Novela juvenil, ecológica y romántica
Sin escenas de violencia ni de sexo
Antonio Silva Mojica
Salimos del agua tiritando de frío y nos sentamos en un tronco tendido frente al lago, a conversar y a calentarnos al sol, que nos daba por la espalda. Estábamos los cinco hermanos: Ariel de doce años, Félix de diez, Mireya de ocho y Laurita de cuatro. Yo, Alcira, de catorce, era la coordinadora del grupo. En esa tarde dominguera no pudieron acompañarnos nuestros padres Jairo y Lucía. Vivíamos en una finca donde no se había instalado todavía la luz eléctrica, nos alumbrábamos con velas.
Pues bien, sentados en el tronco
admirábamos el recreo de las golondrinas
sobre el lago. Esas inquietas avecitas de pecho blanco y negras alas, con
extraordinaria rapidez rozaban la
superficie líquida, rasguñando el
espejo con sus picos rasantes...
Las golondrinas son las únicas aves que
juegan y disfrutan volando; las demás aves vuelan por necesidad: para buscar
alimento, para construir sus nidos, para huír de sus depredadores. En cambio a
las golondrinas les sobra tiempo para divertirse. A veces me imagino que las golondrinas son unas
niñas juguetonas y alegres convertidas en aves que gritan, que ríen y que se
burlan de los hombres como preguntándoles:
¿De qué les sirve a ustedes la inteligencia si nunca son felices?
De nada, les
respondería yo; de nada nos sirve la inteligencia para ser felices, y es
porque ambicionamos demasiadas cosas, en lugar de agradecer y disfrutar las
muchas cosas que tenemos. Pero me
volví filósofa, perdón; estábamos sentados en un tronco frente al lago,
contemplando el paisaje.
Un hermoso arco iris resplandecía en la
llovizna lejana, misteriosamente suspendido en las alturas. Nítidamente
relucían los siete colores en su orden: rojo, anaranjado, amarillo, verde,
azul, índigo y violeta. Y en el agua, tranquila como un espejo, se retrataba ese bellísimo arco de luces y colores.
-- ¡Vámonos en barca, propuso Ariel, y pasemos por
debajo del arco iris!
Aprobado por unanimidad. Inmediatamente nos
embarcamos en nuestra canoa de remos y
nos dirigimos presurosos hacia el arco iris, con la ilusión de pasar por debajo
de la fantasía.
Pero ¿qué sucedió? que a
medida que avanzábamos el arco iris se iba retirando y destiñendo y
desapareció. ¡Qué desilusión! Se me pareció a la felicidad, que si la
perseguimos con demasiada codicia ella huye y se nos va. Dimos vuelta a la canoa y regresamos,
turnándonos los remos y el timón.
Arribamos
a la playa y saltamos a tierra. Al sentarnos en el tronco y contemplar
de nuevo la laguna, ¡oh sorpresa! de nuevo lucía el arco iris primoroso, y
apareció encima otro arco iris concéntrico,
tan resplandeciente y lindo como el primero. Mireya y Laurita contemplaban extasiadas esas
dos medias circunferencias de luces y colores, y de la pura felicidad se les
aguaron los ojitos. La dicha es fácil.
Al ocultarse el sol desapareció el arco iris. Entonces emprendimos el regreso a la finca, ya de
noche. Al acercarnos a casa nos salieron nuestros perros ladrando furibundos.
¿Por qué nos desconocieron? Porque veníamos en traje de baño y nunca nos habían
visto así; se nos había olvidado cambiarnos, qué risa. Nuestros morrales con la
ropa se quedaron a la orilla del lago donde nos habíamos desvestido; teníamos que regresar por ellos. Por otra
parte la casa estaba cerrada y oscura, nuestros padres no habían regresado todavía.
De camino a la laguna Laurita y Mireya,
temerosas de la oscuridad, caminaban de gancho delante de nosotros. Entonces
Félix y Ariel, haciéndose los miedosos y para burlarse de las nenas, se me
acercaron y me tomaron también de gancho, uno a cada lado. Sonreímos, nosotros éramos muy
hermanables.
Caminábamos en silencio como si nos halláramos bajo un grandioso
templo, el templo de la Creación. Miles de luciérnagas revoloteaban por los
campos embelleciendo la oscuridad con
sus destellos. Arriba, en el cielo
nocturno, las estrellas titilaban
brillantísimas. Escuchábamos el trinar
diminuto de los grillos. Entonces recordé la estrofa de un poema y se la recité a mis hermanos, que siempre me escuchaban con respeto:
¿Quién a la noche
sosegada y triste
la enjoyó de
cocuyos y luceros?
¿Quién le trajo
un concierto de violines
al nivel de las
flores y del trébol?
Caminando a la luz de las estrellas y de la
grandiosa Vía Láctea llegamos por fin a
la laguna; buscamos nuestra ropa y nos
vestimos. Ya íbamos a regresar cuando nos llamó la atención un luminoso
enjambre de cocuyos que venían volando hacia nosotros con sus foquitos
encendidos. Los cocuyos son unos cucarroncitos de color marrón, y fosforescentes como candelillas o luciérnagas. Aterrizaron en el pasto, a nuestros pies. Inmediatamente, locos de
felicidad, nos dedicamos a recogerlos
con cuidado y con cariño y a enfrascarlos
en botellas trasparentes y vacías de
agua cristal.
-- ¿Los cocuyos pican? preguntó Mireya.
-- No pican, respondió Félix.
-- Tengo una duda, comentó Laurita
¿Cómo hacen los cocuyos para seguir alumbrando cuando se les agoten las pilas?
-- Mi amor, los cocuyos no tienen pilas, le
contesté. Bueno, sí tienen, pero las van
recargando con energía química; es un prodigio de la naturaleza, mejor dicho,
de Dios.
-- No recojamos más cocuyos, propuso Félix, con estos basta, vámonos.
Y no tapemos los frascos para que no se asfixien los cocuyos.
Y no tapemos los frascos para que no se asfixien los cocuyos.
Cada uno de nosotros había recogido en su
botella unos quince o veinte cocuyos, y todavía quedaron muchos dispersos en el pasto, que alumbraban como bombillitos entre el musgo de un pesebre
navideño.
-- ¡Viva mi linterna mágica! exclamé yo, radiante de emoción y levantando
mi botella luminosa.
-- ¡Viva mi farol! gritó
Mireya, y levantaba también su frasco titilante.
Nuestras caras, a la luz fosforescente de
los cocuyos enfrascados, se veían pálidas, color marfil; y al reírnos, nuestra dentadura se veía
chistosa, y entonces más reíamos. La
dicha es fácil.
Continuamos el regreso al hogar en fila
india. Me acerqué a la espalda de Félix
y pude leer la marca de su camisa: Made in China. Inmediatamente buscamos
más letreros para leer a la luz de los cocuyos. Por suerte la blusa de
Mireya parecía hecha de recortes de periódicos, según la moda infantil de
aquellos tiempos. Rodeamos a la niña con nuestros frascos y empezamos a leer en
voz alta, por turno. Félix leyó:
-- Pío 12 previene
a los romanos contra una posible
invasión de Hitler a la Ciudad Eterna, con lo cual Roma dejaría de ser
eterna...
-- ¡Pánico en Oceanía! leyó Ariel; El volcán Cracatoa nuevamente amenaza con otra
catastrófica erupción.
-- Eclipse total de sol visible en Colombia y Panamá,
leí yo.
-- ¡Tenemos que ver ese eclipse! exclamó
Laurita emocionada.
-- ¡Mi amor, le dije, estas noticias son viejísimas, el eclipse ya pasó hace tiempo. Y añadí: ¡Vámonos, que ya es
tardísimo!
Seguimos al trote, hacia la casa. De pronto
Ariel, que iba de puntero en la fila, se detuvo
y nos dijo:
-- Tenemos que regresar otra vez a la laguna.
-- ¿Pero por qué?
le preguntó Félix intrigado.
-- Pues porque otra vez se nos quedaron los morrales junto al
lago. Nos reímos; tal
había sido nuestra emoción por los cocuyos.
-- Que Félix y
Ariel vayan a traerlos, propuso Laura.
Inmediatamente Félix y Ariel regresaron a
la laguna apostando carreras. Pronto estuvieron de vuelta con los
morrales y seguimos caminando hacia la
casa. Al acercarnos salieron otra vez
los perros a recibirnos, pero ya no amenazándonos como cuando vinimos en traje
de baño, sino que nos batían la cola muy
fiesteros. A los perros les llamó la
atención la luz de los cocuyos y se acercaron a olfatear los frascos
luminosos. La casa ya estaba abierta, aunque oscura y silenciosa, acababan
de llegar nuestros padres, entramos
cantando:
Y
todo a media luz...
a media
luz los besos
y a media
luz los dos.
Salieron al patio papá y mamá, y al ver lo
que nunca habían visto en la vida se llevaron las manos a la cabeza, mi madre
se santiguó. ¿Qué era lo que nunca habían visto en la vida? Pues a sus cinco
niños alumbrándose con frascos llenos de
cocuyos, eso parecía de ciencia ficción,
y era realidad.
-- ¡Esta es demasiada belleza! prorrumpió
mi madre emocionada.
-- ¿Qué piensan hacer
con esas criaturas luminosas? preguntó
mi padre.
-- Llevarlos al
museo del colegio, propuso Félix.
-- ¿Para que los pinchen con un alfiler y los claven en un cuadro? protestó Laurita. ¡Eso sí que no!
-- ¿Para que los pinchen con un alfiler y los claven en un cuadro? protestó Laurita. ¡Eso sí que no!
-- Entonces pongamos cría de cocuyos tipo exportación,
propuso
Ariel, con tapa premiada. Nos
reímos.
-- Yo propongo lo siguiente, sugirió
Mireya: Como mi hermana Alcira pronto cumplirá sus quince años y le haremos una gran
fiesta, pues que una modista le confeccione un lindo traje adornado con cocuyos
vivos. Ese sí sería un “traje de
luces”. Ganaría el premio.
Me emocioné con la propuesta de la niña: un
traje de cocuyos...Era demasiada belleza para mi vanidad de colegiala. Sentí
alegría, orgullo y gratitud con mi hermanita, y solo se me ocurrió estrecharla
entre mis brazos y besarla. Gracias, mi amor, le dije sonriéndole. Y
como sentí que se me venían las lágrimas,
para disimular me retiré diciendo:
-- Voy a servirles ya la cena, y me dirigí a la cocina.
-- Voy a servirles ya la cena, y me dirigí a la cocina.
-- Por esta noche, dijo mi madre,
ya sé cuál va a ser el oficio de los cocuyos. Vengan y
entremos al comedor.
Una vez que entramos, mi madre sopló las
velas y pidió que las remplazáramos por
las linternas mágicas, y así lo
hicimos; papá comentó:
-- ¡Esta sí es una cena bien romántica! Y estas luces
no se apagan con soplarlas.
Mamá rezó la bendición de la mesa y nos
sentamos. Las botellas de cocuyos alumbraban con una luz fosforescente,
fantástica, irreal. ¿En qué hotel de cinco
estrellas estarían los comensales
alumbrándose con este lujo exótico? Solo en nuestra humilde mesa. Aplaudimos
espontáneamente y antes de empezar a
comer cantamos:
Dios está aquí,
¡qué hermoso es!
Él lo
prometió
donde hay
dos o tres.
Terminada la cena y levantados los platos y
cubiertos e inclusive el mantel, cada uno
vació su frasco de cocuyos sobre
la mesa. Unos cocuyos cayeron al derecho y otros al revés, o sea bocarriba. Y aquí vino la gran sorpresa: los cocuyos que cayeron al revés hacían clic, daban
un salto y caían al derecho, o sea se enderezaban solos. Papá y mamá se
volvieron niños jugando con nosotros. Mucho nos divertimos repitiendo el
experimento: volteábamos al revés los cocuyos y aguardábamos el clic y
el salto mortal que los enderezaba.
Eran insectos acróbatas. Ver para
creer.
Aplaudimos a Dios, que así había programado a los cocuyos con un resorte
secreto que se disparaba para
enderezarlos. En cambio los cucarrones ordinarios carecen de ese mecanismo y pueden morir de hambre si no se enderezan, lo mismo
las tortugas, sentido pésame.
-- ¡Niños, a dormir! dijo mi madre, que mañana tenemos que madrugar.
Inmediatamente les dimos a papá y a mamá el
besito de las buenas noches. Ellos
subieron a su habitación. Nosotros enfrascamos de nuevo los cocuyos y nos dirigimos a la sala y allí nos
acostamos, vestidos, en la alfombra. No teníamos sueño, nuestra felicidad era
jugar con los cocuyos. Mi madre desde su
alcoba, como todas las noches, nos dio su maternal y última orden de rutina:
-- ¡Niñas, apaguen ya esa luz y duérmanse!
-- ¡Niñas, apaguen ya esa luz y duérmanse!
-- Mamá, le pregunté en voz alta: ¿cómo se
apagan los cocuyos?
