielo.
No nos
atrevíamos a caminar por encima del hielo, por el peligro de resbalones y fracturas. Dimos un rodeo y al fin llegamos al pozo de Edwin (así empezamos a llamar el pozo). Esta vez
no nos bañamos ni nos escondimos detrás de la cascada, sino que nos dirigimos
directamente a la caverna. Empezamos a escuchar otra vez aullidos de lobos.
- Tranquilos, advirtió Iris,
tranquilos, que no son aullidos de amenaza sino de
angustia, o sea que hay lobos en apuros y piden auxilio; ayudémoles.
- Primero los perros, dije. ¡Adentro, hucha! Y los dálmatas se
internaron en la caverna corriendo y
ladrando, y los micos encima de los perros chillando.
Al rato
regresaron los perros sin los micos. ¿Qué habría sucedido? ¿Los lobos devoraron a los micos? Mis dos
hermanitas menores, Ibet y Zusy, rompieron a llorar inconsolables, pues eran
las dueñas de los micos, sus mascotas, a quienes llamaban Lucero y
Estrella.
- ¡Hablen!
les mandó Yesid a los perros. ¡Hablen,
informen! ¿Y si no para qué los trajimos? ¿Qué pasó con los
micos? ¿Se los comieron los lobos? ¡Ustedes son unos irresponsables!
Los dos perros
dálmatas, sentados en las patas traseras, aullaban lastimeramente. Se callaban
un rato y volvían a llorar, inclusive se les humedecían los ojos. En esas vimos
que desde el fondo de la caverna venían los micos caminando en dos pies y
alzando en brazos un bultico. ¿Qué traerían en brazos?
Cada mico
traía en brazos un lobezno bebé que parecía de peluche. Las niñas corrieron y
alzaron esas criaturas, las acariciaban y besaban como si fueran gaticos.
- ¡Klim! les mandó Iris a los dálmatas; y ellos
salieron a la carrera para el pueblo. Estaban amaestrados para cumplir esa
orden. Klim era una clave secreta.
Esta vez
traíamos un reflector, el de la cámara de filmaciones en manos de Yesid. Fuimos
avanzando hacia donde se oían los aullidos de lobos. Llegamos a una guarida y
¿qué vemos? Sobre un raído cuero de res yacía una loba moribunda y quejumbrosa,
con una herida de bala en un costado. Su
compañero, el lobo gris, sentado en las patas traseras aullaba triste y
prolongadamente.
Cuatro lobitos
bebés acompañaban a la madre agonizante; cuatro lobitos que procuraban
succionar leche de las ubres resecas de la madre. Las niñas alzaron también
esos bebés y los acariciaban con cariño y compasión. Ya eran 6 lobeznos en
total: séxtuples huérfanos.
- ¿Y ahora qué hacemos con la loba herida? preguntó Elvia.
- ¿Qué se les ocurre? preguntó a su vez Iris. Y empezamos a hacer propuestas:
- Llamar a la policía, sugirió Ludvin.
- Llamar al Cuerpo de Bomberos, propuso Edwin.
- Llamar a la Cruz Roja.
- Llevar la loba a “Urgencias” del hospital.
- A “Urgencias”
no, sino a “Maternidad”.
- Llamar a la Sociedad Protectora de animales.
- Llevar la loba a donde un veterinario.
- Es lo mejor, aprobó Iris. Llevar
la loba a un veterinario para que la cure. ¡Vámonos!
En esas
regresaron del pueblo Cástor y Pólux, cada uno con un tetero en el hocico.
Habían cumplido la orden de Klim. Con
tales teteros habíamos amamantado a los dos micos el año anterior, cuando los
adoptamos huérfanos. Inmediatamente las
niñas se disputaron el oficio de niñeras para darles chupo a los lobatos.
Como la loba
madre estaba tendida sobre un cuero de res, la arrastramos con todo y cuero,
con cuidado y con cariño, hasta la salida de la caverna. El lobo padre nos
acompañó en el recorrido sin mostrar disgusto y sin amenazarnos. Los animales
tienen inteligencia y sensibilidad.
Ludvin y Edwin
pidieron que colaboráramos prestando unos cinturones, sin decirnos para qué.
Inmediatamente varios chicos nos quitamos la correa y la entregamos para la
emergencia. Y quedamos con pantalones descaderados como los que usan las
muchachas; se nos veía el ombligo, las
niñas se reían.
Ludvin y Edwin
con esas correas y con el cuero de res
inventaron un trineo. A falta de perros chau-chau
(perros esquimales que remolcan trineos), les pidieron el favor a Cástor y
Pólux. Ellos respondieron batiendo la cola. Una vez hechos los amarradijos, la
yunta de perros empezó a tirar el trineo sobre la blanca superficie del hielo
(del hielo de la pradera congelada).
Pero nuestro
gozo en un pozo. Los perros se rindieron y se sentaron. Tal vez protestaban
porque los habían obligado a trabajar horas extra. O tal vez se sentían humillados con el
oficio, creyéndose ellos del estrato seis. Hubo que añadir un tercer perro; y ese
tercer perro era el lobo padre. Cuando lo fuimos a sujetar descubrimos un
anillo metálico en una de las patas traseras. En ese anillo decía “Trixy”.
Entonces
recordamos. Trixy era el lobo ruso
amaestrado, perteneciente al circo
ambulante que había venido al pueblo el año anterior. Trixy se había fugado del circo y se había refugiado
en la caverna. Allí simpatizó con esta loba. Felices convivieron en unión libre
y formaron un lindo hogar de seis criaturas: tres niñas, tres niños.
Seguramente Trixy le había prometido a su esposa serle fiel, amarla y
respetarla todos los días de su vida. (Hasta
que la muerte nos separe…)
Enganchado
Trixy, iba de puntero delante de los
dálmatas. El lobo remolcaba el trineo a conciencia y con responsabilidad, viendo que se trataba de
salvar a su digna esposa. “Los brutos
tienen corazón sensible” dijo un poeta.
Acompañando y
dirigiendo el trineo iban Ludvin y Edwin. Ellos presentarían la loba al
veterinario y avisarían a la Sociedad Protectora de Animales para que se
encargaran de la pareja de lobos. Los demás niños y niñas nos quedamos en la
quebrada, felices por haber cumplido una obra de caridad con esa loba y su
familia. Estábamos acatando el Derecho Internacional Humanitario.
- ¡Merecemos
un premio! proclamó Iris. ¡Todos al agua!
Las niñas se
desvistieron rápidamente y quedaron en bikini (venían prevenidas). Los hombres, en descaderados. Nos lanzamos al pozo. Jugamos a bucear. Entre las
piedras del fondo recogimos cuarzos, que nos servirían para sacar chispas frotando uno con otro.
Después de dos
horas de natación y diversión salimos a la orilla tiritando de frío y de hambre. Nos sentamos en las grandes
piedras de la quebrada para calentarnos
al sol.
De pronto
escuchamos que por allá lejos ladraban nuestros perros, nos asomamos a ver: por
la llanura congelada venían los dálmatas a la carrera, felices arrastrando el
trineo. Llegaron pronto a la quebrada. En el trineo venía una canasta, y en la canasta nuestro refrigerio.
- ¡Que
vivan las mamás, que se acordaron de nosotros! gritó Ibét.
- ¡Que
vivan! gritamos todos y mandábamos besitos soplados
a nuestras madres ausentes.
Y procedimos a
desempacar, repartir y devorar. Empanadas
calientes y naranjada fría.
Compartíamos nuestro fiambre con las truchas del pozo, que brincaban fuera del
agua y agarraban el bocado al aire.
Compartíamos con las mirlas que
picoteaban por ahí, y después nos daban las gracias con sus trinos.
Llegó volando una lora mansita, escapada
talvez de alguna casa.
- Es la lora de doña Carmen, dijo Laritza, que se le perdió desde hace un mes. Laritza le ofreció a la lora un grano de maní; la lora lo agarró con una pata, se lo
llevó al pico y empezó a desmenuzarlo.
Al olor de las
empanadas apareció una gata angora
rubia, esponjada y consentida. Haciendo arrumacos y maullando nos rozaba las
espinillas con ánimo de lucro. Esa gata nunca la habíamos visto en el pueblo,
no fue traída por el circo ni por los
gitanos.
- ¿Usté quién es? le preguntó Myriam a la gata. ¡Identifíquese! ¡Hable por favor! Y si no, no hay pollo para usté. ¡Hable, se lo mando!
- Los animales no hablan, le recordé
a Myriam. Y se lo repetí en voz
más fuerte: ¡Los animales no hablan!
- ¡Sí
hablamos! dijo inesperadamente la lora. Soltamos la
risa.
Entonces Elvia, prima nuestra de nueve años, se acordó
de que esos gatos finísimos angora eran
originarios de Asia, y preguntó:
- ¿Cómo pudieron los gatos pasar del continente asiático al continente
americano?
- Por el estrecho de Béring,
respondió Alvaro.
- Bueno, vinimos a explorar de nuevo la caverna, dijo Iris. Vamos adentro.
Las chicas se
vistieron sus ropas encima del bikini
mojado. Y desfilamos hacia la cueva con perros, gata, lora, micos y lobaticos.