Se rieron mis hermanos.
Se rieron mis hermanos.
Mi madre no contestó nada, pues no sabía
cómo se apagaban los cocuyos. Laurita se levantó y corrió a la pieza de mis
padres, rebulló a papá, que ya estaba durmiéndose, y le preguntó:
-- Papi, ¿cómo se apagan los cocuyos?
-- Mi amor, ese no es problema nuestro, ellos verán
cómo economizan energía.
La niña regresó y nos dijo:
La niña regresó y nos dijo:
-- Papá dice que los cocuyos no tienen problemas de
energía.
Entonces nosotros, tendidos de medio lado y
mirando nuestros luminosos frascos, vimos cómo los cocuyos iban apagando poco a
poco sus foquitos... Quedamos en la oscuridad. Ellos y nosotros fuimos quedándonos dormidos.
Esa noche soñé con la fiesta de mi cumpleaños según la imaginó Mireya. Vi en un elegante salón a una princesa estrenando un traje de cocuyos... Esperaban a un Príncipe Azul para empezar el baile.
Pero si yo no
tengo Príncipe Azul, reflexioné en el sueño. Y en el sueño descubrí que esa joven
no era yo, pues al acercarme a
ella y examinar su brazo izquierdo, no encontré mi lunar característico.
Puesto que en los sueños uno desciende al
subconsciente y allá descubre muchas verdades, descubrí que yo había tenido una
hermanita gemela que no sobrevivió al nacer, y de quien nuestros padres nunca
nos dijeron nada. Tal vez esa niña era la princesa que yo vi en mi sueño. Lo que
pudo haber sido y no fue. Misterios.
A media noche ladraron los perros. Nos
despertamos e inmediatamente revisamos nuestros frascos de cocuyos: estaban
vacíos, y los cocuyos revoloteaban por la pieza con sus foquitos encendidos,
iluminando la habitación con lucecitas
fosforescentes como luces de bengala.
-- ¿Para qué les sirve la luz a los cocuyos? preguntó Mireya.
-- Para buscar a sus novias, le
respondí.
-- Pues entonces démoles la libertad para que vayan a
buscar a sus chinitas.
Nos reímos.
Nos reímos.
Me levanté, abrí la ventana y les dije a
los cocuyos: ¡Podeis ir en paz! Salieron
precipitadamente como salen
las chispas de una rueda de
esmeril...
Aplaudimos.
Volví a acostarme en la alfombra y nos volvimos a dormir
profundamente. Nos despertaron los trinos del amanecer. Laurita se sentó y
nos dijo:
-- Soñé que habíamos encerrado cocuyos en botellas trasparentes y que
habíamos cenado a la luz de los cocuyos.
-- Mi amor, le dije, no
fue un sueño, fue la pura realidad, mira tu frasco y mira el mío: todavía quedan cocuyos en el fondo.
Terminado el desayuno en familia, papá y mamá tenían que viajar en buque de río
hacia la costa atlántica. El único vehículo de que disponíamos por el momento y
que los llevaría al puerto fluvial para abordar el barco, era un tractor. El
recorrido era de unos cinco kilómetros por una carretera veredal.
Llegó el motorista, Vladimiro, tío nuestro,
hermano de mamá, conduciendo el tractor. Mis padres salieron con sus
morrales, listos. Los despedimos de besito en la mejilla, subieron al aparato y
se sentaron, cada uno sobre un guardabarro de las enormes llantas, a lado y
lado del chofer.
-- ¡Mucho juicio!
nos recomendó mi madre santiguándose.
Arrancó el tractor, vimos cómo se alejaba
levantando polvo...Cuando lo perdimos de vista nos dijo Félix:
-- Cinco kilómetros no es nada, corramos hasta el río y despidamos a
nuestros padres cuando vayan a subir al
barco.
Nos convenció Félix y empezamos a correr
por la trocha del tractor, pero cuando vimos que las niñas pequeñas se
atrasaban, dejamos de correr y seguimos caminando a paso largo, Laurita siempre al trote. Por fin
llegamos al embarcadero; no era un puerto propiamente sino un barranco,
un "arrimadero" como dicen los
bogas. El viejo barco, de gran rueda impulsora, estaba orillado, envuelto en
nubes de vapor como las locomotoras antiguas. Me imaginé que por eso a tales
barcos los llamaban "vapores".
Desde la orilla del río distinguimos a
nuestros padres allá en la barandilla de
cubierta. Ellos estaban distraídos contemplando una bandada de guacamayas de bellísimos colores que cruzaba
en ese momento por el aire. Para lograr que nuestros padres nos vieran gritamos
todos a la vez: Papááá...Mamááá...
Papá y mamá nos vieron y agitaban las
manos, felices con la sorpresa que les dimos. Nosotros brincábamos y
manoteábamos, las niñas les mandábamos
besitos.
El barco dio tres pitazos roncos en señal
de despedida y fue zarpando lento, solemne. Los pasajeros en cubierta se despedían agitando manos y pañuelos. Nuestros papacitos se nos perdieron en medio del gentío. Ya solo veíamos el barco por detrás: una enorme rueda hidráulica que como una
noria giraba sus paletas levantando una cascada de olas turbias, y en el río se alargaba una cordillera de surcos turbulentos y espumosos...
Quedamos pensativos en la orilla. ¿Y ahora qué? De pronto vimos
que se acercaba Vladimiro en su tractor y
sonriendo parecía invitarnos a
subir a su vehículo. ¡Qué dicha, no contábamos con regresar a la finca sobre ruedas! Ágilmente nos encaramamos al
tractor y nos sentamos sobre los anchos
guardabarros, y de pura dicha rompimos a cantar:
Ni se compra ni
se vende
el cariño verdadero;
no hay en el
mundo dinero
para comprar los quereres.
-- ¡Vienen los toros! gritó Vladimiro. ¡Los toros bravos! Y vimos que venía una manada de toros
de lidia trotando y levantando polvareda, arreados por jinetes. Vladimiro se
orilló y frenó.
-- ¡Todos al potrero, rápido! mandó con nerviosismo.
Saltamos a tierra, pero cuando fuimos a
pasar por entre los alambres de púas no cabíamos, los espacios eran demasiado
estrechos, la única que pasó fue Laurita dejando jirones de blusa en las
espinas. En seguida el tractorista, sin pensarlo dos veces, agarró a Mireya por
la cintura y la aventó por encima de la cerca... La niña, que era porrista en su colegio, dio una voltereta por el aire, abrió y
cerró piernitas y cayó
de pie. Merecía un aplauso.
Ariel y Félix escalaron la cerca alambre
por alambre y saltaron al potrero. Solo faltaba yo. Pensé que Vladimiro me iba
a prender por la cintura y a volearme también como a Mireya. Me daría vergüenza dejarme alzar así por un
hombre; yo, casi una señorita. Por
fortuna Vladimiro halló otra solución: se puso en cuatro junto a la cerca y me
ofreció su espalda diciéndome:
-- ¡Súbase, mi amor! Yo puse un pie en su espalda y escalando los
alambres con gran agilidad salté al
potrero. Luego el tío se atrincheró detrás de su tractor mientras pasaban los
toros. Y pasaron sin hacernos daño.
Respiramos.
Pasado el susto de los toros, teníamos que buscar el broche para salir del
potrero. Broche es una puerta provisional de alambres que se
pueden enganchar y desenganchar
manualmente.
-- ¿Por qué un potrero se llama potrero? me preguntó Ariel.
-- Pues porque ahí se crían los potros, le
contesté. ¡Véalos, ahí vienen!
Dos caballos negros y uno blanco se nos
vinieron amenazantes, caracoleando y relinchando; arqueaban el cuello y
sacudían las crines, batían la cola, alzaban las patas traseras y daban coces
al viento.
-- ¡Sálvese quien pueda! gritó Félix y nos asustó a todos; las niñas se
me abrazaban, los niños les tiraban piedras para espantarlos. Por fin se
calmaron y se vinieron paso a paso.
-- ¡Tranquilos!
exclamó Vladimiro desde su tractor, al otro lado de la
cerca; tranquilos, que esos caballos son
“señoriteros”.
-- ¿Cómo así que “señoriteros”? le preguntó Félix.
-- Pues que son mansos, para que monten las
señoritas, respondió mi tío.
-- Yo soy señorita y quiero montar, exclamé al momento entusiasmada; pero estos
caballotes son muy altos.
-- El secreto es remedarlos primero, explicó
Vladimiro, o sea que primero ustedes
tienen que relinchar, y cuando los caballos contesten con otro relincho,
entonces sí pueden montar; empiecen.
Empezamos a relinchar: ji ji ji... ju ju ju… todos atacados de risa. Félix y Ariel relinchaban, Mireya y
Laurita relinchaban, yo relinchaba. Mi tío
se moría de la risa. Los caballos
no contestaban.
-- Voy a enseñarles
cómo se relincha, dijo
mi tío, y ahuecando los labios de cierta manera emitió un auténtico relincho.
Inmediatamente los tres caballos
relincharon, ante nuestra admiración y nuestra risa. Y, lo más bello de todo,
se arrodillaron como los camellos del
desierto. Aplaudimos.
-- Son caballos de circo amaestrados, explicó el motorista. ¡Aprovechen y
monten en pelo!
Monté en el caballo blanco y me agarré de
la crin. Ariel y Félix montaron en los negros y también se agarraron de la crin.
Mireya y Laura montar al anca, cada una a la espalda de un hermano.
-- Ahora listos, voy a relinchar de nuevo, dijo el
motorista; ahuecó los labios y
relinchó.
Los caballos se levantaron bruscamente y
nosotros dimos un bote y fuimos a parar de espaldas al potrero; fue para risas.
-- ¿Esto es lo que
llama usté señoriteros? le pregunté a mi tío; él se reía.
-- ¡Haga más, relinche otra vez! le pidió Laurita.
Vladimiro relinchó de nuevo y los
caballos volvieron a relinchar y se
volvieron a arrodillar. Montamos de nuevo, esta vez nos agarramos mejor. El tío
relinchó de cierta manera... y
los caballos se levantaron lentamente,
como para damas. Ahora sí se mostraron señoriteros.
-- Bueno, yo me voy, dijo mi tío, diviértanse otro rato con las bestias. El broche está junto al guayacán de flores
amarillas. ¡Mucho juicio, adiós! Subió al tractor, empuñó las palancas,
prendió el motor y se alejó.
Nosotros nos encariñamos de los caballitos,
mejor dicho caballotes. Eran del circo que se había instalado junto al pueblo.
Nunca habíamos montado en caballos de verdad, de carne y hueso; solo en los de
carrusel.
-- ¿Y ahora cómo se hace para que los caballos anden?
preguntó
Félix, ¿habrá que relinchar de nuevo?
Volvimos a relinchar...los caballos no se
movían. En esas recordé que cuando los arrieros gritaban ¡Arre! las mulas andaban, y se lo dije a mis
hermanos; entonces gritamos todos: ¡Arre!
Los caballos salieron a la carrera por el
potrero...nos agarrábamos fuertemente de la crin. Mireya y Laura se agarraban
de los cinturones de los jinetes.
-- ¿Cómo se hace para que los caballos se detengan? preguntó Ariel.
-- Hemos debido leer antes las instrucciones, contestó
Félix.
Cuando nos acercábamos al guayacán amarillo
los caballos desaceleraron y pararon. El
broche estaba abierto, con razón se habían entrado a ese potrero. Los caballos
salieron a la vía y empezaron una marcha especial, como para un desfile.
Íbamos de a tres en fondo: yo en el centro en mi caballo blanco, mis hermanos
en los negros a lado y lado. Como eran caballos de circo, empezaron a
marchar bailando con aire de
pasodoble... Nosotros, felices, nos meneábamos al ritmo y empezamos a cantar:
Doce cascabeles
lleva mi caballo
por la carretera,
y un par de
claveles al pelo prendíos
lleva mi romera.
En pelo y sin riendas, no los podíamos
controlar; tampoco nos atrevíamos a brincar al suelo desde tan alto. No había
más remedio que dejarnos llevar. Al
entrar al pueblo nos informaron que esos caballos se habían escapado del circo
y nadie sabía su paradero, y que los necesitaban ahora mismo para una
presentación en público.
Unas niñas al vernos gritaron de alegría: ¡Encontraron los caballos! y se vinieron acompañándonos hasta que
entramos a la pista del circo, bajo la gran carpa, en plena función. El público nos recibió con
una entusiasta gritería.
En seguida un domador le hizo una
señal a un elefante...Este se acercó
lentamente a mi caballo blanco, levantó la trompa, con ella me envolvió por la cintura y con toda
elegancia me ubicó en el piso. Yo hice una venia al público y un paso de balé
como si fuera una bailarina de tutú. Me aplaudieron. Luego pedí un
aplauso para el elefante, que se había portado tan señoritero.
A continuación cuatro elefantes con la
trompa desmontaron a mis cuatro hermanos.
Y terminó el show de caballos y elefantes, que desfilaron hacia el interior.