Entramos a la caverna. Caminábamos mirando con precaución a todas partes. De
pronto uno de nuestros micos saltó a una columna-estalagmita y subió por ella. Agarró algo y lo trajo en una mano; bajó y
nos lo mostró: era un nido de colibríes o tominejos con tres pichoncitos
preciosos, de plumaje tornasolado, o sea que cambiaban de color según el ángulo
desde donde los miráramos.
- ¡Ay, divinos,
exclamaron las niñas,
llevémolos para la casa!
- De ninguna manera, prohibió Iris, se
frustrarían los padres.
- Mis padres no se frustran porque les lleven
pájaros, afirmó Eugenia.
- Tus
padres no se frustrarán,
explicó Iris, pero sí los padres de
estos pichoncitos.
estos pichoncitos.
El mico volvió
a escalar la columna con el nido en una
mano y lo dejó donde lo había encontrado. Mientras tanto el otro mico, que se
había extraviado, se presentó a caballo en una cabra. Montado en el cuello del animal, con ambas
manos agarraba los dos cuernos de la cabra. El mico nos
hacía muecas chistosas, parecía reírse mostrando toda su dentadura, y nos hizo
reír.
De pronto la
cabra emitió un balido fuertísimo que hizo fruncir a las niñas y lanzó al mico a tierra. Tras el balido llegaron
corriendo sus dos cabritos mellizos; se arrodillaron a lado y lado de la cabra
y empezaron a mamar batiendo las colas
en señal de alegría. Sonreímos ante una escena tan tierna y linda de la
naturaleza, mejor dicho de Dios. Iris e Ibet aplaudieron.
- Ya está la solución para alimentar a los lobitos, sugirió Amalia:
pues que la cabra
los amamante , que sea su nodriza.
- Muy fácil decirlo, protestó
Myriam, pero entonces ¿quién amamantaría
a los cabritos?
- La cabra da para todo, afirmó Wilson. Más
bien sobrará leche para hacer quesos y
mantequilla. Y empezamos a trazar alegres planes.
- La mantequilla para nuestro desayuno, con
tostadas.
- Los quesos para vender.
- Con la plata de los quesos compraremos una vaca lechera y su ternero.
- A los tres años tendremos un lote de ganado vacuno.
- Con ese capital nos costearemos el bachillerato.
- Y después la universidad en el extranjero.
- Muy lindos planes, expresó Iris,
pero ¿quién dijo que podíamos disponer de la cabra sin más ni más? Ella sin
duda tendrá su propietario.
Entonces la
cabra, que había estado oyendo
atentamente la conversación como si entendiera lo que estábamos planeando hacer con ella, salió huyendo con
sus mellizos. Tras la cabra salieron los
perros ladrando, los micos chillando, la lora volando. La gata desapareció.
- ¿Qué se hizo la gata? preguntó Héctor. ¿Qué se hizo la gata angora?
- Se habrá ido
para el estrecho de Béring, sugirió Amalia.
Una vez que
salieron todos nuestros animales, continuamos la exploración de la caverna. Caminábamos
mirando con prevención a lado y lado. De pronto vimos brillar en el fondo
oscuro un par de ojos de fiera.
- ¡Un tigre!
clamó Edwin.
- ¡Un oso! gritó Alvaro.
- ¡Una pantera!
sentenció Ibét.
- Es una danta, expliqué yo. Las
dantas son herbívoras.
- ¿Herbívora es lo mismo que vegetariana?
preguntó Eugenia.
- Casi lo mismo, respondí yo. Lo malo es que los vegetarianos de vez en
cuando comen carne, y no sabemos si a esta danta le provoque ahora comer carne de niñas.
Las niñas,
asustadas, se agarraban de nosotros los hombres. Como la danta ocupaba casi
todo el pasadizo por donde teníamos que seguir, Yesid nos aconsejó diciéndonos:
- La danta está encandilada por el reflector,
aprovechen y pasen rápido, con cuidado.
Pasamos a la
carrera y seguimos adelante por un túnel rocoso. De pronto sentimos pasos de animal grande y
volteamos a mirar para atrás: la danta venía persiguiéndonos.
- ¡Nos
va a devorar, nos va a devorar! gritaron las niñas.
Yesid le
enfocó el reflector y la danta se encandiló de nuevo y se detuvo. Respiramos,
pero el túnel terminaba ahí, contra un muro de roca, no podíamos avanzar más,
tendríamos que regresar por junto a la danta carnívora, ¡qué miedo!
En esto se
apagó el reflector de la cámara debido a un corto, quedamos a oscuras. Notamos
que el traje de seda blanca de Iris mantenía una luminiscencia, como cuando se
apaga un tubo de luz neón y el tubo sigue luminiscente. También
hay unas imágenes de la Virgen que fosforecen por la noche. De pronto vemos que Iris, nuestra virgencita fosforescente, va penetrando a través del muro rocoso... y al fin desaparece...
Quedamos
asombrados y asustados. ¿Volverá o no volverá la niña? Nos sentimos
desamparados e impotentes. Con Iris todo
era alegría y paz y seguridad. Se nos evaporó nuestra hermanita especial. Las niñas lloraban. Esperamos una eternidad de minutos, y a oscuras.
Suspenso...
De pronto
vemos que asoma otra vez por el muro el traje blanco y luminiscente de nuestra guía. Se encendió de nuevo el reflector. Reapareció la niña carialegre,
sonrisa de hoyuelos. Corrimos a abrazarla y besarla. Llorábamos de la felicidad.
- Hay un túnel secreto, reveló Iris, busquen
piedras.
Alzamos piedras del
tamaño de un puño. Iris añadió:
- Vayan
golpeando los muros con las piedras
hasta encontrar el muro falso.
Empezamos a golpear
los muros con las piedras.
- ¡Aquí suena falso! exclamó Wilson.
Corrimos todos a
golpear ese sitio donde sonaba falso.
De pronto se
desmoronó esa parte del muro y apareció
un gran hueco de la altura de una puerta. Entramos por ese hueco. Lo que
parecía otro túnel era el interior de un gran esqueleto de ballena
antediluviana petrificada. Explorábamos todo con el reflector. Lo que
parecían arcos de cemento que sostenían
el túnel, eran las costillas fosilizadas
de aquel monstruo. Monstruo de cien metros de longitud y de cien millones
de años. Lo que menos esperábamos. ¡Hallazgo
imprevisto!
- Explícanos este misterio, le pidió Fránklin a Laritza. ¿Cómo un pez del mar pudo subir a este hueco
de la cordillera?
- No es que el mar haya subido hasta aquí, explicó Laritza, sino que esta loma estaba sumergida en el fondo del mar hace millones
de años. Después sobrevino un
cataclismo y el fondo del mar se levantó
con todos sus fósiles y formó esta cordillera.
-- - ¿Qué haremos con este fósil de cien metros de longitud? preguntó
-- - ¿Qué haremos con este fósil de cien metros de longitud? preguntó
Franklin.
- Llevarlo
a un museo, sugirió
Ibét
- Más bien traer el museo a este fósil, corrigió Wilson.
- Por lo pronto, dijo Iris, ¡Vamos
a informar a nuestros padres, a las autoridades y a todo el mundo que acabamos de descubrir un
monstruo antediluviano!
Emprendimos el
regreso al hogar, salimos de la caverna. La danta ya no estaba por ahí. Estaban
Cástor y Pólux, nuestros dos dálmatas,
esperándonos. Cuando llegamos al glaciar, es decir a la llanura
congelada, enganchamos nuevamente los perros al trineo y en él
sentamos a Ibét y a Zusy, las
niñas más pequeñas.
- ¡Agárrense de las riendas! les
dije. Y arrancaron…Mientras el trineo se
deslizaba por la blancura del glaciar tirado por los dálmatas, nosotros
aplaudíamos y gritábamos.
La noticia del megafósil se regó por el pueblo y por todos los pueblos circunvecinos, por toda Colombia, le dio la vuelta al mundo. Noticia exagerada y tergiversada por las emisoras de radio y de televisión y por las primeras páginas de todas las revistas y periódicos.
“Que unos niños habían descubierto el fósil de una
ballena encuevada. Que aparecieron misteriosamente una gata angora y una cabra
también angora. Que ambas criaturas habían venido a pie desde Alaska, después
de atravesar el Estrecho de Béring.
“Que los niños tuvieron que enfrentarse con una danta
carnívora. Que en la caverna hallaron búhos parlantes, o sea lechuzas que
hablaban. Que la ballena estaba custodiada por serpientes cascabeles y por
tábanos. Que una niña especial, clarividente y milagrosa, engatusaba a todo
mundo”.
Al pueblo
llegó una avalancha de fotógrafos y camarógrafos. De periodistas, políticos,
alcaldes, congresistas, gobernadores, policías y soldados. Reinas de belleza,
futbolistas, patinadoras, cantantes. La Cruz Roja, el Cuerpo de Bomberos, las
Damas Grises, las Damas Rosadas y las Damas Sonrosadas.
Flotas de
buses y busetas inundaban los potreros. Centenares de taxis amarillos.
Motocicletas, bicicletas, caballos de paso fino, coches de caballos. Mientras
tanto por el cielo revoloteaban helicópteros, parapentes, cometistas y paracaidistas.
Multitudes de campesinos se arremolinaban por los senderos en dirección a la Caverna, parecían caminos de hormigas. Miles de turistas de bluyines, tenis y morral a cuestas iban entrando con precaución y asombro a la primera galería subterránea, fuertemente iluminada por potentes reflectores. Todos admiraban el grandioso costillaje del cetáceo, petrificado desde hacía millones de años. Todos disparaban sus cámaras en todas direcciones. Todos recogían del suelo diminutos esqueletos de pescados, los que había devorado la ballena en el océano.
Pero dejemos que la multitud aprecie y disfrute de tan increíble misterio biológico y geológico, y asomémonos al pueblo a ver qué novedades encontramos.
Multitudes de campesinos se arremolinaban por los senderos en dirección a la Caverna, parecían caminos de hormigas. Miles de turistas de bluyines, tenis y morral a cuestas iban entrando con precaución y asombro a la primera galería subterránea, fuertemente iluminada por potentes reflectores. Todos admiraban el grandioso costillaje del cetáceo, petrificado desde hacía millones de años. Todos disparaban sus cámaras en todas direcciones. Todos recogían del suelo diminutos esqueletos de pescados, los que había devorado la ballena en el océano.
Pero dejemos que la multitud aprecie y disfrute de tan increíble misterio biológico y geológico, y asomémonos al pueblo a ver qué novedades encontramos.
Se acercaba un
helicóptero especial, plateado. En él venía el Papa de Roma, quien piloteaba
personalmente su autogiro. Aterrizó en el polideportivo. Cuando se abrió la
portezuela del aparato descendieron los Niños Cantores de Viena y se dirigieron
a la plaza del pueblo, en cuyo escenario presentarían sus canciones angélicas.
Al Papa lo condujeron
de incógnito al templo de la población. El Papa mandó llamar a la niña
especial, clarividente. Acompañando a nuestra hermana Iris para su entrevista
con el Pontífice fuimos también nosotros con papá y mamá.
El jefe de
protocolo pontificio no permitió que nos arrodilláramos delante del Papa ni que
le dijéramos Su Santidad. Le diríamos sencillamente Juan, como a Jesucristo, con ser Dios,
le decimos simplemente Jesús, no Su Santidad Jesús. El papa estaba de pie
y mi hermana Iris en frente de pie. Y este fue el diálogo que sostuvieron el Papa
y la niña.
- ¿Es verdad que usted, Iris, está engañando a
todo el mundo?
- Señor Juan, le respondió la niña, yo
no tengo la culpa de lo que me sucede. Yo soy Teresita del Niño Jesús o de
Lisieux, reencarnada. Vine a la Tierra para ver a qué juegan los hombres.
- ¿A qué juegan los hombres? le preguntó el Papa.
- Los hombres juegan a “Ladrones y policías”, respondió Iris.
- Explíquese, por favor, le urgió el Pontífice.
- Ladrones son los malos gobernantes y los
políticos corruptos, que prometen servir al pueblo pero después ponen al pueblo a su servicio. Lo
explotan, lo engañan, lo empobrecen. Policías son los jueces y abogados que
aparentan hacer justicia pero se dejan sobornar, o extorsionan a sus víctimas.
- Me dicen que usted, niña Iris, se eleva del
suelo. Hágame una demostración ahora mismo, por favor.
- Me perdona Su Santidad, pero es que…
- No me diga Santidad, yo soy un hombre.
Santidad es solamente la de Dios. Dígame don Juan, o simplemente Juan.
Bueno, don Juan, Yo no puedo elevarme del
suelo cuando la gente me lo pide. Eso me sucede cuando yo menos pienso. (En ese
momento Iris se fue elevando poco a poco… hasta que su carita quedó al
nivel del rostro del Pontífice).
- Basta, Teresita, le dijo don Juan.
(La niña descendió y volvió a pisar el suelo).
- ¿Qué mensaje traes para Colombia? le preguntó el Papa.
- Aquí lo tiene, respondió la niña y le entregó un cuaderno manuscrito.
El Papa se lo
recibió y empezó a hojearlo. Era un cuaderno de escuela escrito en francés con letra de niña, con dibujos a color;
y con
regular ortografía. El cuaderno se titulaba “Histoir d´un Ame”. (Historia de un Alma). El Papa se lo agradeció y lo
pasó al jefe de protocolo. Enseguida el Pontífice atrajo hacia sí la cabecita
rubia y crespa de la niña y la besó en ambas mejillas.
- Si es verdad que tú eres Teresita del Niño
Jesús, le advirtió el Papa tuteándola, te cortaré uno de tus rizos para compararlo con los auténticos
cabellos de santa Teresita que guardamos
y veneramos en Lisieux de Francia.
A continuación
el Papa recibió de manos del jefe de protocolo unas tijeras de plata; con ellas
cortó un crespo rubio de la niña y lo guardó en un relicario de oro. La niña,
al sentir que le cortaban un bucle, hizo un pucherito de hoyuelos.
- Don Juan, le dijo la
niña,
mis cabellos que dejé en Lisieux hace más de cien años ya se habrán
desteñido con el tiempo. Estos crespos míos de ahora son más dorados y brillantes; de pronto van a
creer que no son de la misma cabeza, o sea de mi cabeza.
- Tranquila, le dijo el Papa, tranquila que tus cabellos los haremos
analizar por medio del carbono catorce.
Volvió a besar
a la niña; a nosotros nos dio la mano; se
la besamos con cariño y con respeto. El Papa y su acompañante salieron por la sacristía a
la gran huerta de la casa cural, donde
los esperaba el helicóptero. Subieron al
aparato, el Papa se ajustó los guantes y empuñó los comandos. La
hélice o rotor empezó a girar y a rugir, y el plateado autogiro ascendió
oblicuamente por encima de la población y se alejó empequeñeciéndose… Lo perdimos de vista para siempre.
Al Papa no le
interesaba la ballena fósil, le interesaba cerciorarse de la reencarnación de
santa Teresita. Como vicario de Cristo y vigía de su Iglesia tenía que velar
por las creencias y las costumbres cristianas. Milagros como la resurrección
de personas fallecidas se habían dado en tiempo de los profetas y del mismo
Jesucristo, de quien consta que resucitó a Lázaro, a una niña y a un joven, los
cuales volvieron a vivir en carne y hueso, a conversar, a comer, a beber, a
llorar y a reir. Por lo tanto sí es posible que personas ya finadas, pero vivas en el otro mundo, regresen a la
Tierra.
Don Juan
había leído esta promesa de la santa de Lisieux: “Quiero
pasar mi Cielo haciendo bien en la Tierra”. Y era la verdad. Teresita,
que desde niña había sido siempre juguetona, se había
escapado del Cielo, y ahora estaba en la Tierra
jugando al escondite. Por eso aparecía y desaparecía. También Jesús
resucitado jugó con las mujeres apareciendo y desapareciendo.
Terminado el
concierto de los Niños Cantores de Viena, mientras la multitud aplaudía extasiada, condujeron a los cantorcitos a otro
helicóptero y en él partieron para siempre.
Partieron las
caravanas de buses y busetas, partieron los taxis amarillos y las motocicletas.
Volaron los helicópteros, volaron los parapentes, volaron los cometistas. Por
último los campesinos regresaron a pie a sus casas por caminos veredales. Quedó
el pueblito en paz y tranquilidad. ¿Y ahora qué?
Regresamos
tarde a casa, rendidos y hambrientos después de tanto trajín. Mi madre nos
había preparado una deliciosa pizza de frutas que devoramos con apetito de adolescentes.
Laritza, nestra hermana mayor y segunda madre, era la responsable de comprobar
todas las noches que no faltara ninguno de nosotros. Así que corría lista de
todos, nombre por nombre, o contaba las cabezas: siete cabezas, y con la de
ella ocho. Esa noche faltaba una cabeza.
- ¿Quién falta? preguntó mi
madre haciéndose la que no sabía.
- Falta Héctor, contestamos en coro. Héctor era nuestro hermano menor,
de 7 años.
- ¡Pues a buscarlo! sentenció mi padre.
- Estará donde las primas, sugerí
yo.
Salimos
corriendo para donde las primas. Estaba el portón abierto como de costumbre y
entramos de sopetón. Las primas estaban cenando a luz de vela porque
había sobrevenido un apagón en el pueblo. Les preguntamos por Héctor.
- Estará donde la novia, comentó
Elvia con picardía.
- O sea donde Doris, completó
Franklin.
¿Qién era
Doris en el pueblo? Era una preciosa
niñita de 6 años, blanca, rubia, crespa y juguetona. Amiga inseparable de
nuestro hermanito Héctor. Los llamaban los
novios, y lo eran. Héctor y Doris se
visitaban mutuamente, ya todo el pueblo los conocía, causaba gracia ese romance
infantil. Los turistas los hacían besarse para fotografiarlos.
- Pues vayan a donde Dóris, mandó mi tía Bertilda.
Al punto las 6
primas y los 4 primos aceleraron su cena
y acabaron. Nos repartieron velas y salimos a la calle con 17 velas encendidas.
Llegamos a la herrería, saludamos a Guillermo y a Brígida, los papás de Doris,
y les preguntamos por Héctor.
- Y yo les pregunto por mi hija Doris, contestó la mamá preocupada. Yo
pensé que la niña andaba con ustedes.
- Seguro está donde Inés, la madrina de Doris, dijo el papá. Váyanse a caballo, ahí están las bestias.