Y terminó el show de caballos y elefantes, que desfilaron hacia el interior.
Llegó un entrenador y anunció por
micrófono que por falla de una de las
integrantes del grupo se omitía el espectáculo de las porristas. Protesta
inmediata del público, rechifla. ¡Que nos devuelvan la plata! gritaban.
-- ¡Yo soy porrista! le anunció al
punto Mireya al entrenador.
-- ¡Mi hermana es porrista! le confirmé yo.
El hombre la aceptó al momento y volvió al micrófono para retractarse:
-- ¡Pásenla por inocentes! ¡Sí hay porristas! Nutrido aplauso y
gritería.
Una actriz
se llevó a Mireya de la mano para
vestirla con el uniforme del grupo. Mientras tanto Laura, Félix, Ariel y yo nos ubicamos entre los
espectadores en primera fila, al nivel de la pista. Aguardábamos ansiosos la
presentación de Mireya, me palpitaba duro el corazón.
De pronto salen del camerino las porristas en llamativos disfraces
brincando, gritando, dando saltos
mortales, luciendo lindos brazos y lindas piernas, al
ritmo de música brillante y bajo
potentes reflectores. El público
aplaudía frenéticamente, nosotros aplaudíamos y gritábamos. Félix, entusiasmado con la gracia de
nuestra hermanita, comentó:
-- ¡Ahí va Míreya, es la menor de todas, mírenla!
-- Es la más bonita, exclamó Laura.
-- Y la más
crespa, añadió Ariel,
y esa risita...
Yo aprobaba todo lo que decían mis
hermanos, nos sentíamos orgullosos de tener una hermana artista de circo.
Las porristas desarrollaban su rutina con maestría fascinante, luego se prepararon para
catapultar a Mireya, o sea para mandarla con gran impulso hacia lo alto. Mireya subió a las manos de dos porristas grandes y forzudas, que
la dispararían...
Pero ¿qué sucedió? que esas dos muchachas estaban
acostumbradas a lanzar al aire a porristas más grandes, en cambio Myreyita era peso pluma. Cuando la dispararon les sobró impulso y
vimos que la niña subía y subía por el
aire... llegó hasta el
trapecio de los acróbatas y se agarró
del palo con ambas manos. Suspenso... ¿Y ahora qué?
Se
calló la música, todos teníamos los ojos fijos en Mireya, los reflectores la
enfocaron. La niña no podría soltarse desde allá porque estaba demasiado alta y caería muy duro
y el golpe
sería fatal para ella y para las porristas que la recibieran.
Llegan diez bomberos con un gran círculo de lona y se ubican debajo de la niña. Mireya se colgó de las corvas, la faldita se le volteó, blanqueaban las piernitas. Pensábamos que la niña se dejaría caer sobre la lona salvavidas, pero ella demoraba en resolverse, parecía que lo hiciera de propósito para que aumentara nuestra angustia; le encantaba hacer picardías.
Mireya así colgada de las corvas se zafó las 6 pulseras que traía en los brazos y las fue soltando una por una...A cada pulsera que caía la gente se reía. Ahora está soltándose las cintas rojas con que se anudaba las colitas del cabello. Arrojó las cintas, las cuales en vez de bajar subieron por al aire ascendente y quedaron enredadas en el techo. Al quitarse las cintas, la rizada y rubia cabellera se descolgó y ondulaba con la brisa. Más que rubia parecía dorada, con la intensa luz de los potentes reflectores.
Por fin Mireya se enderezó y se puso de pie sobre el palo del columpio, agarrada de las dos cuerdas. Ahora se está encomendando a Dios... ahora se santigua...ahora se concentra... Las porristas desde abajo empezaron a gritarle la cuenta regresiva: cuatro... tres... dos... uno... ¡cero!
Mireya
dio un volantín por el aire y girando como un ovillo descendió y cayó en la lona de los bomberos.
Atronaron los aplausos y la gritería. Nosotros, sus cuatro hermanos, corrimos y
saltamos a la lona y nos comimos a besos
a Mireya. Llorábamos de la emoción. Los bomberos nos dieron vuelta de pista en medio de las
aclamaciones. El público nos arrojaba
claveles y jazmines, que caían sobre la lona.
Mientras tanto las porristas, en el vestier, comentaban entre sí:
-- ¡Esa china Mireya se robó el
show!
-- Se lo merecía
porque es muy linda y risueña.
-- Y nada orgullosa ni creída.
-- Nos libró del fracaso, ya nos iban a expulsar del
circo.
-- Inscribámosla para
siempre en nuestro grupo, vamos.
Dicho esto las porristas salieron otra vez
a la pista brincando y haciendo algarabía... Se encaramaron unas sobre otras
formando una pirámide, Mireya se trepó y quedó en el vértice. El
entrenador tomó una corona de laurel y
desde lejos, como quien arroja un frisbi
o platillo volador, se la arrojó a Mireya. La niña la agarró al aire y la mostraba al público, triunfante. ¡Estallaron los aplausos y la gritería! De
pronto se desplomó la pirámide como un castillo de naipes, en medio de risas y
de nervios. Y las porristas
acometieron a picos a mi hermana.
Terminó la función, se fue la gente.
Habíamos encontrado y devuelto al circo los caballos, habíamos evitado el
fracaso de las porristas, habíamos presentado en el circo un número
extraordinario fuera del programa. Se acreditó el circo. A la salida la esposa
del empresario nos fue dando la mano, y en cada mano dejaba una moneda de oro reluciente, por
valor de muchos dólares.
Regresamos a casa muy de noche. Nos
salieron a recibir nuestros perros,
gatos, y micos. Los acariciamos a
todos y nos fuimos a dormir. Esa noche volví a soñar con la princesa y su traje de cocuyos...
Como nuestros padres estaban de viaje por la
costa, nosotros mismo nos preparábamos la alimentación. Estábamos desayunando alegremente cuando
llegó un paje del circo cabestreando tres avestruces. Se alborotaron nuestros
perros y les ladraban, erizados; los avestruces no se inmutaban. Salieron los
tres micos nuestros y abusivamente cada mico saltó a la espalda de un avestruz
y empezó a espulgarlo; tampoco se inmutaron las aves.
-- Que los místeres las mandan saludar a ustedes, habló
el pajecillo, y que las esperan en el circo para ensayar los números de esta
noche. Aquí les mandan los disfraces y las bestias para que se trasladen (llamaba
bestias a los avestruces). Dicho
esto el paje descolgó un bulto de ropa que traía a la espalda y nos lo entregó.
Locas de emoción y de sorpresa, las tres
niñas entramos a cambiarnos y salimos
vestidas de tutú, o sea con
faldilla de balé. Mis dos hermanos disfrazados de guardas suizos, como
los del Vaticano. Ellos irían a pie escoltándonos a nosotras las princesas. El paje nos ayudó a montar en los avestruces porque ellos no se
arrodillan como los camellos. Montadas en esas aves exóticas nos dirigimos al pueblo; éramos la mejor
propaganda para el circo. Las tres hermanas íbamos sentadas sobre plumas... Nos precedían los
guardas suizos con su traje a rayas y su sombrero empenachado.
A nuestro paso por las calles se iba agolpando una
multitud de niñas y de niños que nos acompañaban con su gritería. Desembocamos
en el circo, al comienzo de la función del
mediodía; no hubo tiempo de ensayar.
Justo en ese momento estaban presentando un tigre
de Bengala, y no enjaulado sino libre, en medio de la pista de presentaciones. El
domador anunció por micrófono que la
persona que fuera capaz de darle un beso al tigre se ganaría de premio un
tigrillo amaestrado; (tigrillo no es un cachorro de tigre sino otro felino del tamaño de un gato montés). Nadie se le medía, nadie levantaba la mano para decir yo beso al tigre. Entonces yo,
Alcira, ya casi quinceañera, tuve una corazonada y reflexioné así:
-- Las fieras son menos fieras que los hombres. El
tigre me respetará como mujer, él no es cobarde. Yo me le mido.
Salté del
avestruz, corrí en mi traje de
balé y me arrodillé delante del tigre, sentado sobre las patas traseras.
Calló la música, se hizo un silencio impresionante, los reflectores me
enfocaron. El tigre abrió las fauces de afilados colmillos y se relamía como
saboreándome antes de engullirme, y cuando estiró el hocico para olfatearme lo
besé. ¡Estallaron los aplausos y la
gritería! Y me entregaron mi tigrillo juguetón, adornado con un elegante lazo
de cinta roja al cuello. La única que
protestó con un rugido amenazante fue la tigresa, que se llenó de celos por haber yo besado al tigre su marido.
Una sicóloga me entrevistó al momento y me
preguntó por qué me atreví a besar al tigre, le contesté:
-- Así como se dice que todos llevamos en el alma un niño,
también se podría decir que todo
tigre lleva en su interior un gato, un gato juguetón. A la sicóloga le hizo
gracia mi respuesta, y aprobó con una venia.
A la salida del circo la esposa del empresario nos sorprendió con más albricias: a Laurita un anillo con diamante, a Mireya un par de aretes de esmeralda y a mí un collar de perlas finas. Para Félix un calidoscopio y para Ariel una brújula.
Para regresar del circo a la casa no nos prestaron
avestruces sino vicuñas peruanas. Ellas
son orgullosas y no se arrodillan como los camellos.
Cuando llegamos a la finca nos salieron los perros
ladrando amenazantes y ya iban a morder a las vicuñas, pero ellas tienen un
recurso para defenderse, un recurso exclusivo de ellas, que no nos
imaginábamos: escupieron a los perros, a cada uno un salivazo. Los perros
huyeron humillados, con la cola entre las piernas. Soltamos la risa.
-- ¡Tan maleducadas!
comentó Laurita.
--
Peor sería que mordieran, respondió Félix.
-- O que se defendieran a coces, completó Mireya.
Salieron a recibirnos papá y mamá, que habían regresado de la costa. Besitos, risas y abrazos.
-- ¿Nos trajeron algo del mar? les preguntó Laura. ¿Siquiera caracoles o conchitas?
-- Malas noticias,
respondió
mi padre preocupado.
-- Perdimos el viaje, añadió mi madre, y
perdimos la plata.
-- Tranquilos,
comentó
Laura, que nosotros sí les tenemos muy buenas sorpresas.
Y diciendo esto les mostramos las monedas de oro, relucientes...A mis padres les
brillaron los ojos; jamás en la finca se habían visto monedas de oro, solamente
nuestras abuelas hablaban de morrocotas de antes de las guerras civiles.
Mi madre
cayó en la cuenta de que estábamos estrenando aretes, anillo y collar. Se sorprendió y nos preguntaba de dónde habíamos sacado las
monedas y las joyas.
-- ¡Del circo, mami! le
respondí emocionada. ¡Somos
artistas!
-- ¿Cómo así? preguntó
papá extrañado, ¿en qué líos nos estarán metiendo estas chinitas?
-- Más bien sacándolos de líos, aseguró
Mireya. Podremos ya salir de deudas, pintar la casa y matricularnos de nuevo
en el colegio.
Ariel
enseñaba su brújula. Absortos admirábamos esa aguja magnética, temblorosa y
misteriosa, que oscilando buscaba siempre el norte.
-- Bueno, una brújula
nos cae bien para orientarnos, apuntó mi padre con risita
picaresca, para saber tomar un rumbo en la vida. Lo dijo
aludiendo a que yo tenía dos novios gemelos y no sabía por cuál de ellos
decidirme.
Félix sacó a lucir su calidoscopio, ese anteojo
mágico; se lo prestó a mi madre. Mamá lo
acercó a un ojo y observaba esa fantasía de colores simétricos que se agrupaban
o se desarmaban al menor movimiento. El calidoscopio fue pasando de mano en
mano y de ojo en ojo, hasta que miró toda la familia.
-- ¿Qué quiere decir
calidoscopio? preguntó Laurita.
-- Calidoscopio quiere
decir bella visión, es palabra
griega, le respondí.
Durante el almuerzo, conversando en
familia, se habló de programar la fiesta de mi cumpleaños. Convinimos en que
invitaríamos a cenar a una familia vergonzante, o sea que había
venido a menos por quiebra en los negocios. Además eran familiares nuestros, y además allá
estaban mis adorados mellizos, Germán
y Jacinto, ambos de quince años, y yo era para ellos su adorado tormento.
-- ¿Mellizos es lo mismo que gemelos? interrogó Laura la preguntona.
-- No es exactamente lo mismo, le
respondí, algún día te explicaré. Pero
en todo caso son los hermanos o hermanas que nacieron en la misma noche; la
gente suele decir indistintamente gemelos o mellizos, y así diremos.
LA
CEBRA FANTASMA
Estábamos charlando de sobremesa cuando llegaron dos gitanas de maxifalda floreada con una cebra de cabestro. Los perros salieron a olfatear a la bestia, pero no se atrevieron a ofenderla porque temían que la cebra también los escupiera como las vicuñas. Las gitanas nos pedían que les compráramos la cebra, y que después nosotros se la podríamos revender bien cara a los del circo. Mi padre les preguntó:
-- ¿Y por qué ustedes mismas no se la ofrecen
directamente al circo?