El papá de
Doris era el herrero de la población, manejaba una fragua, herraba caballos y
poseía una corraleja. A ese lote lo llamaban con humor "El
terminal de bestias". Guillermo podía disponer de sus huéspedes, para pequeños servicios, por eso había dicho: Váyanse a caballo, ahí están las bestias.
Guillermo y
Brígida tenían, además de Doris, una hija de 12 años, Elena; y un hijo de 10,
Julio. Estos niños nos acompañaron a la corraleja y nos ayudaron a escoger los
caballos. Escogimos los ponis; había muchos ponis por motivo de las ferias. Nos
ayudaron a montar y ellos dos, Julio y Elena, también montaron para ir a buscar
a su hermana Doris. Todos íbamos en pelo, o sea sin montura, pero con cabestro.
Salimos al
camino, éramos 19 ponis, digo 19 jinetes. En las manos, 19 velas encendidas. Salimos
por el camino viejo, rumbo a la finca de
Inés, madrina de Doris. Pero a la media hora empezaría lo tenebroso: había que
atravesar el cementerio viejo a media noche, ¡qué miedo! Recordábamos tantas historias de espantos, de duendes y
mohanes.
A media noche llegamos a la gran puerta
metálica del cementerio, estaba de par en par abierta. Entramos con precaución,
mejor dicho con miedo. Avanzábamos por entre malezas, pues este era el
cementerio viejo y lo habían abandonado, nadie lo había vuelto a
desyerbar.
De pronto se
cerró bruscamente la puerta oxidada, con gran estrépito. Nos fruncimos; las
niñas gritaron. Yesid, Laritza y yo,
haciéndonos los fuertes pero temblando de terror, dimos vuelta a los ponis
y nos acercamos a la puerta a ver si se podía abrir de nuevo.
Pero
encontramos que la puerta estaba cerrada
con candados, cadenas, fallebas y
cerrojos. El viento no tenía manos para
ajustar candados ni para cruzar cerrojos.
Entonces ¿quién pudo ajustarlos? Ahí estaba el misterio. Nos reunimos de
nuevo con el grupo sin decirles nada. (Yo pensaba para mis adentros: Los espíritus nos encerraron en el cementerio. Con seguridad la otra puerta, la de salida, también la encontraremos ajustada).
No podíamos retroceder, teníamos que seguir adelante, y seguimos. En esas sopló una brisa y apagó nuestras velas, quedamos a oscuras, las niñas gritaron.
No podíamos retroceder, teníamos que seguir adelante, y seguimos. En esas sopló una brisa y apagó nuestras velas, quedamos a oscuras, las niñas gritaron.
- Tranquilas, nos consoló Iris,
tranquilas que los muertos no hacen daño. Los que hacen daño son los vivos.
A la tenue luz
de las estrellas se veían blanquear las sepulturas, dispersas entre
matorrales. En un mausoleo de 4
niveles, abandonado y en ruinas, todas
las bóvedas estaban destapadas porque ya habían sacado los restos. De esas bóvedas abiertas, ahumadas y oscuras
empezaron a salir murciélagos.
Esas negras aves siniestras revoloteaban encima de nosotros. Esta era quizás la peor amenaza, porque los vampiros podrían atacarnos y atacar a los
caballos. Primero el mordisco en la
nuca, luego el desangre, y por último la infección y la gangrena. No invocamos
a santa Teresita, pero teníamos la firme confianza en ella, que no permitiría
que sus hermanos y sus primos fuéramos víctimas de los vampiros. Y en efecto,
los bichos desaparecieron. Respiramos con alivio.
Seguimos
caminando por entre matorrales y a oscuras. Yo iba de último en la fila. De
pronto me agarraron por el cuello dos manos peludas, quise gritar pero una garra me tapó la boca; la mordí con miedo
y rabia. El monstruo saltó a tierra y se perdió entre la maleza. Era el gorila ermitaño, fiera que habitaba en el cementerio además de los
murciélagos. A ese gorila lo llamaban
Cromañón.
Y Cromañón tenía esposa: Neandertal. Ambos se guarecían
en las ruinas de lo que había sido el anfiteatro de las necropsias. Se decía que
esos dos caníbales estrangulaban
y devoraban a sus víctimas. Sentí un escalofrío y pensé: ¿Qué tal que los gorilas ataquen
a mis hermanas y a mis primas? Se me aguaron los ojos. De pronto gritaron
las niñas que iban adelante y regresaron corriendo en sus ponis, muertas de
miedo.
- ¡Hay
un gigante! ¡Un gigante
de la altura de un árbol!
Nos agrupamos
temerosos. Y fuimos avanzando lentamente, aguzando la vista para descubrir al
gigante. Y por fin, a la luz de un relámpago, lo descubrimos: era un
pino-ciprés labrado en forma de persona. Como nadie lo había vuelto a pulir,
parecía desmelenado; los brazos caídos
en actitud de abrazar (o de estrangular). Ese era el gigante.
Empezaron a
caer goterones, se aproximaba un aguacero. Estalló un rayo fuertísimo, saltaron
chispas de los alambres oxidados de las cercas. Apresuramos la marcha.
Por fin
llegamos a la puerta de salida del cementerio, por fortuna estaba abierta y salimos.
Nubarrones habían eclipsado las estrellas, la noche se volvió completamente
oscura. No veíamos nada, cada jinete no distinguía ni siquiera las orejas de su propio caballo. De pronto un trueno espantoso
nos encandiló con su relámpago; se encendieron mágicamente nuestras
velas. Sonreímos y respiramos tranquilos. Había pasado la pesadilla del
cementerio.
Andando
andando al paso de los ponis llegamos por fin a la hacienda de doña Inés. No
hizo falta llamar, pues los caballos empezaron a relinchar durísimo como si
estuvieran ensayados.
Se abrió el
portón y salieron 8 perros dóberman ladrando furiosos y erizados y nos
mostraban los colmillos y las encías. Nos desmontamos rápidamente y les mostramos las velas encendidas a los
perros; estos huyeron asustados y se refugiaron en la casa. A lo mejor las
velas olían a pólvora, y los perros son alérgicos a toda pirotecnia. Por último
se asomó doña Inés con un farol
encendido y exclamó al reconocernos:
- Bienvenidas niñas, pero les va a tocar por
este pedacito de noche dormir como el Divino Niño: sobre unas pobres y humildes
pajas. Sigan para la pesebrera, allá hay paja limpia. Pero antes prueben mi
guarapo.
Inés nos
entregó unos jarros y trajo una múcura (especie de botellón de tiesto). Nos fue sirviendo un refrescante
líquido color panela, delicioso.
Nosotros, que veníamos sedientos por el
viaje y el miedo y el cansancio, bebíamos y pedíamos repetición.
Saciamos la sed, pero nos sobrevino un
sueño invencible, nos caíamos de sueño.
- ¿Esta
bebida será burundanga?
cuchicheó Eugenia. Sonreímos.
- Sospecho que vienen por la niña Doris, dijo
Inés. Hora tá projunda, mañana la saludan. (Inés era una
campesina, por eso el dialecto con que
hablaba).
- Y también venimos por mi hermano chiquito, añadió Zusy.
- Tamién tá projundo. Y no los demoro más a
vustedes que tarán cansaos. Váyasen a
dormir, y buena noche.
- Buena noche, doña Inés,
contestamos en coro y nos
dirigimos a la pesebrera.
En la
pesebrera no había animales: ni caballos
ni vacas ni terneros ni ovejas ni cabras. Solo un tendido de paja nueva con
olor a trigo.
- Recemos, dijo
Laritza, estamos en Navidad, cantemos un
villancico. Y entonamos:
¿Dónde será pastores, donde la
Aurora bella
guarda de lindas flores un lecho
al Sol?
Donde la Virgen pura, lirio de
mil colores
canta dulces amores al Niño
Dios.
Suaves brisas del campo llenas
de rico olor,
brisas que vais llevando trinos
de ruiseñor.
Id a mi amor dormido y cantadle
al oído
ecos de mi canción.
Terminado el
villancico nos santiguamos, y a dormir. Nos dejamos caer de cualquier manera y en cualquier parte,
vestidos, sobre ese mullido tendal de paja, y quedamos projundos.
Lástima que no
admiramos las candelillas o luciérnagas que
iluminaban el establo. Lástima que no escuchamos los gallos de la media
noche ni el canto de los pajaritos al amanecer.
Nos despertó
el primer rayo de sol que entró por una ventana sin vidrios. El segundo rayo de sol no entró por la
ventana sino por la puerta, en figura de una niña preciosa. Era la niña Doris,
de 6 años de edad, niña blanca, rubia,
crespa y juguetona; sonrisa de hoyuelos. Entraba de la mano de nuestro hermanito
Héctor, de 7 años, y también rubio,
crespo y juguetón. Apenas los vimos en la puerta les cantamos
aquella estrofa mejicana:
¡Que vivan los novios
de la tierra mía;
que vivan los novios,
viva la alegría!
Nos levantamos
del tendal de pajas con agilidad de adolescentes, besamos a la parejita de
niños y salimos al ordeño. Nos brindaron
escudillas de espumosa leche. Éramos 19 comensales, los terneros nos miraban con recelo, veníamos
a menguarles quizás su desayuno.
Nos despedimos
de Inés, de su esposo y de sus
hijas, ya señoritas. Les obsequiamos los
19 cabos de vela. Les dimos las gracias por el hospedaje y la alimentación,
pero sobre todo por el cariño y la amabilidad. Y como los caballos habían
pasado la noche en el potrero de Inés, Edwin con humor le agradeció diciéndole:
- Y gracias por el pasto, estaba delicioso. Sonreímos.
Elena montó a
Doris al anca, yo a Héctor. Y emprendimos el regreso a casa con la preocupación
del paso por el cementerio antiguo. Nos daba repugnancia y miedo. Recordábamos
la cerrada brusca y misteriosa de la puerta metálica, los vampiros
persiguiéndonos, los gorilas por ahí acechándonos, y el gigante melenudo.
En esas recordé
que había otro camino, aunque más largo. Les propuse la opción y aceptaron. Pero
nos tocaba pasar por otro cementerio, el de los muiscas, cementerio más viejo
todavía. Menos mal que lo atravesaríamos de día y no de noche. Iris se
adelantó, haciendo correr su caballito.
- ¿Por qué te adelantas? le
pregunté; me contestó:
- Porque allí tendremos una gran sorpresa.
Iris era clarividente, o sea que podía ver de lejos, y
a través de muros y de piedras.
Iris detuvo su
poni junto a una piedra letreada. Así llaman los campesinos a las piedras
con inscripciones indígenas. La piedra
era una gran laja rectangular, con
jeroglíficos chibchas en tinta roja indeleble. La piedra horadada, o sea con un agujero en uno de sus extremos.
Iris se
desmontó de su poni; nos desmontamos todos. Pidió que amarráramos los cabestros
a la piedra letreada. Amarramos los
cables pasándolos por el orificio de la piedra. Los cables quedaron formando
una especie de abanico de cuerdas, los potros también en forma de semicírculo.
A continuación
Iris azuzó los caballos para que remolcaran
la piedra. Los ponis comenzaron a
tirar de los cables o cabestros. Los cables se templaban...se templaban... De
pronto vimos que la piedra se iba desplazando poco a poco... se iba
resbalando... Por fin se corrió del todo y apareció a ras del suelo una caja de piedra labrada, del
tamaño de una sepultura. ¿Y en la caja
qué? ¿Qué había dentro de la caja?
Esmeraldas, rubíes, diamantes, perlas, collares,
aretes de oro, pulseras de oro, narigueras de platino, pectorales de platino.
Las niñas se
desmayaron y cayeron a tierra, los
hombres gritábamos, los caballos relinchaban. Con los relinchos se despertaron
las niñas y se levantaron; rodearon la
tumba y miraban las riquezas con
ojos de felicidad y de codicia.
Iris exigió
que ninguno tocara las riquezas porque le sobrevendría el síndrome de Tutankámen. Como es sabido, los que habían descubierto
y profanado los tesoros del Faraón se
habían vuelto leprosos.
Iris ordenó
que con ayuda de los caballos volviéramos a cubrir la caja del tesoro; y así lo
hicimos, volvimos a tapar la sepultura
sobreponiéndole la gran piedra
letreada.
Iris nos pidió que le ayudáramos a raspar los jeroglíficos. Cogimos piedras ásperas y con ellas refregamos los caracteres chibchas hasta que desaparecieron por completo. Luego tapamos la piedra con musgos y matorrales. Quedó perdida por completo. Por último Iris se encaramó en una roca, y, de pie sobre ella, nos advirtió diciéndonos:
--- Niñas y niños: ¿Cuándo podremos volver a este
sitio; descubrir de nuevo estas riquezas
y extraerlas para disfrutarlas? Cuando se cumplan las siguientes condiciones:
Cuando en Colombia haya paz y no
guerra;
cuando hayan desaparecido
las armas.
Y desaparecido el secuestro,
que es la máxima tortura.
Cuando no haya pobres ni ricos,
ni desplazados ni mutilados.
Cuando no necesitemos
andar con manojos de llaves en el bolso.
Cuando nuestras casas no
necesiten rejas de hierro
en puertas y ventanas.
Ni cinco cerraduras, además
de candados y cadenas.
Ni perros bravos, ni alarmas
eléctricas ni celadores armados.
Cuando los hombres y las
mujeres imiten
la inocencia de los niños y las niñas.
Éramos 19
jinetes en ponis los que habíamos salido a buscar a Doris y a Héctor. Habíamos
salido de noche con 19 velas encendidas, camino del cementerio. Nuestras mamás
y demás familiares y amigos y todo el pueblo, llenos de angustia estaban aguardándonos desde la noche
anterior.
Pensaron que
nos habíamos ido para la Caverna del Embrujo y allá mandaron gente a
buscarnos. ¡Pero pobre gente! Mandaron a unos muchachos drogadictos que
quisieron ir a la caverna para fumar a escondidas. Y les salieron las
avispas... Regresaron al pueblo con ronchas por todo el cuerpo como de
viruelas.
Tan pronto
entramos al pueblo fuimos primero a dejar los ponis en el “Terminal
de bestias”. Nos dirigimos luego a entregar la niña Doris
a sus papás. Llegamos a la
herrería y desde el antejardín observábamos.
Guillermo el
herrero estaba golpeando a martillazos una varilla de hierro sobre el yunque
para convertirla en herradura. La punta de la varilla estaba incandescente como una brasa, pues la
acababa de sacar del fuego. Martillaba con gran fuerza sobre ella. Salían
chispas a cada martillazo, y la varilla, que
parecía de melcocha, se iba doblando en forma de bastón. Se trataba de elaborar una gran herradura para
un caballo francés, de raza Percherón, el único en el pueblo y quizás el último en Colombia.
- ¡Buenos
días don Guillermo! lo saludamos desde el jardín.
Guillermo
volteó a mirarnos, y al vernos sonrió y se vino con el martillo en una mano y
en la otra la varilla incandescente. Doris corrió a besarlo, Guillermo se
arrodilló y abrió los brazos en cruz para no quemar a su chinita. Doris lo
cubrió de besos. Aplaudimos.
La niña entró
luego a la casa para saludar a su mamá. Volvió a salir, y nos preguntábamos por qué o a qué. Claro, a
despedirse de su Héctor. Las dos criaturas se besaron boquita con boquita (así se besan los niños con toda inocencia). Nuevo aplauso.
Les dimos las
gracias a todos y nos despedimos. Nos encaminamos hacia nuestra casa, a
presentar al niño Héctor ante nuestros padres.
- ¿Por qué te perdiste sin avisarnos? le preguntó mi madre a Héctor.
- Para imitar al Niño Jesús, que se perdió durante 3 días, respondió Héctor.
Mi madre quedó sin palabras. Pero recibió con cariño el beso que le dió Héctor
en la frente. Lo mismo hizo mi padre..
Papá y mamá estaban sentados en unas butacas de palo desgranando mazorcas.
Los saludamos de beso en la mejilla. Mi madre, sin dejar de desgranar, nos dijo:
- ¿Por qué te perdiste sin avisarnos? le preguntó mi madre a Héctor.
- Para imitar al Niño Jesús, que se perdió durante 3 días, respondió Héctor.
Mi madre quedó sin palabras. Pero recibió con cariño el beso que le dió Héctor
en la frente. Lo mismo hizo mi padre..
Papá y mamá estaban sentados en unas butacas de palo desgranando mazorcas.
Los saludamos de beso en la mejilla. Mi madre, sin dejar de desgranar, nos dijo:
- Supimos que ustedes se habían ido anoche a
caballo para donde Inés. Supimos que los asustaron en el cementerio.
Mi padre añadió:
- Supimos que tomaron guarapo y que durmieron en
un pajar. Supimos que de regreso atravesaron el cementerio de los chibchas.
- ¿Quién les contó todo eso, mami? le pregunté yo.
- ¿Quién podría ser…? contestó mi madre mirando de reojo a Iris.
Iris se puso
rosadita. Había sido ella, Iris, quien por telepatía les había comunicado a
nuestros padres todas nuestras aventuras. Cuando miramos a Iris, ella hizo un
pucherito de hoyuelos.
A continuación
salimos para donde las primas a entregarlas a sus padres y a darles a ellos cuenta
de nuestra expedición. Cuando entramos al patio los papás de mis primas las estaban esperando. El papá con un manojo
de 4 escobas en la mano; la mamá con otro manojo de 6 escobas. Todos sus hijos
e hijas los saludaron de beso en la mejilla. La mamá les dijo:
- Aquí las estaba esperando el oficio. No es un
castigo sino una diversión, un premio por haber ido a buscar de noche a los niños
perdidos. Myriam y Eugenia barren el patio (y les entregó 2 escobas). Elvia y Amalia barren los corredores (otras 2 escobas). Las mellizas barren la calle. Esta
diversión se llama “Terapia ocupacional”. Nos reímos. El papá, Carlos, añadió:
- Los 4 hombres barren y brillan la sala, el
comedor y los cuartos (y les
entregó las 4 escobas). Los 4 hombres eran Yesid, Wilson, Ludvin y Franklin.
Las niñas
prendieron el radio, sonó música bailable y empezaron a barrer moviendo las
escobas al ritmo de la música. Casualmente la canción que brotaba del radio era “Soy barrendero” de una película de
Cantinflas. Chicas y chicos iban barriendo, cantando y bailando.