-- Porque como tenemos fama de estafadoras, pensarán
que la cebra no es legal. En cambio ustedes no sospechan de nosotras porque ya nos conocen y saben que
somos gente de bien.
-- Lo malo es que ahora no tenemos ni un centavo, apuntó
mi madre. No tenemos sino
deudas. Dejen la cebra mientras tanto ahí en el solar, que va
a llover. Lo pensaremos. Si acaso fiada, con plazo a un siglo.
Empezaron a caer goterones, las gitanas dejaron
apresuradamente la cebra y sin cerrar la
puerta del solar se despidieron y se fueron, cubriéndose la cabeza con la
mantilla. Papá le reclamó a mi madre:
-- Pero Lucía, por Dios, bien endeudados como estamos
y tú te comprometes a comprar un semoviente ornamental e inútil, con muy poca probabilidad de venta y
que nos puede costar un Potosí.
-- ¿Qué es Potosí?
le preguntó Laurita.
-- Belleza, después te explico; quise decir que vale un dineral.
-- ¡Mi anillo de diamante vale un Potosí! exclamó ufana la niña levantando la mano
con sortija.
-- ¡Mis aretes de esmeralda valen dos Potosíes!
afirmó
airosa Mireya, y hacía tintinear sus candongas moviendo la cabecita de un lado
a otro.
-- ¡Mi collar de perlas finas vale tres Potosíes!
Y punto.
-- Yo les propongo lo siguiente, dijo
Ariel: vámonos esta tarde al circo montados en la cebra.
-- ¡Genial!
exclamamos. Laura y Mireya
brincaban y brincaban.
-- Ensillemos ya la cebra y probémosla, dijo
Félix; en esas...
-- Niñas, dijo
mi madre desde el comedor, la loza está sin lavar.
Niños, ayuden a secar los cubiertos.
Corrimos a la cocina. Lava que lava, seca que
seca, con la ilusión de ensillar el semoviente ornamental e inútil,
vestido a rayas como los soldados de la Guardia Suiza. Ya había escampado el
chaparrón, brillaba el sol. Laura obligó
a mi padre, tomándolo del brazo, a que nos ayudara a montar en la cebra. Yo convencí a mi madre,
que también tenía curiosidad. Ariel traía en brazos la montura. Llegamos al corral
y ¿qué vemos...?
Vemos no una cebra sino una burra gris común y
corriente. Se había desteñido la cebra, era una cebra artificial, pintada a
mano. El aguacero le había lavado las franjas negras. ¡Qué chasco!
-- ¡Vamos ya donde las gitanas! decretó mi padre contrariado.
-- Por fortuna no alcanzamos a comprarla, comentó
mi madre.
Nos dirigimos a la herrería de los gitanos. Nosotras, las tres niñas, montadas en la
cebra, digo en la burra. Abel, adelante, cabestreaba. Félix, detrás, arreaba.
Con nosotros se vinieron nuestros dos perros pastores alemanes, listos a respaldarnos en
caso de discusión. El perro se llamaba Whisky, la perra se llamaba Champa,
o sea Champaña. Llegamos a la
herrería.
-- ¡Bienvenidos! saludó Jeremías, el abuelo gitano, con un
delantal de cuero a la cintura y un martillo
de herrero en la derecha. Mi padre, sin rodeos, le dijo directamente:
-- Aquí está
su cabra, digo su cebra; y
agradezca que no venimos con el alcalde y con la policía.
-- No entiendo de qué se trata, respondió
el gitano. Esa burra no es mía. Explíquese, por favor.
-- Pues que unas gitanas de ustedes querían vendernos
un animal que parecía una cebra, pero el aguacero la destiño y apareció esta
burra.
-- Ya sospecho lo que pudo haber sucedido, replicó el
viejo. Ustedes los cristianos celebran
hoy la huída del Niño Dios a Egipto, cuando el rey Herodes mandó matar a
unos....
-- ¡Inocentes!
gritamos todos y soltamos la risa.
-- Claro, hoy es 28 de diciembre, comentó
mi madre. No caímos en la cuenta y sí caímos en la trampa.
-- Pero para que no pierdan el viaje, invitó
don Jeremías, sigan, descansen y se toman un jugo de naranja en escudilla.
-- Mami ¿qué es una escudilla? le susurró Laura a mi madre.
-- Escudilla es una tasa de cerámica pero sin orejas.
-- Y ¿por qué
le cortaron las orejas?
-- Mi amor,
después te explico.
Nos sentamos. En seguida una gitanilla de unos diez años de edad, de trenzas color
castaño y risita de hoyuelos, trajo una
bandeja con las escudillas de la naranjada.
Se las recibimos y empezamos a degustar esa delicia de refresco.
Se las recibimos y empezamos a degustar esa delicia de refresco.
-- Don Isaías,
le dijo Mireya, esconda sus perros porque van a pelear
con nuestros perros.
-- Muñeca, le respondió el viejo a la niña, yo no
soy Isaías sino Jeremías. Isaías
es mi hermano, la gente nos confunde.¿Por qué te parece que mis perros van a pelear con los de ustedes?
-- Porque sus perros son judíos, y nuestros perros
son católicos.
Soltamos la risa. Jeremías añadió:
Soltamos la risa. Jeremías añadió:
-- Los animales no declaran guerras de religión, eso
es tontería de los humanos.
En esas va entrando al patio la familia venida
a menos, o sea la de nuestros primos,
la familia que íbamos a invitar a mi fiesta de cumpleaños. Pedro el
papá, Celmira la mamá. Luego los dos
mellizos Jacinto y Germán, (mis novios gemelos). Rocío de nueve años, Camila
de siete y Yurany de cinco. Nos levantamos a saludarlos.
-- Venimos por nuestra burra, dijo la mamá. Esa burra durante el aguacero se escapó de nuestro patio y se fue para el solar
de ustedes. Y la cebra que estaba en el solar huyó para el circo, porque de allá es.
-- ¿Entonces no hubo tal burra disfrazada de
cebra? preguntó papá. Sino
intercambio de bestias.
-- Queda por aclarar, intervino mi madre ¿quiénes
fueron las gitanas que se presentaron a vendernos la cebra y cómo la
sacaron del circo?
En esas entraron, atacadas de la risa, las dos
gitanas de la broma, las que se habían presentado a nuestra finca ofreciendo la
cebra. Esas gitanas eran novias de
algunos artistas del circo, y ellos les habían facilitado la cebra para
hacernos la chanza. Después la cebra y la burra, al intercambiarse, nos confundieron y nos
complicaron la inocentada.
Entonces se declaró una deliciosa reconciliación de las tres familias, como cuando el sacerdote dice en la misa: ¡Démonos fraternalmente la paz! Nos abrazábamos y nos besábamos. Las gitanas sacaron instrumentos músicos y empezaron a tocar aires flamencos.
Entonces se declaró una deliciosa reconciliación de las tres familias, como cuando el sacerdote dice en la misa: ¡Démonos fraternalmente la paz! Nos abrazábamos y nos besábamos. Las gitanas sacaron instrumentos músicos y empezaron a tocar aires flamencos.
La chanza se convirtió en danza, pues la
gitanilla, que se llamaba Carmen pero le decían Carmenza y Carmencita, se lució
bailando, con sus trenzas que revolaban;
cascabeles en las muñecas y cascabeles en los tobillos. Pero sobre todo esa
sonrisa de picardía y esos hoyuelos en las mejillas... Con razón sobrevino lo
inevitable: amor a primera vista.
Mi hermano Félix, de diez años, se prendó
inmediatamente de Carmencita, también de
diez. La sacaba a bailar pieza tras pieza y a escondidas la besó. Ambas
criaturas estaban rosaditas. Las mamás los miraban y
sonreían.
Afortunado
mi hermanito Félix, pensaba yo para mis adentros, él sí encontró ya su amor sin
competencias. En cambio yo…¡No poder
decidirme por uno solo de los dos mellizos, Germán o Jacinto, con exclusión del
otro!
Ellos eran exactamente iguales de cara, de
cuerpo y de genio, tanto que ni la mamá los
distinguía. Y ambos se disputaban
mi corazón, ninguno renunciaba a mi amor, y cada uno decía que yo era su adorado
tormento. La atormentada era yo, Alcira, de catorce años y próxima a cumplir quince. Entonces eché de
menos a mi hermanita gemela que falleció al nacer. Nos habríamos cuadrado: un par de mellizas con un par de
mellizos.
-- ¿Qué hago yo, mami, con cuál de los dos novios me quedo?
-- Con ambos, mi amor, pero por ahora como simples amigos.
Cansados del baile, nos sentamos a
conversar. El tema de las charlas era mi doble
noviazgo; nos hacían bromas.
Alguien propuso que para salir de
dudas y decidirme por uno solo de mis dos galanes, echáramos a
la suerte con un par de dados.
Carmenza trajo el tablero de parqués. Jacinto alzó un dado, Germán alzó el otro. Yo temblaba, yo me tensioné. ¿Decidir
mi futuro, mi vida, mi felicidad con unos simples dados? ¿Y decidir
así la suerte del otro?
-- Pero esto es un simple juego, me apresuré a decir, no es lo definitivo.
Carmenza contó: ¡A la una...a las dos... y a
las tres! rodaron los
dados... Ambos a cincos, empatados.
Nuevamente: ¡A la una... a las dos... y a las tres! Ambos a cuatros.
Otra vez...ambos a seises. Otra vez... ambos a doses.
Todos
reíamos.
-- ¡Estos dados están rezados! dijo mi padre por chiste. Más
bien a un carisellazo. Y sacó una moneda.
-- Pido sello, reclamó Germán.
-- Pido cara, completó Jacinto.
Mi padre sopló la moneda remedando a los magos, se santiguó con ella, hizo
ademán de besarla; y por último con el
pulgar la disparó hacia el techo… La moneda voló girando y tintineando, descendió, cayó al suelo y rodaba... De
debajo de un sofá salió un gato juguetón y de un manotazo tiró la moneda al
jardín. Por más que la buscamos no se encontró. Tampoco se encontró el gato,
que no era de la casa ni de los vecinos. Nadie sabía de dónde había salido ese
animal. Quedó en el misterio.
-- Para eso somos las gitanas, dijo una de ellas, para averiguar el futuro. Venga acá,
joven, le dijo a Jacinto, y empezó a estudiarle las líneas de la mano…
Y la gitana le fue diciendo verdades:
1. Usted
está enamorado.
2. Usted
prefiere a las monas.
3. Usted
quisiera riquezas.
4. Usted
quisiera poder.
A continuación Germán le ofreció la mano. La gitana le diagnosticó exactamente lo mismo:
1.
Usted está enamorado.
2.
Usted prefiere a las monas.
3.
Usted quisiera riquezas.
4.
Usted quisiera poder.
-- O sea,
que tendremos la misma suerte en la
vida, concluyó
Germán.
-- Sí, porque son
mellizos y del mismo horóscopo, comentó mi madre.
-- O sea que ambos nos vamos a casar con Alcirita, se ilusionó
Jacinto.
-- ¡Ninguno se va a casar con Alcirita! les reviré yo con énfasis. Ustedes son codiciosos, y la felicidad
no está en las riquezas ni está en el
poder.
-- ¡Mija, por Dios! intervino mi padre, tampoco te puedes
negar así tan rotundamente, tú misma
dijiste que esto era un simple juego.
-- ¡Ya tengo la solución! gritó Ariel sacando a relucir su brújula. Esta aguja magnética es adivina, por algo
se llama “brújula” que quiere decir
“brujita”. Ella señalará quién debe ser el único novio de mi hermana.
Ariel pidió que Germán y Jacinto se cogieran de gancho, y él se colocó delante de ellos con su brújula. Esta empezó a oscilar de un niño a otro, vacilante y temblorosa... De pronto se estabilizó indicando a Jacinto, el cual gritó feliz y dichoso:
-- ¡Me la gané, me la gané, Alcirita es mía!
- Un momento, joven, le advirtió don Jeremías, permítame
su collar de cuentas. El viejo le
quitó a Jacinto el collar (que resultó ser una camándula o rosario de pepas de marfil fosforescentes, con una bella cruz plateada). Se lo impuso a Germán alrededor del cuello y añadió:
-- Ahora
repitan el experimento.
Los dos chicos se tomaron otra vez de gancho. Ariel se acercó a ellos con la brújula.... ¡Oh sorpresa! esta vez la brújula
señaló a Germán. Quedamos desconcertados.
Jeremías explicó el fenómeno:
-- Esta camándula tiene una cruz magnética, por eso atrajo a la
brújula. Aplaudimos, y a Jeremías empezamos a llamarlo “Salomón” por su
sabiduría.
Habían fracasado todos los métodos de adivinar el
futuro: los dados, la moneda, las gitanas y la brújula. También habrían
fracasado el tarot, las cartas y el horóscopo. El futuro no se deja atrapar, solo Dios lo
sabe.