También
nosotros regresamos a nuestra casa y también hallamos oficios: Edwin a regar el
jardín con manguera. Héctor a darles maíz a las gallinas. Iris y Álvaro a desgranar
alverjas. Ibet y Zusy a lavar sus micos con champú. Laritza, a ordeñar a
Capry (la cabra) que se nos había amadrinado. Algunos chorritos de leche
iban a caer a la rosada jetica de Nubia, la gata angora, que también se nos
había amadrinado. Y yo, Milton, a sacarles filo a las tijeras de podar. Me
encantaba ese oficio por ver salir chispas de la rueda de esmeril. Y ese jobi lo practicaba yo siempre
cantando:
Afilador, no abandones tu pedal;
dale que dale a la piedra,
que con tantas vueltas
chispas brotarán…
De pronto
llegan las primas con las 10 escobas y quieren ayudarnos a barrer. Como nuestra
casa ya estaba barrida, lo único que faltaba era el tejado por encima, tejas de
eternit cubiertas de hojarasca que caía de los árboles de mango. Nos encaramamos
todos al tejado y barríamos. Éramos 16 barrenderos. Un muchacho desde el parque
gritó burlonamente:
- ¡El
manicomio en las tejas! Nos reímos.
Pronto
acabamos de barrer el entejado, y al ver la cosecha de mangos
amarillos en los árboles de la casa vecina se nos volvió la boca agua. Yesid
con un guiño malicioso nos invitó a encaramarnos. Al punto subimos a los
árboles y empezamos a desgajar las frutas, a pelar y a comer.
¡Qué delicia! En esas nos pilla la dueña desde el patio de su casa y nos
grita:
- ¡Gracias por bajarlos! partimos por mitad. Sabíamos que ella era muy condescendiente y generosa,
y además los mangos se perdían. Más gozaba ella dando que nosotros recibiendo.
Nos pilló
también la empleada de la casa vecina que estaba en el lavadero enjabonando la
ropa. Y al ver tantas niñas haciendo maromas en las ramas; niñas no en bluyines
ni en licra ni en chor sino en falditas volanderas, les gritó con picardía:
- Hola niñas, ¿A
cómo las fotos?
Soltamos la
risa porque entendimos que foto quería decir un
vistazo de cucos.
Mi primo
Franklin le preguntó a Iris:
- Santa Teresita, ¿cuándo nos haces un milagro?
Teresita
respondió:
- Acabo de hacer dos milagros. Primero, que no
se quebraran las tejas con 16 barrenderos encima. Segundo: que ninguna de ustedes
se haya caído de los árboles.
En esas oímos
que sonaba el carillón de nuestra casa. Carillón era un conjunto de tubitos
dorados colgantes que sonaban como campanillas. Servía para llamarnos al
comedor y también para convocarnos a cualquier reunión importante. Al oír que
nos llamaban a una sesión de familia bajamos pronto de los árboles, le dimos las gracias a la dueña y le entregamos los mangos que nos había pedido. Nos lavamos las
manos y la cara y acudimos al hogar.
- Damas y caballeros: (sonreímos). Mi esposa Magdalena y yo tenemos el gusto de
revelarles a ustedes un secreto que al mismo tiempo es un misterio y un
milagro. Me refiero a nuestra hija Iris,
a quien ustedes llaman Teresita. Cedo
la palabra a mi esposa. Mi madre dijo:
- La niña Iris
no es solo hermana y prima de ustedes. Es eso y mucho más. Es una niña
importada del Cielo, me explico: sus padres aviadores desaparecieron hace unos
años cuando volaban sobre el Polo Norte en plena oscuridad. Como empezó a
fallar seriamente el avión, lanzaron a la niña en paracaídas para que el viento
la llevara a tierra firme y se salvara. Los aviadores desaparecieron y nunca
más se volvió a saber de ellos. El papá, además de aviador, era un gran poeta y
literato, autor de la famosa novela “El
Principito”.
Papá volvió a
tomar la palabra y dijo:
- La niña aterrizó tres días después en
territorio alemán, cerca de Friburgo. Casualmente yo hacía prácticas de
medicina en un hospital de dicha población y allí fue llevada la niña por unos
campesinos. Contaban ellos que la canastilla del paracaídas con la criatura había
descendido de noche y amaneció en un jardín entre los tulipanes.
Publicada la noticia del
aterrizaje infantil, se presentaron muchos pretendientes que suplicaban se les
diese la niña en adopción. Yo me propuse ganar semejante lotería. A todos nos
sometieron a muchas pruebas y exámenes e interrogatorios. Yo llevaba las
de ganar y gané. ¡Me gané mi niña y aquí
está con nosotros!
Gritamos y
aplaudimos y nos levantamos a besa a Iris. Casi nos la comemos a picos y
empezamos a llamarla “Princesita”.
- Ahora, que hable Iris, dijo mi madre. Iris se puso de pie y habló así:
- De Friburgo mi padre adoptivo Germán me trajo
por tierras de Francia. Yo era una bebita en brazos de mi nodriza. Al pasar por
Lisieux y visitar la casa y recuerdos de santa Teresita, sentí que me invadía
un espíritu. La niñera notó que mis ojos se volvían de color aguamarina y que
mis cabellos se volvían más dorados y sedosos. Cuando empecé a crecer tuve
conciencia de que se había encarnado en mí el espíritu de san Teresita. ¡Y aquí estoy para servirles, ayudarlos y
alegrarlos!
Otra vez
gritamos y aplaudimos y nos levantamos para besar nuevamente a la niña, pero
solo nos atrevíamos a besarle las manos, pues
nos sentíamos indignos de tener una santa a domicilio.
Mamá les hizo
una seña a Yesid y a Laritza y ellos se dirigieron al comedor y volvieron con
dos bandejas. En una, copas de vino; en la otra, galletas de vainilla. Y
empezaron a repartirnos.
Papá y mamá no
quisieron recibir por el momento copa ni galletas, necesitaban tener las manos
libres. Papá fue a su cuarto y regresó con un pergamino enrollado. Mamá trajo
una cajita o cofre de madera finísima con adornos en pirograbado. Mi padre
aclaró la voz y dijo:
- Recordarán ustedes que cuando vino el Papa Juan y
se entrevistó con Iris, con unas tijeras de plata le cortó un crespo a la niña
y se lo llevó para mandarlo analizar y comparar con los genuinos cabellos de
santa Teresita. Pues bien, aquí está la respuesta del Pontífice (dijo mi padre desplegando el pergamino). Aquí está el comprobante, aquí se certifica que los cabellos enviados desde Colombia sí son
auténticos, sí son parte de los cabellos genuinos de la Santica de Lisieux. Aplaudimos.
Mi madre abrió
el estuche y sacó el relicario de oro, colgando de una cadenilla también de
oro. Lo balanceaba como un péndulo y nos dijo:
- Este churquito viajó a Roma y a Lisieux y
ahora se queda entre nosotros. Más aplausos.
Laritza corrió
a repicar el carillón de canutillos para expresar con más énfasis nuestra alegría. Por fin hicimos
silencio. Mi madre prosiguió:
- Cada uno de ustedes llevará el relicario al
cuello durante un día. En ese día el niño no podrá decir mentiras ni pelear ni
desobedecer.
- ¿Y en los otros días sí podrá decir mentiras? preguntó Wilson, ¿ y pelear y desobedecer?
- ¡De ninguna manera! contestó mi
madre. ¡No faltaba más! Ahora la pregunta
es esta: ¿En qué orden vamos a señalar los turnos del crespo?
- Por orden alfabético de nombres, propuso
Mariluz.
- Por orden de estatura, propuso Marisol.
- Tú y yo somos de igual estatura, objetó Mariluz, somos mellizas.
- Yo sugiero que a la suerte, declaró Franklin, a un carisellazo.
- Yo sugiero que primero las niñas, pidió Elvia.
- Me gustaría que por orden de edades, intervino Yesid, de 16 años, empezando por los mayores.
- Empezando por las menores, reclamó Ibet, la de
5 años.
- Bueno, está bien, remató mi padre, todas
estas opciones y opiniones las tendremos en cuenta. Vamos a escribirlas por
separado en papeletas. A ver, Laritza,
papel y lápiz.
Al momento
Laritza escribió en 6 papelitos las 6
opciones. Los dobló y los echó en una canastilla. Los barajó y se la ofreció a
mi padre. Papá cerró los ojos e introdujo la mano izquierda (él era zurdo).
Sacó una boleta y se la pasó a mi madre,
quien la abrió y leyó: A la suerte. O sea que ni por orden
alfabético ni por estaturas ni por edades nos turnaríamos el relicario, sino a
la suerte.
Laritza
repartió papeletas en blanco, lápices y esferos. Cada uno escribió su nombre,
dobló la papeleta y la echó en la canastilla. Total, 22 papeletas.
- Yo voto en blanco, dijo Teresita, yo no entro en la rifa del churco
porque yo tengo hartos churcos en mi cabeza.
Aprobado por
unanimidad. Laritza barajó las boletas y
le ofreció a mi madre la canastilla. Mamá sacó una boleta, la fue a leer y…se
sorprendió, abrió más los ojos, sonreía, se puso rosadita y le pasó a mi padre
la boleta. Papá tomó el papel y leyó en voz alta: MAGDALENA.
¡Gritería y aplausos! Había ganado mamá. Mi padre tomó el relicario, abrió
la cadenilla, ya se lo iba a colocar a mi madre alrededor del cuello…
- Un momento, dijo Yesid que acababa de traer la cámara para la
foto. Pasen todos al grupo con la
ganadora. Pasamos todos.
- Ahora listos… sonrían… whisky… clic.
Quedó mi madre
condecorada honoris causa. ¡Cómo le
lucía ese pectoral
de oro en el pecho!
de oro en el pecho!
- Eso quiere decir, declaró Héctor con picardía, que hoy mi madre no puede decir mentiras. Nos reímos porque mi
madre nunca nos mentía.
- Ni pelear con mi papá. Otra risa porque ellos jamás peleaban.
- Mi madre hoy no nos puede regañar ni castigar,
completó Edwin.
- De eso me encargaré yo, sentenció mi padre. Y añadió remedando al
sacerdote cuando despide a los fieles:
- Podeis
ir en paz.
- ¡Demos
gracias a Dios! gritamos y salimos rodeando a Teresita.
- Teresita, le pidió Laritza llevándosela para la sala, ¿me puedes dar buenos consejos?
- Claro mi amor, con el mayor gusto, para eso he
venido a la tierra.
- Mi primo Yesid me quiero mucho a mí y yo lo
quiero mucho a él. ¿Qué opinas de nuestro amor?
- Santo y bueno. Llegarán a formar un lindo
hogar. Pero me preocupan tus primas volantonas y todas las muchachas en
general. Por favor, trasmíteles lo que yo pienso del amor humano.
- ¿Qué piensas del amor humano?
- Que el amor humano es divino, Dios lo inventó, y Dios es amor. La traicionera es la pasión.
- ¿Cómo así? le preguntó
Lartiza. - Teresita respondió:
- Muchacho y muchacha se enamoran. Hasta ahí muy
bien. Lo malo es cuando el novio le pide a la novia lo que él llama
erróneamente "la prueba máxima
del amor” o sea entregarse del todo (me entiendes). Oirás muchas teorías a
favor y en contra de las relaciones prematrimoniales, pero la experiencia es
otra cosa.
- ¿Cuál es la experiencia?
- Llamémosla con otro nombre, llamémosla “consecuencias”.
- ¿Cuáles son las consecuencias?
- Habrás oído tristes historias de muchachas
perjudicadas y fracasadas. Me refiero al caso en que la niña queda embarazada.
Sus reflexiones, tardías e inútiles, suelen ser las siguientes:
DE UNA CHICA
EMBARAZADA.
Él no me amaba de verdad; solo quería mi cuerpo.
Me utilizó, quedé como una mujer fácil.
Otros novios me despreciarán, ya no soy virgen.
A mi madre la traté de anticuada porque me decía:
Ese muchacho no te conviene; te
lo digo a tiempo.
El tipo al saber mi embarazo me habló cínicamente:
Ese no es problema mío sino
suyo. Y ese hijo no es mío.
Se burló de mi amor y se fue a engañar a otras mujeres.
Quedé madre soltera y abandonada.
Él no aportará dinero ni mercado ni apellido.
Mucho menos amor.
El hombre nunca queda embarazado ni avergonzado.
Más bien se
ufana con desfachatez.
La avergonzada es la mujer, y no puede ocultar su desliz.
Si doy a luz, será un hijo no deseado, estorbo para mí
y para mi familia.
Si lo doy en adopción, lo añoraré toda la vida.
Podré botar a mi hijo, pero no podré borrar su recuerdo.
Si elijo abortar, ¡infanticidio
en mi vientre, qué horror!
Remordimiento y vergüenza de por vida.
No aguantaré las miradas. Seré una criminal.
- Gracias Teresita, le respondió mi hermana Laritza. Semejantes frustraciones y tragedias de una chica equivocada no las
quiero para mis hermanas ni para mis primas ni para ninguna muchacha amiga o
enemiga.
Trasmitiré tus sabias
advertencias, sacaré fotocopias de tus palabras y las repartiré
clandestinamente entre mis compañeras de colegio. Preveo que rabiarán algunos
muchachos cuando descubran mi propaganda subversiva. Rabiarán los perversos, no
los racionales.
Laritza y
Teresita salieron de la sala pero yo obligué a Laritza a entrar de nuevo para
que me oyera en privado unas inquietudes muy secretas que me atormentaban.
Quise confesarme con mi hermana mayor.
- Bueno, Laritza, le pregunté, ya
que Teresita no es propiamente hermana nuestra ni prima, ¿no podría ser novia
de alguno de nosotros?
- ¡Cómo se te ocurre! Ella es una niña especial.
- Pues que ahora sea una novia especial.
- Teresita es santa, tú eres pecador.
- Precisamente ella dijo que venía a buscar a los pecadores.
Lo mismo decía Jesucristo.
- Lo que debes hacer es volverte santo.
- No, porque si me vuelvo santo entonces ella ya no se interesaría por mí.
- ¡Cómo se te ocurre! Ella es una niña especial.
- Pues que ahora sea una novia especial.
- Teresita es santa, tú eres pecador.
- Precisamente ella dijo que venía a buscar a los pecadores.
Lo mismo decía Jesucristo.
- Lo que debes hacer es volverte santo.
- No, porque si me vuelvo santo entonces ella ya no se interesaría por mí.
Sonó el
carillón de las primas. Se conocía no
por el timbre o tono de los tubos metálicos, en eso era igual a nuestro
carillón. Sino por la manera de tocarlo,
o sea por las manos y el temperamento de quien hacía sonar las campanillas.
Nuestro carillón sonaba reposado, tranquilo; el de nuestras primas sonaba
alborotado, más fiestero y bullicioso. Allá se lo peleaban, aquí nos lo
turnábamos.
Pues bien,
sonó el carillón de las primas; sonó dos veces seguidas, señal de que se convocaba
a las dos familias. Llegados al patio de ellas, mi tío Carlos nos explicó de
qué se trataba:
- ¡Vengan,
vengan a la televisión! Ofrecen pasajes
para un vuelo
especial de ensayo.
especial de ensayo.
Corrimos a la
tele y nos sentamos en el suelo mirando con ávidos ojos la pantalla.
Este era el letrero que aparecía en mayúsculas:
Este era el letrero que aparecía en mayúsculas:
SE NECESITAN CON URGENCIA
TREINTA VOLUNTARIOS
PARA EL PRIMER VUELO EXPERIMENTAL
DE UN AVIÓN SIN ALAS.
DESPEGARÁ DE CARTAGENA
Y LE DATRÁ LA VUELTA AL MUNDO
EN CUATRO HORAS.
Al punto nos levantamos
a gritar y chiflar y brincar. Sobre todo las niñas brincaban y brincaban, como
suelen hacer ellas con una buena noticia. No
sabíamos si reír o llorar; llorábamos y reíamos; nos abrazábamos y nos
besábamos. Prendimos el equipo, resonó música movida. Bailábamos, bricábamos,
corríamos. ¡Qué locura!
- ¡Silencio
por favor! exigía mi padre. ¡Cálmense! Les vamos a explicar.
Yesid agitaba el
carillón, apagaron la música, por fin
hicimos silencio.
Mi padre
aclaró la garganta y dijo:
- Ya respondimos que sí, que aceptábamos.
¡Aplausos y
gritería!
- Ya nos inscribimos, añadió mi madre,
para este primer vuelo experimental sin escalas y sin alas. Saliendo de
Cartagena volver a Cartagena dándole la
vuelta al mundo en 4 horas.
- ¡Esto puede ser una burla, una inocentada! observó Ludvin, es imposible que un avión sin
alas pueda volar, ¿a quién se le ocurre?
- No lo llamemos avión, opinó Franklin, llamémoslo misil, un misil tripulado. ¿Acaso lo cohetes no vuelan sin
alas?
Aplaudimos. Mi tío Carlos añadió:
- Dentro de media hora vendrá un helicóptero
para llevarnos a la Costa Atlántica, a Cartagena.
- ¡Disfracémonos! propuso mi tía Bertilda.
¡Genial! gritamos y corrimos al baúl de los disfraces. Sacamos los trajes de
lechuza con que nos habíamos disfrazado
en el carnaval del año anterior.
Rápidamente nos cambiamos y salimos de la sala
gritando, saltando, corriendo. El cuerpo cubierto de plumas, y una
máscara de búho con grandes ojos negros
y con un pico de loro.
A la media
hora el estadio municipal estaba repleto, colmadas las graderías y colmada la gramilla. Se había
regado la noticia de que nuestras dos familias en Colombia y en el mundo eran
las únicas suicidas, por habernos
arriesgado a semejante vuelo, que se estimaba como una aventura descabellada
por la siguiente razón:
A esa
velocidad el roce con la atmósfera producirá inevitablemente la incandescencia
y la incineración de la nave. Será
velocidad de aerolito, y todos los aerolitos se incendian. Nuestra nave
con todos nosotros adentro será
simplemente una estrella fugaz, un reguero de chispas. A no ser que voláramos por fuera de la atmósfera, en el vacío.
De algo hay
que morir, pensábamos. Nos arriesgamos
porque confiábamos en la compañía y poderes
de santa Teresita, nuestra
celestial huésped, prima y hermana y
casi novia.
En la mitad del estadio los policías habían logrado que despejaran un pequeño círculo para el aterrizaje del helicóptero. En ese círculo estábamos nosotros, los 22 chiflados. ¿En qué consistían nuestros disfraces? Éramos lechuzas, ya lo dijimos: 22 lechuzas.