-- Carmencita, le pidió el niño
Félix, queremos oírte otra
vez (el que quería era él
solo). La niña accedió con su risita de hoyuelos, se pasó para adelante las trenzas encintadas, y apenas sonó el rasgueo de las guitarras
rompió a bailar y a cantar:
Por las
líneas de la mano
yo adivino el
porvenir,
pero no adivino,
¡ay!
lo que será de
mí.
De la belleza gitana
se enamoran niño
y joven;
con mi risita de
hoyuelos
yo conquisto
corazones.
El donaire de mis
trenzas
y el son de mis
cascabeles
a los ricos
embelesa
y a los pobres
enriquece.
Se llegó el
grandioso día de mi cumpleaños y, contra toda previsión, lo celebraríamos en el
circo. Ya teníamos muchos amigos allá: el empresario y su señora, quienes en
atención a que habíamos encontrado y
devuelto los caballos nos habían premiado con monedas de oro y con joyas de
verdad.
Teníamos de aliadas a todas las porristas del circo,
gracias a que Mireya se había lucido con
su actuación inesperada, colgándose del trapecio y lanzándose a la lona de los
bomberos, y con ello había salvado al grupo, ya que por fallas humanas lo iban
a descontinuar. Por Mireya se acreditó el circo. Teníamos por aliados a los
avestruces, las vicuñas, las cebras y los elefantes. Más de medio circo
a favor
nuestro, además de payasos, trapecistas
y malabaristas.
Los empresarios del circo programaron mi fiesta
invitando a las tres familias: la nuestra, la de nuestros primos y la de las
gitanas; en total sesenta personas.
Llegada la hora
del espectáculo, al anochecer, bajo potentes reflectores y al ritmo de
música fiestera, fuimos apareciendo ante el público en desfile. Primero tres
elefantes ensillados, con nuestros padres y abuelos disfrazados. Seguían tres
jirafas con las porristas, que se resbalaban desde el cuello del animal hasta
la cola, y volvían a subir para volverse a resbalar. Fue para risas. Luego tres camellos con la chiquillería.
A continuación desfilaban tres cebras, una tras
otra. Encima de cada cebra iba una cabra
de pie, y encima de cada cabra un cabrito de pie. Llegan tres micos maromeros y con gran agilidad cada
mico se sube encima de la cebra y luego encima de la cabra y por último encima
del cabrito. Cada mico lleva alzado en
el índice de la derecha un turpial, y el
turpial va cantando. Cinco pisos de semovientes. El público se atacaba de
la risa y aplaudía.
Y de última en el desfile iba yo, Alcira, la
cumpleañera, con traje celeste (prestado por el circo), sentada en un grandioso trineo remolcado por
seis tigres de Bengala. En mi regazo iba el tigrillo con lazo de cinta
roja al cuello.
Cuando el auditorio se caía de aplausos sobrevino
un apagón, quedamos a oscuras
y en silencio, porque se apagó también la música. Mi tigrillo huyó. En seguida sentí que las porristas me
alzaban en brazos y en medio de risas me llevaban al vestier. Una vez allí me
dijeron que había terminado mi show y que tenía que devolver al circo mi traje azul
celeste. Que me iban a cambiar el vestido
de gala por el ordinario.
Juguetonas,
me vendaron los ojos como para jugar a la gallina ciega y me cambiaron el traje.
Cuando me retiraron la venda de los ojos quedé viendo chispas: estaba yo revestida con traje de cocuyos vivos, que titilaban
fosforescentes en la oscuridad. Estrenaba yo el “Traje de luces”. Se me
desgranaron las lágrimas de pura dicha.
En seguida me acercaron mi caballo blanco, también
deslumbrante de cocuyos. Me alzaron en
brazos, me acomodaron en la silla de montar, y el caballo amaestrado salió a la
pista danzando un pasodoble… El auditorio aplaudía y gritaba con locura, y
por último todas las graderías rompieron a cantar:
Doce cascabeles lleva mi caballo
por la carretera;
y un par de claveles al pelo prendíos
lleva mi romera.
Yo me sentía en la gloria, en el colmo de la felicidad y de la dicha. Tanta belleza y tanto júbilo me parecían un sueño. Era demasiado para una simple muchachita. Quise que todo el mundo fuera tan feliz como yo, quise repartir felicidad. Entonces comprendí por qué Dios había creado el universo y nos había creado a nosotros: para repartir felicidad. Dios no es egoísta, yo tampoco debo serlo. Inmediatamente le prometí a Dios favorecer en adelante a las personas más necesitadas, sobre todo necesitadas de amor y de alegría.
Se encendieron las luces. Terminada la función, la gente iba saliendo. Salté de mi caballo y me cercó una multitud para felicitarme. A cada persona que me daba un beso yo le obsequiaba un cocuyo encendido, para trasmitirle mi luz y mi alegría.
Quise saber
quiénes habían capturado tantos cocuyos para mí. La iniciativa fue de Mireya, quien se la
sopló a mis dos novios mellizos, y ellos
durante toda una noche recorrieron
los cañaduzales y cazaron los cocuyos
para mí, su noviecita
quinceañera. Y ¿quiénes habían confeccionado el traje de luces, o sea
prendido los cocuyos uno por uno en los pliegues del vestido? Las gitanas.
Empezó a torturarme una duda, una perplejidad:
¿Tendría yo obligación de seguir atendiendo
a mis dos novios mellizos por el
hecho de que ellos habían
capturado tantos cocuyos para mí? Y a cuál de los dos gemelos preferiría yo,
siendo ellos tan exactamente iguales que ni la mamá ni el papá ni los médicos
los distinguían?
Alcancé a desear (Dios me perdone) que alguno de
los dos gemelos no hubiera nacido, o que al nacer hubiera corrido la misma
suerte de mi hermana gemela fallecida, y así no estaría yo en semejante
perplejidad e indecisión.
Ojalá, pensaba yo,
que uno de los dos muchachos me insultara, me agrediera, me traicionara
con otra. O se volviera drogadicto, alcohólico, ladrón, machista y
mujeriego. Entonces yo lo extraditaría
inmediatamente de mi corazón y me le declararía decididamente al otro. Pero por desgracia ambos eran iguales de correctos, de cultos, de
atentos y de inteligentes. Y por lo
pronto iguales de simpáticos y enamorados. Para mí eran superdivinos.
Un día me entró la curiosidad de conocer el signo de los mellizos y
averigüé la fecha exacta de su nacimiento. Según la mamá de ellos, Germán había
nacido unos minutos antes de la media noche del 20 de marzo, o sea que
era Piscis. Y Jacinto unos minutos después de
la media noche, o sea el 21 de marzo, y
por lo tanto era Aries. Mis simpatías eran por Piscis, el signo mío, el de las personas sentimentales, delicadas,
artistas y cariñosas. En cambio Aries,
el cordero cachudo... ¿Qué tal que el día de mañana me
ponga cachos con otra...Me
decidí por Germán, el de Piscis. ¡Por fin salí de la perplejidad e
indecisión, qué dicha! Me casaré con
Germán, punto. Esa noche dormí tranquilamente.
Pero mi tranquilidad no duró sino un día, porque a
la otra noche la mamá de los gemelos
desafortunadamente añadió otro detalle que más valía no lo hubiera mencionado
nunca, y fue este: que la noche del nacimiento de los mellizos las enfermeras
confundieron a los dos bebés al bañarlos
y vestirlos y cambiarlos de cuna. En fin no se supo cuál había nacido primero y
cuál después; quién era Piscis
y quién era Aries. Quedé en las mismas, otra vez mi perplejidad e indecisión. Resolví
acatar el consejo de mi madre:
-- “Quédate con
ambos, pero solo como amigos”.
Me tranquilicé,
sentí un alivio inmenso, y empecé a
bailar y a cantar:
¿Qué será, será?
la vida te lo
dirá.
¿Qué será, será?
solo Dios sabrá.
Cuando llegó la
juventud
llegó la
felicidad;
a ratos la
inmensa luz
y a ratos la
oscuridad.
En esas oí una algarabía en la calle, un alboroto,
gritos de pánico, de ¡Sálvese
quien pueda! Me asomé al portón. La gente corría en todas direcciones,
entraban precipitadamente a las casas y cerraban bien las puertas. ¿Qué estaba
sucediendo?
Que se había escapado un león del circo. Pero el rey de la selva no corría. Con paso felino caminaba por la calle sin
rugir ni amenazar. Delante de él, a unos veinte pasos de distancia iba una solterona despreocupada
cabestreando su perrita, que caminaba a
su espalda. De pronto la señora volteó a mirar a su mascota, y en
vez de perra venía cabestreando al león, que se había tragado entera a la perrita. La señora se desmayó.
El león se sentó en las patas traseras a saborear su aperitivo.
El león se sentó en las patas traseras a saborear su aperitivo.
Llegan unos ecologistas y ya iban a dispararle al
león un dardo con pentotal para privarlo.
·
¡Un momento!
les dije, si el
oficio de ustedes es privar gente y llevársela, llévense más bien a la
señora, que ya está privada sin necesidad de pentotal. No se atrevieron a acercarse a la
señora, por miedo a Su Majestad el León.
Llega una ambulancia de la Cruz Roja, los
enfermeros sacan a toda prisa una
camilla y se van acercando con precaución a la señora.
-- ¡Cuidado! les dije,
la fiera es fiera y los atacará. Uno de los enfermeros me respondió:
-- El león respetará
la santa cruz de nuestra institución. Le respondí:
-- A los
brutos la religión los tiene sin cuidado. El león no respetará la cruz. A no ser que el león sea cristiano practicante. Soltaron
la risa y desistieron.
Como dijimos, el león se había sentado en las patas traseras, en
plena calle, y estaba degustando
tranquilamente a Perlita, que así se llamaba la mascota de doña
Getrudis. Llega
un cazador con escopeta y dice:
-- La única solución es dispararle, ningún domador ha sido capaz de controlar un felino cuando se ha escapado
de la jaula. A lo cual contesté:
-- Yo me creo capaz de convencer a este león. El cazador me dijo:
-- Pero usted es mujer.
-- Precisamente por eso, le respondí. A los pueblos los dominan los hombres, y a los hombres
los dominan las mujeres. ¿Acaso a Sansón no lo dominó su mujer Dalila cortándole el cabello?
Dicho esto,
recogí del piso la correa, que en su aturdimiento la
señora había soltado de la mano. Con esa correa yo até el león por el cuello y empecé a conducirlo por las
calles de la población. A doña Getrudis la llevaron en camilla para su
residencia.
Entré con mi felino a un salón de belleza. Las peluqueras gritaron aterrorizadas y se subieron al mezanín y desde allá observaban. El rey olfateó la papelera, metió el hocico y sacó un resto de sánduche; se lo comió, y se comió también la correa con que lo habíamos atado; quedó suelto del todo. Luego se encaramó a la mesa de las revistas y se acostó sobre los periódicos, parecía la Esfinge de las pirámides de Egipto. Yo alcé del tocador más cercano un atomizador y le fumigué la melena. Su Majestad se mostró complacido y aspiraba el perfume con satisfacción.
Coincidió con que en esa peluquería las dos
muchachas eran porristas amigas mías y amigas del león, pues le daban de comer
en el circo. Esas dos chicas, al ver que yo manejaba el león con tanta facilidad
y confianza, se bajaron del mezanín y
paso a paso fueron acercándose a la
fiera. El perfume de mujer había producido en el rey un efecto adormecedor que le quitó la agresividad.
Recordé que, según la Biblia, Judit embobó al general Holofernes con perfume de mujer y
después le cortó tranquilamente la cabeza.
Las chicas eran alegres y juguetonas, así que
mientras una de ellas le peinaba la melena rubia, sedosa y ondulada, la otra le
hacía manicure en las garras delanteras. Le abrillantó las uñas, que parecían
garfios de acero, y le peinó las mechas de la cola. Mientras tanto el león se
relamía, como pregustando la carne de
muchacha que iba a devorar en seguida. Miraba a una y otra chica, para adivinar cuál de las dos era
más tierna.
La más tierna resulté yo, o sea la más sentimental, pues no permití
que al rey le hicieran la
maldad que pensaban hacerle las
porristas. Una de ellas propuso, menos
mal que por broma:
-- Cortémosle la melena, a lo mejor en la melena está
la fuerza y la bravura del león, como en
los cabellos estaba la fuerza de Sansón. Le contesté:
-- Un león sin melena dejaría de ser león, perdería
toda su belleza y majestad, como si yo te cortara tu linda cabellera rubia... Y cogiendo yo rápidamente unas tijeras, amenacé cortarle el pelo... Ella gritó horrorizada, con lo cual mi rey
se levantó y saltó al suelo.
El león se acercó
a un gran espejo de cuerpo entero empotrado en la pared, y al ver a otro león le mandó tal zarpazo que lo partió en diez
leoncicos, o sea en diez trozos de espejo que quedaron adheridos al muro. Luego
amenazó a la muchacha que quiso cortarle la melena, y a ella del susto se le erizó el pelo que parecía la melena del
león.
En esas llegan a la peluquería los domadores del
circo, látigo en mano, y dos policías con bolillo, metralleta
y correaje de balas.
-- Todo eso sobra, les dije, ustedes
pueden volverse por donde vinieron. Yo les llevaré al circo su león. Y me
dispuse a salir de la peluquería con
mi mascota.
-- ¿Cuánto se debe por el manicure y el peinado? les pregunté a las peluqueras e hice ademán de
sacar del bolso unos billetes. Nos
reímos. Y ellas me abrazaron y besaron
apretadamente, con agüita en los ojos.
Al salir del salón de belleza me estaban esperando
mis hermanas Mireya y Laurita y mis hermanos Félix y Ariel, quienes por la vitrina
de la peluquería habían visto con asombro el comportamiento de tan formidable y rubio cliente. Mis hermanas y hermanos me abrazaron
con alegría y con miedo.
El león olfateaba la lonchera de Laurita, y hubo
que abrirla y ofrecerle a su Majestad una hamburguesa, que tragó sin masticar. Laurita aprovechó para
acariciarle la melena; el león batía la cola como un perro San Bernardo.
Empezamos a caminar por la calle acompañando al león, que ya iba suelto, sin
correa. La gente se asomaba a los balcones para ver lo increíble: un león
africano convertido en mascota de la chiquillería. Me acordé entonces de aquellos versos:
Todos llevamos en
el alma un niño.
Todo felino lleva
en su interior un gato.
De pronto Laurita se montó en la espalda del león;
nos fruncimos de miedo porque suponíamos una reacción brava del felino. Pero no
fue así, más bien el león le abanicó las mejillas con las mechas de la
cola. Ocho perros de la cuadra se vinieron en manada, ladrando furiosos y
erizados. Su Majestad ni siquiera se dignó mirarlos.
Entramos al único
restaurante del pueblo; la ventera huyó despavorida y gritando salió por
la puerta del solar, la cajera se escondió debajo del mostrador, las meseras se
subieron a las mesas. Laurita se
desmontó del rey.
-- ¿Qué comestible podremos brindarle a su Majestad?
preguntó Ariel.
-- ¿Comerá pizza de frutas? comentó Félix. ¿O le pedimos espaguetis?
-- Quizá le provoque más bien un yogur, opinó Mireya.
Entonces Félix le arrimó al hocico un vaso de
yogur con pitillo. La fiera lo atrapó con todo y vaso y pitillo y lo tragó sin
parpadear, y se quedó esperando más
yogur. Ariel trajo un kumis sin destapar
y se lo acercó a las fauces: el
león agarró el vaso y alcanzó a agarrar
también la mano del niño, por poco se la engulle, pero no sufrió ni siquiera un rasguño.
En esas cantó un gallo en el solar. Su Majestad
dio un salto de seis metros y cayó en el gallinero. Las gallinas revolaban en medio de un torbellino
de plumas, y brincando por encima de la malla se salvaron. Pero había seis gallos de riña
amarrados a unas estacas en el suelo, distanciados unos de otros. Su Majestad a
manotazos los mató a todos, pero se contentó con devorar solo uno, con todo y plumas y patas y pico y
espuelas. En seguida el rey estornudó, y de la
real jeta volaron plumas coloradas. Nos reímos.
-- ¿Y ahora con qué vamos a pagar los seis gallos? preguntó angustiada Mireya.
-- Cada gallo fino vale un Potosí, comentó Ariel.
-- ¿Por qué a los gallos que pelean y matan los
llaman “finos”? preguntó Laurita, ¿entonces todos los bandidos
de Colombia son “finos”? Jesucristo no peleó ni aconsejó la guerra.
-- Belleza, le contesté, este mundo está al revés, nadie entiende a los
hombres; desde Caín y Abel no hacen más
que pelear y matarse unos a otros.
Regresamos del corral de gallinas al
restaurante. La ventera ya estaba detrás del mostrador, la cajera en la caja y
las meseras junto a las mesas, pero no entraban
clientes, ¡qué iban a entrar!
-- ¡Qué pena, doña Flor, con la matanza de los
gallos! le dije a la ventera, que al mismo tiempo era la dueña
del restaurante. Si quiere deme por escrito el precio de los gallos para ver
si nuestros padres algún día se lo pueden pagar.
-- Vea, niña, me
contestó doña Flor, más bien les quedo yo debiendo a ustedes el
favor tan grande que me hacen a mí y a toda la población con eliminar esos
gallos matones. Mi esposo y muchos esposos malgastan un platal apostando en
riñas de gallos, en medio de borracheras y groserías, que aprenden los
niños; y aprenden también a pelear
como gallos.
Mireya cogió
una servilleta de papel y con ella enjugó el hocico de su Majestad. Laurita le
puso un palillo entre los dientes; nos reímos. El león se había vuelto niño con nosotros: Todo
felino lleva en su interior un gato (un gato juguetón). Se acercaron luego
las cinco meseras, cada una con una bolsa plástica, y en cada bolsa un
gallo “fino” recién eliminado.
-- Llévense esos pollos para el Añonuevo, nos dijo
doña Flor, y tampoco les cobro el kumis y el yogur que se bebió don León.
Félix y Ariel recibieron las bolsas con los
gallos. Las niñas pasamos por debajo del mostrador para agradecerle a la dueña
semejante regalo. Laurita se le colgó al cuello, nosotras la besamos; y todas
con agüita en los ojos. La dicha es
fácil, y también se llora de alegría.
Salimos del restaurante y nos encaminamos al circo para entregar el
león. Cuando nos acercábamos a la jaula de los leones, ya de noche, la leona rugió enfurecida y rayaba el suelo con las garras. El domador
nos explicó por qué la leona se ponía
histérica:
-- La leona es muy celosa, dijo, y protesta porque su marido llegó tarde a la
jaula.
Estábamos desayunando con papá y mamá, cuando
llega volando la lora de Germán y Jacinto, lora que se llamaba Mayra. Con
frecuencia nos visitaba esa lora, pero hoy parecía muy nerviosa; se paró en el espaldar de una silla y gritaba:
-- ¡Corrrran, corrrran! Laurita le preguntó:
-- Mayrita, ¿quiere cacao? la lora repitió:
-- ¡Corrrran, corrrran!
Inmediatamente mi madre tuvo un presentimiento y
lo expresó en voz alta:
-- Algo grave está pasando en casa de los mellizos.
Me dio un vuelco el corazón. Sin acabar de
desayunar y sin despedirme salí corriendo para la finca de los mellizos. Me alcanzó la lora por el camino, volando,
y parada en mi hombro
me secreteaba en el oído. Llegué a la finca
de los gemelos, entré sin antes llamar
ni golpear y desde el patio grité:
-- ¡Buenas!
-- ¡Malas! contestó mi tía Celmira en el costurero. Corrí a
saludarla, estaba llorando, pañuelo en mano; me contó:
-- Anoche a los gemelos les dio por irse a pescar al
río en la balsa de palos, porque no tenemos canoa. Le repliqué para
tranquilizarla:
-- Ellos ya están acostumbrados a eso y saben manejar muy bien la balsa.
-- Ellos ya están acostumbrados a eso y saben manejar muy bien la balsa.
-- Pero anoche fue distinto. El perro que se habían
llevado regresó a media noche todo empantanado
y con hojas acuáticas enredadas en el collar; y aullaba con una tristeza...Pedro mi esposo corrió al momento a buscarlos,
menos mal que era noche de luna llena.
-- No me irá a decir que mis gemelos se ahogaron.
-- No, pero no sabemos nada de ellos. Mis tres niñas,
Rocío, Camila y Yurany
madrugaron al embarcadero llevándose el perro para que las orientara.
madrugaron al embarcadero llevándose el perro para que las orientara.
-- Yo también voy a buscarlos, le dije, y salí corriendo hacia el río.
En mi afán de llegar lo más pronto posible al
embarcadero de las canoas resolví no seguir el camino de siempre, que daba un gran
rodeo, sino cortar por entre el bosque,
en línea recta.
Iba yo abriéndome
paso por entre malezas cuando de pronto
sentí que algo como un rejo de enlazar me agarró de ambos tobillos por encima de los bluyines y me jaló
duro. Caí al suelo y en seguida
ese rejo me levantó por el aire hacia una horqueta altísima de un árbol. Era
una trampa de zorros.
Quedé
balanceándome, cabeza abajo, prendida de los tobillos, a unos diez
metros de altura. La lora voló de mi hombro cuando yo caí. De nada me serviría
gritar auxilio, pues nadie me escucharía. Yo no pensaba en mí sino en mis dos gemelos, que irían río
abajo ahogándose...
Mientras tanto yo me preguntaba: ¿Vendrá pronto
el cazador que puso la trampa y me descolgará de aquí? Nadie más pasará por este sitio selvático.
Lástima no haber seguido el camino ordinario, aunque tuviera que dar un
rodeo. ¡Qué tal que no venga pronto el
cazador y me toque pasar todo el día y toda la noche colgada! O varios días...
Era impresionante el silencio y la soledad de la
selva. De vez en cuando se oían trinos de pájaros, alternando con graznidos de otros animales irreconocibles para mí. A veces el
grito estridente de las chicharras. A veces el zumbido de un abejorro que
pasaba de urgencia. Me fruncí al pensar
que me podrían atacar las avispas o las abejas africanas. Pero mi terror
máximo eran los vampiros, que vay me mordieran y me inyectaran la rabia.
Oía un tac, tac, tac, eran los golpes del pájaro
carpintero sobre algún tronco en busca
de gusanos y de larvas. De pronto sentí una rasquiña en los brazos, me estaban invadiendo las hormigas, aunque
no de las grandes y bravas sino pequeñitas, hormigas que estaban bajando por el rejo de mi suplicio.
Por ese mismo rejo empezaron a bajar también
hormigas grandes, rojas, cachudas. Mis bluyines ya se veían rojos de hormigas,
que avanzaban como una oleada. Quise tranquilizarme recordando lo que alguna vez
leí: que los bichos nunca pican el objeto en que se apoyan. Revoloteando llegaron cuatro pajaritos que yo
creí colibríes o tominejos, pero eran insectívoros. Me provocó besarlos cuando vi que se dedicaban a limpiarme de
hormigas.
De pronto llegó a mi árbol una gritería de loros
verdes que se posaron en las ramas y seguían haciendo escándalo. Entre los
chillidos alcancé a distinguir voces de lora doméstica, o sea que articulaba
palabras humanas. Era que entre ellos venía Mayrita, la lora de los mellizos.
La llamé por su nombre y bajó por el rejo, luego por mis bluyines
a mi cintura y ahí le ofrecí mi dedo índice y la atraje para besarla y
conversarle.
Al momento adiviné su misión: la lora había volado a mi casa y había dado
aviso de mi tragedia. Recordé historias de pajaritos que habían hecho otro
tanto. Yo misma una vez presencié cómo
una mirla en apuros había dado voces de auxilio y al momento acudieron muchas mirlas en su ayuda. Ya no dudé: estaba
yo salvada; en seguida vendrían a liberarme.
La lora
voló de mi mano. ¡Bien ida! Tenía
que ir a orientar a quienes vinieran a
buscarme y auxiliarme. Con ella voló la gritería de pericos. Ya no tenía
hormigas en mi ropa, los insectívoros se las habían comido todas; pero una nube
de zancudos zumbaba alrededor de mi cabeza y yo no daba abasto espantándolos. Y
algo peor: sentía que se me hinchaban los pies por la retención de la sangre,
pues el rejo en mis tobillos me apretaba cada vez más, por el peso de mi
cuerpo.
De pronto escuché un ladrido de perro en el bosque
y a continuación un disparo de escopeta. Sospeché que se acercaba el
cazador de zorros y no me equivoqué; solo que no era cazador sino cazadora, y no
era perro sino perra.
-- ¡Ya voy,
tranquila, ya voy! habló una voz de niña, y vi que se abría paso
por entre malezas una chinita de unos
doce años de edad, blanca, pecosa y despeinada. Su perrita cazadora me ladraba mirando
para arriba, pero también batía la
cola como si fuéramos amigas.
-- ¡Hola, belleza!
le dije a la niña desde mi altura y cabeza-abajo, míra
esta zorra que cayó en las trampas que instala tu papá.
-- Yo no tengo papá, es decir no lo conozco. Mi abuelo es el que arma las trampas.
-- ¿Cómo me irás a descolgar de aquí? tú no eres capaz de sostenerme porque yo soy
más pesada.
-- Ya veremos.
Dicho esto, la niña dejó en el suelo su escopeta y
agarró con ambas manos el rejo, que pasaba por encima de una alta horqueta. Pero ¿qué sucedió? que al ir bajando yo cabeza-abajo, la niña fue subiendo por el
otro lado, agarrada del rejo, y quedó a
la altura de la horqueta. Yo no sabía si
reír o llorar.
-- Y ahora ¿cómo te bajarás de ahí? le pregunté angustiada.