- ¡Ya viene,
ya viene! gritaba la multitud. ¡Ya viene!
Efectivamente,
se acercaba un inmenso helicóptero. Revoloteó primero en círculo por encima del
estadio. Luego se nos vino hacia el centro donde lo esperábamos. Pero no
aterrizaba ni tenía en qué aterrizar: ni ruedas, ni flotadores, ni esos patines como de trineo que suelen mostrar los
helicópteros.
Sosteniéndose
a una altura de unos 4 metros sobre nuestras cabezas e incrementando su
estruendo equivalente al de unas diez motocicletas, el autogiro abrió por debajo una compuerta o
escotilla circular, llamémosla agujero negro. Por ese agujero nos
absorbería, ya se nos había prevenido.
Ese agujero
negro absorbía como una gigantesca aspiradora. Primero se llevó nuestras plumas
de lechuza, que subieron arremolinadas y entraron por el agujero; luego
arrebató nuestras máscaras de búho. Y por último nos aspiró
a nosotros como si fuéramos muñecos de icopor.
Se cerró la
escotilla. Dentro del aparato nos sentamos
en la alfombra, no había sillas. Y emprendimos el vuelo normal de un helicóptero.
Llegados a Cartagena, sobrevolamos el avión-sin-alas, que nos llevaría a la gran aventura.
El avión-sin-alas reposaba en una isla, tenía cuerpo de delfín.
No necesitaba propiamente pista de
despegue sino una corta rampa oblicua, porque sería disparado como una bala de
cañón o un misil. ¿Cómo íbamos a pasar
del helicóptero al avión? Por
acoplamiento de las dos naves y trasfusión de personas, de la siguiente manera:
El avión-cohete abrió
su escotilla superior en el techo del fuselaje; nuestro autogiro abrió su escotilla
inferior y descendió haciendo coincidir las dos escotillas, con
lo que se acoplaron las dos naves y
nosotros caímos de una nave
a otra como si fuéramos ositos de peluche.
Nos acomodamos
en los asientos y nos abrochamos el cinturón. Ventanillas con vidrios ahumados
porque nada se podría contemplar desde semejante altura y a semejante
velocidad. De pronto empezamos a respirar un perfume delicioso que nos
adormeció por completo y no nos dimos cuenta del despegue (o del disparo).
Cuando a la media hora despertamos del sueño
sobrevolábamos Europa, lo supimos porque
así nos informaron por los parlantes. Teresita se levantó, se ubicó en la
puerta de los aviadores, y nos dijo:
- Yo me quedo en Lisieux.
Nos reímos
porque pensamos que era una de
sus bromas. Pero volvió a decir, muy
seria o haciéndose la seria:
- Yo me quedo en Lisieux.
- ¡Teresita, por Dios! le dijo mi padre,
este vuelo es sin escalas, y en Europa
no se puede aterrizar, no hay base apropiada para esta nave, tenemos que acabar
de darle la vuelta al mundo.
- Misión cumplida, añadió Teresita. Ya dejé en la Tierra mi mensaje; se titula Historia
de un alma. Esa es mi biografía y ese es mi evangelio. Ojalá lo cumplan. Hasta pronto.
Y diciendo
esto se acercó a la puerta lateral y oprimió un botón. Al oprimirlo se apagaron
las luces internas del avión, quedamos a oscuras.
Enseguida las
luces se volvieron a encender, pero Teresita ya no estaba en el avión, había desaparecido. Regresó a los
Cielos.
F I N
V
O C A B U L A R I O
Las palabras suelen
tener varios significados; aquí solo aparecen los
que mejor se ajustan al contexto de la novela.
que mejor se ajustan al contexto de la novela.
Adrenalina hormona que constriñe los vasos sanguíneos
alabastro piedra blanca marmórea
alborotar agitar
algarabía gritería confusa
anfiteatro lugar destinado a disección de cadáveres
arqueología ciencia que
estudia lo antiguo
arribar llegar a la ribera, acercarse
arrumacos demostraciones de
cariño hechas con ademanes
aspaviento demostración exagerada
de espanto
azahar la flor del naranjo
azuzar incitar, estimular
bífida de
dos puntas (la lengua de las serpientes)
bucle crespo, rizo del cabello
burundanga bebida
soporífera
butaca banquito de madera
cabestro cuerda para conducir bestias
caníbal que come carne humana
carroña animal muerto, en descomposición
carroñero que se alimenta de carroña
cataclismo violenta conmoción de
la corteza terrestre
caverna gruta o cueva de grandes
dimensiones
cavernícola habitante de
las cavernas
cetáceo gran mamífero acuático
clarividencia conocimiento
extrasensorial
contraluz, a opuesto
a la luz
copete penacho de plumas en la cabeza
de un ave
crescendo aumento gradual del
sonido
crótalo serpiente cascabel
duende espíritu fantástico
embrujo misterio, fascinación, encanto
engalanar adornar
ensortijado rizado,
encrespado (el cabello)
eólico relativo
al viento
ermita capilla en despoblado
ermitaño que mora en una ermita
escafandra traje de astronauta
escotilla puertecilla
especial de naves aéreas y marítimas
escudilla tasa de cerámica sin
asas
espeluznante que produce erizamiento del
pelo
estalactitas goteras de calcio
petrificadas, en las cavernas
estalagmitas conos de calcio
ascendentes, en las cavernas
estrangular ahogar oprimiendo la garganta
estuche pequeña caja para utensilios
extorsión amenaza para obtener algo
falleba cierta varilla para asegurar puertas
fascinante cautivador, encantador
fosforescente que
permanece luminoso al interrumpirse la energía
fósil planta o animal petrificado
fragua fogón para reblandecer metales
fuego fatuo luz que
emiten los huesos en descomposición
fuselaje cuerpo del avión donde van los pasajeros
galería sala espaciosa
garzos azules (ojos)
glaciar gran masa de hielo descendente
guarapo aguamiel fermentada
guarecerse refugiarse
guarida sitio en que se guarece un animal
guiño parpadeo con un ojo;
brillo intermitente
hechizar trasformar por medio
de magia
hedor olor desagradable y penetrante
histeria estado de
excitación nerviosa extrema
horadar agujerear de parte a parte
hormona secreción de las glándulas
horripilante que causa horror
indeleble que no se borra
infestar invadir perjudicando
irisado que luce con los colores del
arco-iris
jinete hombre a caballo
levitación elevación mágica de
una persona
macabro aterrador
macrofósil fósil de gran tamaño
marmóreo semejante al mármol
mausoleo sepulcro suntuoso
megáfono corneta que amplifica las voces
mimetizarse adoptar la apariencia de
los objetos del fondo
misil proyectil teledirigido
moján (mohán) personaje fabuloso
múcura vasija de cerámica de cuello angosto
necropsia autopsia, examen de
un cadáver
nupcial relativo a las nupcias
nupcias matrimonio
ofidio serpiente
óseo de hueso
pánico terror sorpresivo
pedrería conjunto de piedras
preciosas
penacho plumas sobresalientes en la cabeza
de un ave
pirinola trompito que se
hace girar con dos dedos
pirograbado grabado artístico por medio de instrumento
caliente
protocolo ceremonia reglamentaria
rampa plano inclinado<
revirar contestar pronta y vivamente
rocío gotitas de agua que amanecen
sobre flores y yerbas
símbolo cosa que significa otra (Ej. la bandera)
síndrome con junto de síntomas de una enfermedad
siniestro amenazante
sopor modorra, adormecimiento
soporífero que causa sopor
telepatía comunicación del
pensamiento a distancia
tendal conjunto de cosas tendidas
tornasolado que luce con los
colores del arco-iris
turquesa aguamarina, piedra
de color verde-azulado
vestíbulo antesala
vicario que hace las veces del principal
vigía vigilante
yunque bloque de acero para martillar metales
zigzag línea quebrada en ángulos
C O N T E N I D O
Éramos niños
Los búhos hechizan
a mi hermana
Bodas de Plata
Matrimoniales
Espeluznantes
sorpresas
¡Sálvese quien
pueda!
Granizada increíble
Segunda expedición
a la caverna
Séxtuples huérfanos
Natación y buceo
Graciosas
sorpresas
Hallazgo imprevisto
Se arma el
escándalo
¿Y ahora qué?
Espanto en el
cementerio
En la finca de doña
Inés
El tesoro escondido
Regreso al
hogar
El manicomio en las
tejas
La Conferencia
Cumbre
Solo para
mujeres
Reflexiones tardías
de una chica embarazada
El avión sin alas
¡Llega el helicóptero!
Hacia el Infinito
Vocabulario
Antonio Silva Mojica fue un sacerdote jesuita colombiano.
Poeta y novelista para adolescentes. Sus lectoras lo llamaban
El Poeta de las niñas.
Poeta y novelista para adolescentes. Sus lectoras lo llamaban
El Poeta de las niñas.
resumenes
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
EliminarApreciada Valentina, mil gracias por tu entusiasta comentario a mis novelas.Me estimulas a seguir adelante con mis libros. Celular no tengo, pero puedes escribirme a: tonysilmo@hotmail.com Espero tu amable respuesta. Me despido, chao. - Antonio.
Eliminarsiiiiiiiiiiiiiii
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