-- Tranquila, que yo soy maromera. Y esa
chinita fue bajando por la cuerda como una trapecista profesional y al
fin pisó tierra. Me
desató el rejo de los tobillos y me ayudó a levantarme, pues yo
estaba tendida por el suelo. Tan pronto estuve de pie nos abrazamos y besamos
apretadamente.
-- Me llamo Gladis, dijo. Yo soy Ni-Ni, o sea que ni estudio ni trabajo. Le ayudo a mi abuelo a revisar las trampas. Mi madre lava
ropa, algo es algo.
-- Y yo me llamo
Alcira. Lástima que se están extinguiendo los zorros, esos animales tan
lindos. ¿Por qué ustedes cazan zorros?
-- Porque los zorros
comen gallinas.
-- Tú también comes gallinas.
-- Nosotros rara vez,
somos pobres.
-- Yo te puedo conseguir un puesto de trapecista en
el circo ¿te gustaría?
-- ¿Qué si me gustaría? es lo único que sé hacer: maromas en los
árboles.
-- Acompáñame al río a buscar a mis primos ahogados.
-- Primero tengo que esconder el rejo. Y empezó a recogerlo en lazadas. Ya lo iba
a esconder en el hueco de un tronco.
-- No escondas
el rejo, le dije, tráelo
porque nos puede ser útil. Más bien esconde la escopeta, que es peligrosa. Además, las niñas no nacimos para la guerra,
sino para la ternura.
Ya íbamos a caminar hacia el río cuando escuchamos otra vez la gritería de los pericos; revoloteaban
encima de nosotras pero no se posaban en los árboles. Yo gritaba: ¡Mayrita, Mayrita! De pronto la lora se desprendió de la bandada
y se nos vino, pero no se posó en mi hombro ni en el de Gladis sino en el lomo
de la perra cazadora, que se llamaba Kuky,
la cual se puso nerviosa y se
sacudía, pero la lora se agarraba más fuerte. Sonreímos.
Al salir del bosque al camino vemos que
vienen papá y mis hermanos: Ariel,
Félix, Mireya y Laurita, y además
Carmenza la gitanilla, invitada por
Félix, su noviecito de diez años
-- La lora nos fue a llamar, ¿qué sucede? me preguntó Ariel.
-- Que caí en una trampa de zorros, después les
cuento. Ahora lo más urgente es ir al
río a buscar a Germán y a Jacinto, que
parece que se ahogaron anoche. Y empezamos a caminar hacia el río.
-- ¿Quién es esta niña? me preguntó Ariel fijando una mirada complacida sobre la carita de Gladis, blanca, pecosa y despeinada.
-- Es Gladis
mi libertadora, le respondí. Gracias a ella estoy viva. Y si no, ya me habrían desangrado los murciélagos.
-- ¿Cómo así? me preguntó Ariel, ¿bajaste a una cueva de
vampiros?
-- No bajé sino que subí. Mejor dicho me subió Gladis con un rejo,
porque ella es cazadora de zorros.
-- ¡Quién fuera zorro! exclamó Ariel,
con lo cual hizo ruborizar a la niña y resaltaron más sus pequitas.
Inmediatamente comprendí que mi hermano
Ariel se estaba enamorando de Gladis, la
chinita cazadora de zorros (y
acababa de cazarlo a él).
Llegamos por fin a la orilla del río, donde
barqueros y pescadores estaban preparando sus redes. Les preguntamos por un par
de mellizos que habían salido anoche a pescar en una balsa. Nos respondió un
pescador:
-- Esa balsa se
quedó sin remos, los niños
siguieron río abajo sin saber a dónde
iban a parar. Yo puedo remolcar con mi chalupa la balsa de ustedes y vamos a buscar a los
náufragos. ¿Les parece? Aceptamos.
Mientras Ariel amarraba un extremo del rejo a la
chalupa, Félix amarraba el otro a nuestra balsa de palos de maguey, balsa que
siempre la dejábamos por ahí orillada.
Saltamos todos a la balsa, éramos ocho pasajeros; con la perra nueve y con la
lora diez. El motorista jaló la cuerda del encendido, rugió el motor, giró la
hélice y zarpamos río abajo, dejando una
estela de surcos y de espumas...
Veloces nos deslizábamos por la superficie líquida como si fuéramos en esquí acuático. La
brisa del río me abanicaba la frente y alborotaba mi cabello. Lástima que la delicia del paseo fuera menguada por la angustia y la
preocupación.
Al avanzar acelerados casi rozando la orilla,
esa orilla iba corriendo en sentido
contrario, con sus palmeras, guaduales, cámbulos, yarumos y cabañas pajizas. Les dimos alcance a muchas canoas de
pescadores, dejamos atrás a muchas lavanderas
que a la orilla enjuagaban la ropa
en sus lajas de piedra.
De pronto ¿qué vemos? Que subía otra balsa con gente, remolcada
también por otra lancha. Eran precisamente mis mellizos, con su padre y sus
tres hermanitas y el perro. Nos reconocimos mutuamente, saludos y besos con la
mano y con gritos de alegría. Dimos la vuelta a nuestra lancha y las dos balsas
siguieron río arriba, emparejadas.
En un momento en que las dos balsas navegaban a la
misma velocidad y se juntaron como una sola plataforma de palos, hubo
intercambio de pasajeros: en una balsa quedaron los dos papás con las niñas
pequeñas, y en la otra balsa quedamos las parejas de novios, a saber: Félix y
Carmenza, Ariel y Gladis y yo con mis dos novios Jacinto y
Germán.
Fue tanta mi felicidad y la de mis dos gemelos, que al abrazarnos
los tres perdimos el equilibrio y nos
fuimos todos tres al agua. Inmediatamente el motorista dio la vuelta para
recogernos. Menos mal que sabíamos nadar, aunque nunca nos habíamos bañado en
bluyines y con tenis. Salimos del agua empapados pero felices y dichosos; fue para
risas. Sin más percance arribamos al embarcadero. Mi padre le preguntó al
motorista cuánto le debíamos por el viaje y el rescate, a lo cual contestó el
barquero:
-- Cualquier cosa que me pague no es igual a la satisfacción
que yo siento por haberles prestado este servicio.
Y con frase
parecida contestó el otro boga, el que había remolcado a los mellizos y al papá
y a sus hermanas:
-- Al rescatar a los dos náufragos, yo me convertí en pescador de hombres como san
Pedro. Ya quedé pago de sobra.
Nos despedimos de los barqueros con apretón de
manos y emprendimos el regreso a pie hacia nuestras casas. Las parejas de
novios adolescentes caminaban de mano cogida:
mi hermano Félix con Carmenza la gitanilla, y mi hermano Ariel con Gladis la pecosilla. Mi grupo era
trifásico, yo iba de gancho entre Germán
y Jacinto que no me soltaban, cada uno
me apretaba un brazo. Los dos papás al vernos tan enamorados sonreían
complacientes. Y como no hay romance sin canciones, rompimos a cantar:
Cuentan que un
pescador barquero
que pescaba de
noche en el río
una vez con su
red
pescó un lucero.
Y feliz lo llevó, y feliz lo llevó
a su bohío.
Regresamos a nuestras respectivas casas. Los
mellizos a reencontrarse con su mamá Celmira, y ella mudó al instante su cara
de angustia por una sonrisa de felicidad. Y en mi casa también volvió la
serenidad y la alegría, duplicada con dos nuevas adquisiciones, o sea dos
novias más: Carmenza la gitanilla, y Gladis la pecosilla. Mi madre las saludó
como a hijas, con todo cariño y comprensión, pero les advirtió a las dos
parejas de novios adolescentes:
-- Ustedes
están muy niños, todavía no se puede hablar de novios sino de amigos.
Continúen su amistad, muy linda y muy tierna.
Como yo le había prometido a Gladis presentarla en
el circo a ver si la recibían de trapecista, para allá nos fuimos, toda la pandilla. De parte de nosotros, Ariel, Félix, Mireya,
Laurita y yo. De parte de mis primos: Germán, Jacinto, Rocío, Camila y Yurany. Además, Carmenza la gitanilla y
Gladis la pecosilla.
Pues bien, llegamos al circo en plena función. Un
trampolín altísimo para el bunjee jumping, y encima del trampolín un joven atleta listo para lanzarse con una soga atada a los tobillos. Se trataba
del salto al vacío, quedaría colgando cabeza abajo a pocos centímetros del
suelo.
El acróbata, al borde del trampolín, se concentró
unos instantes, se echó la cruz y se arrojó al vacío...Nos fruncimos y gritamos porque nos pareció que se había
reventado la manila. Pero no fue así, y el joven quedó oscilando como un
péndulo... Resonaron los aplausos y la gritería. A continuación un entrenador anunció por el micrófono:
-- Si alguna mujer se atreve a realizar el salto al
vacío desde el trampolín, recibirá en premio un cheque en blanco. (Cheque en blanco quiere decir que uno al
recibirlo le puede escribir la cantidad de dinero que desee).
Yo al punto reflexioné: ya sé cómo es quedar colgada de los pies, yo
me le mido. Además, el cheque en blanco para tantas necesidades de nuestra familia.
No dudé un momento y me ofrecí para el experimento. El entrenador me miró de arriba abajo y no
creía, pero me aceptó.
Me ordenaron que primero me parara en la cabeza en
el piso, debajo del trampolín. Lo hice con gran facilidad porque lo hacía en mis
ejercicios diarios de gimnasia. Me ataron luego a los pies un cable que venía
desde el trampolín, a veinticinco metros
de altura. Se fue templando el cable y yo
fui subiendo colgada de los pies... la gente gritaba y aplaudía.
Llegué al encumbrado trampolín y me paré en el
borde de la tabla. Con los ojos busqué a
mis hermanos y a mis primos; los vi allá
abajo pequeñitos, estaban arrodillados
rezando por mí, eso me dio confianza. Vi también la malla salvavidas
donde caen los trapecistas en caso de un
error; y se me ocurrió una idea un poco
suicida:
Me soltaría el cable de los tobillos y me lanzaría libre como una ardilla
voladora para caer sobre la malla salvavidas. Hasta ahora ningún
acróbata lo había intentado ni se
imaginaba que fuera posible, porque la malla no estaba debajo del trampolín sino a varios
metros de distancia, debajo de los trapecios.
Pues bien, me solté el cable y lo tiré al piso. Retrocedí en la tabla... respiré... Luego corrí con
gran impulso, llegué al borde del trampolín y
me lancé al abismo con los brazos abiertos como una paloma...Y no supe
más de mí.
Desperté en una camilla de la Cruz Roja, dentro
del circo. No me fracturé ni sentía dolor alguno; me rodeaban mis
hermanos y mis primos. Caí en la cuenta de que me habían puesto encima un
papel: era el cheque en blanco.
-- ¿Qué me sucedió?
les pregunté.
-- Caíste muy bien en la malla, me respondió Félix, pero según dijo el médico, sufriste una
catalepsia, y ahora te estás restableciendo.
-- ¿Qué es tacalesia?
preguntó Laurita.
-- Catalepsia, mi amor, le respondió
Félix, es una privación repentina de los sentidos.
-- ¿Dónde está Gladis la pecosita? pregunté.
-- Mírala allá
arriba en el trapecio, respondió Ariel, novio de Gladis.
Miré para arriba: Gladis estaba meciéndose en un
trapecio a gran altura, colgada de los empeines. Cuando
voló hacia otro columpio no alcanzó a llegar a él y se vino abajo, cayó
en la malla, rebotó varias veces y por fin con gran agilidad saltó al suelo.
Ariel corrió a felicitarla y le dio un
apretado beso en la mejilla. Gladis se ruborizó y resaltaron otra vez sus
pecas; era la primera vez que un chico
la besaba; ella, una campesina. El entrenador
apuntó en una libreta el nombre y apellido de Gladis y la citó para ensayar al otro día. Quedó
inscrita y aprobada como trapecista.
Ya éramos tres las nuevas actrices del circo: Mireya la neo-porrista, Gladis la
trapecista, y yo, Alcira, la besadora de tigres y campeona de jumping. Faltaba Laurita, y había que
buscarle un empleo en el circo, una
acrobacia.
En esas sale a escena un gigante malabarista haciendo revolotear por el aire seis grandes
osos de peluche. Unas muchachas muy lindas y alegres le hacían de secretarias
entregándole unos objetos y recibiéndole otros, según él iba cambiando. El malabarista fue cambiando los osos de
peluche por perritos de verdad, blancos y lanuditos, perros que por el aire iban
ladrando. La gente se reía y aplaudía.
Entregó los perros
vivos y recibió seis grandes muñecas de porcelana que parecían niñas de
verdad y, como eran parlantes, por el
aire iban llorando, y otras riéndose. De pronto se le cayó al suelo una
muñeca y se volvió añicos. Ninguna
muchacha recogía los pedazos. Corrió
Laurita y empezó a recoger del suelo
esos fragmentos porque le interesaba pedir el traje de la muñeca. Entonces
sucedió lo inesperado:
El gigante agarró a Laurita y la puso a remplazar a la
muñeca eliminada. La niña
volaba por el aire, y no llorando sino riéndose como si
le estuvieran haciendo cosquillas. El
público se reía y aplaudía. Nosotros nos fruncíamos
de miedo, ¡qué tal que Laurita se cayera
y se matara!
Por último el malabarista hizo que cada muñeca de
porcelana cayera preciso en los brazos de una muchacha. Laurita cayó en brazos de la entrenadora. Resonaron los aplausos y la
gritería. Corrimos a felicitar a Laurita y nos la comimos a besos.
-- ¡Atención, por favor! anunció por micrófono una de las actrices:
a continuación escucharán ustedes una de las canciones de la famosa ópera
“ Carmen” de Georges Bizet, interpretada por...
a continuación escucharán ustedes una de las canciones de la famosa ópera
“ Carmen” de Georges Bizet, interpretada por...
Apenas oyó mentar su nombre Carmen,
la gitanilla creyó que la llamaban a ella y pasó al micrófono. Se oyeron risas y aplausos. No apareció la cantante
programada ni se supo quién era.
La gitanilla en su bata floreada y
luciendo trenzas y risita de hoyuelos,
saludaba agitando sus gráciles bracitos
y mandando besos de reina. Cayó en la cuenta de su equivocación, pero ya no le quedaba elegante abandonar el
micrófono.
Conquistó al momento las simpatías del público y
casi no la dejan empezar con tantos aplausos. Ella no tenía ni idea de la tal
ópera del tal Bizet, ni sabía ninguna de sus canciones en francés, pero
sospechando que tampoco el pueblo sabría esas canciones, resolvió despistar, y entonó, con mucha gracia
y salero, algunas de nuestras coplas populares:
Mira que están
mirando que nos miramos;
no nos miremos,
y cuando no nos
miren nos miraremos.
El amor es un
bicho que cuando pica,
que cuando pica,
no se encuentra
remedio ni en la botica.
Los aplausos no fueron tanto por la picardía de las coplas, sino por la picardía
y gracia de la gitana. La presentadora tuvo que explicarle a la niña que cuando
los aplausos se prolongan demasiado es señal de que la gente pide otra canción.
Carmen pasó de nuevo al micrófono y con gran maestría y meneándose al ritmo interpretó
una danza gitana, su especialidad.
Terminado el ruidoso aplauso y terminada la función,
sin despedirnos de nadie salimos de incógnitos y corrimos a nuestras casas. Yo apretaba contra mi pecho el papel que me había ganado en premio: el cheque en blanco, lo besaba por ambos
lados. Mis padres sabrían qué hacer con él.
El día menos pensado volvieron a nuestra casa,
pero esta vez llorando, las mismas dos gitanas que nos habían hecho la
inocentada de la cebra.
-- ¡Se llevaron a mi Carmenza! dijo la
gitana mayor gimoteando y secándose las lágrimas con el dorso de la mano. Los del circo se la llevaron.
-- ¿Cómo así? le
pregunté alarmada.
-- Pues que la china se dejó engatusar con el cuento
de que ella tenía que ser la
cantante-estrella del circo.
Las gitanas nos contaron que los del circo se
habían ido a media noche sin decir hacia dónde, para que las mamás de las niñas
robadas no pudieran saber el paradero de sus hijas. No había terminado la
gitana su narración cuando se presentó, también llorando, el abuelo de Gladis la Pecosita.
-- Y ahora ¿quién me ayudará a revisar mis trampas de
zorros? preguntó acongojado. Recostó la escopeta contra la pared,
sacó del bolsillo un pañuelo y con él se enjugaba las lágrimas. Sospeché
al momento que Gladis también se habría ido con el circo, y empecé a sentirme
culpable por haberla recomendado para trapecista.
-- ¿Qué pasó? le pregunté con miedo de saber la verdad.
-- Pues que mi nieta Gladis se fue con el circo, de
maromera. Gladis la de pequitas. Nuestra
única nieta, huérfana de padre, la que nos traía leña y agua, la que nos hacía
los mandados, la que nos alegraba en el rancho de la selva con sus gracias, sus
chistes y sus risas.
Mientras yo atendía en la sala estas visitas,
mis dos hermanos Félix y Ariel habían oído desde el patio estas dos
tristes historias. Entró primero Félix, el enamorado de Carmenza. Abrazó y besó
a la mamá de la Gitanilla sin ser capaz de pronunciar una palabra de
condolencia. Su palabra eran las lágrimas.
Entró enseguida Ariel, el novio de Gladis la
maromera, y abrazó al abuelo a quien llamaba
mi suegrito. Y tampoco fue capaz de decirle una palabra de
pésame. El buen viejo abrazaba con
cariño a mi hermano Ariel como si fuera su nieto o su yerno.
Entró a la sala Mireya ofreciendo aromática
en bandeja. Cada gitana le agradeció a
la niña con una sonrisa y alzó un pocillo. Tras de Mireya entró Laurita
ofreciendo tintos, y las gitanas, por no desairar a la niña, alzaron también
cada una un pocillo, con lo que resultó que cada gitana tenía dos pocillos, uno
en cada mano, y no sabían de cuál tomar. Tomaban un sorbo de tinto y otro de
tizana. Esto habría sido cómico si no fuera por la gran pena que nos entristecía. El abuelo aceptó solo el
tinto. Ariel y Félix sin despedirse salieron a llorar.
Al día siguiente madrugamos, mis hermanos y yo, al sitio donde había
funcionado el circo: un peladero, ¡qué
desolación! Unos obreros de overol estaban recogiendo los últimos
enseres de lo que había sido esa pista de grandes espectáculos. Nos sentamos en
unas piedras a mirar y a recordar:
Allí Mireya,
porrista, se había lucido
lanzándose del trapecio a caer en la lona de los bomberos. Allí yo había besado
al tigre y me había ganado un tigrillo. Allí
aparecí una noche como una
princesa en traje de cocuyos. Allí Laura
en manos del malabarista revoloteó en compañía de cinco muñecas de porcelana.
Allí, por último, volé desde el alto trampolín a la malla de los trapecistas y
me gané por ello un cheque en blanco.
Se fueron las bellas porristas que habían sido nuestras alegres y
juguetonas amiguitas. Se fueron los avestruces, en cuyo lomo de plumas nos
sentamos vestidas de bailarinas. Se fueron las vicuñas, las cebras, las cabras,
los micos, las jirafas y los elefantes. Se fue mi caballito blanco deslumbrante de cocuyos. Se fueron tigre y tigresa y su Majestad el León.
Se fueron el empresario y su esposa, que se
habían encariñado de nosotras y nos
habían colmado de atenciones y regalos:
las monedas de oro, el anillo de Laura, los aretes de Mireya, el calidoscopio
de Félix, la brújula de Ariel, mi collar de perlas finas. Me quedó el cheque en blanco y me quedó mi
tigrillo.
-- ¡Dios los bendiga a todos! exclamé
con los ojos inundados. Dios
bendiga por siempre a personas y animales.
-- Los animales no me interesan, dijo
Félix, solo me interesa una niña. Quisiera
ser barrendero del circo para estar cerca de
Carmencita, antes de que otro se enamore de ella y me la quite.
-- Y yo
quisiera estar cerca de Gladis, añadió Ariel. Gladis la pecosita, la cazadora de zorros, la que me
cazó a mí.
-- No más lágrimas, les dije a mis
hermanos, no más recuerdos tristes, volvámonos para la casa. Y dejando
el peladero donde había funcionado el circo, regresamos al hogar.
Llegados a casa encontramos a Germán y a Jacinto, mis dos novios gemelos. Nos invitaban a una excursión de
búsqueda. Se trataba de averiguar para
qué pueblo se había marchado el circo, y viajar inmediatamente nosotros
allá para reconquistar a Carmen y a Gladis, las novias de mis hermanos.
-- ¿Mi brújula servirá para indicarnos la dirección
del circo? preguntó Ariel.
-- No servirá, respondió
Jacinto; la brújula solo indica el
norte, y a lo mejor el circo se marchó
para el sur.
-- ¡Nuestros perros Champa y Whisky! exclamó Félix triunfante. Ellos sí podrían olfatear el rastro de los animales del circo.
-- Podrían, respondió
Germán, pero
no querrán, porque Champa y Whisky les cogieron fastidio a esos animales desde
el día en que los escupieron las vicuñas. Ellos pensarán que todas las fieras
escupen.
-- ¿Y eso es lo que les enseñan en el circo? preguntó Laurita, ¿a escupir a la gente? ¿a
ser tan maleducados?
-- Belleza, le respondió
Germán, nadie les ha enseñado eso a las
vicuñas; ellas escupen por naturaleza, por instinto;
y hay culebras que escupen veneno.
-- Ya sé quién
puede llevarnos al circo! exclamé
yo, ¿por qué no se nos había ocurrido antes? ¡qué tontos!
-- ¿Quién? preguntaron en coro.
-- ¡Pues Príncipe, mi tigrillo! Claro, como
a él también se le fue su
tigrilla con el circo, pues estará muy
interesado en entrevistarse otra vez con su querida.
Aprobado por unanimidad y empezamos los
preparativos para la excursión. En primer lugar fuimos a exponerles el plan a nuestros padres y a pedirles su
aprobación y su permiso. Cuando les hablamos, mi padre contestó:
-- Les doy no solamente mi permiso sino también mi
bendición, y que Dios los acompañe y les ayude.
-- Yo también
los dejo ir, dijo mi madre, pero con estas condiciones:
1. Laura y
Mireya no van, a no ser que consigan una bestia mansa.
2. Todos
llevan sombrero para el sol, y un palo para defenderse de los perros.
Por su parte Pedro y Celmira, los papás de los
mellizos, también pusieron sus condiciones. Celmira dijo:
1. En caso
de lluvia, entren a escampar en alguna finca.
2. Pueden
coger y comer frutas silvestres, pero no
de las huertas.
3. Prohibido
traer nidos de pájaros, sea con huevos o con pichones.
Pedro
añadió, medio en broma, porque él era humorista:
1.
Si
por el camino se encuentran con
toros bravos, escóndanse.
2.
Si se encuentran con vacas mansas, ordéñenlas.
Nos reímos y empezamos a preparar los
morrales para salir al otro día de madrugada. Esa noche soñamos: Ariel con su Pecosita,
Félix con su Gitanilla; yo con mi
Príncipe Azul, o sea con mi tigrillo.
Amaneció por fin el día de salir en persecución de
los ladrones de niñas. Ariel, Félix
y yo nos adelantamos al desayuno porque teníamos afán de salir cuanto antes. Mamá estaba en la cocina fritando unos huevos. Papá en la pesebrera ensillando
la burra. Como Laura y Mireya tardaban en bajar al comedor, las llamé desde mi puesto:
-- ¡Laura, Mireya, que se nos hace tarde,
vengan! No
hubo respuesta, ni siquiera dijeron Ya
vamos. Tanto silencio me extrañó; me
levanté de la mesa y subí al dormitorio de las niñas.
Al abrir la puerta vi en la cama los dos
bulticos tapados con las cobijas. Se quedaron dormidas, supuse. Me acerqué a la cama, levanté las cobijas y
encontré dos almohadas imitando los dos cuerpos de las niñas. Sonreí al
ver que otra vez me hacían esa chanza con la que gozaban tanto. Segura de que
Laura y Mireya estaban por ahí escondidas como siempre, dije de manera que me oyeran:
-- ¡Bellezas, hoy no es día de inocentes, salgan que
se nos hace tarde!
Las busqué debajo de la cama, dentro del ropero y
dentro del clóset, y siempre
llamándolas: ¡Mireya, Laurita! ¡Vámonos que se nos hace tarde! ¡Salgan por
favor! En esas percibí un olor
parecido a del éter con que privábamos ratones blancos en las clases de anatomía. Tuve un mal presentimiento, se me aceleraron los latidos del corazón.
Se me ocurrió asomarme al solar, busqué detrás de la pila del lavadero, donde les gustaba esconderse cuando hacían alguna picardía. De paso vi el perro dormido, se me hizo raro, él solía estar en el comedor al tiempo del desayuno. Lo llamé por su nombre: ¡Whisky! No se movió, estaba adormilado, y volví a percibir el olor del éter. Al punto con la imaginación reconstruí el crimen: habrían entrado unos ladrones de niñas, privaron antes al perro con algún aerosol estupefaciente y luego privaron a las niñas y se las llevaron... Y ahora ¿cómo les doy la noticia a mis padres y a mis hermanos? Corrí a la cocina y llorando abracé a mi madre sin poder articular palabra;
-- ¿Qué ocurre, mija? me asustas.
Mamá, nerviosa, llamó a mi padre por la ventana de
la cocina; llegó al momento junto con Félix y Ariel. Tomé de la mano a papá y a mamá y los llevé al dormitorio de las niñas. Al
entrar a la alcoba papá notó al momento
el mal olor y frunció el ceño, extrañado. Les mostré las dos almohadas en la cama vacía... papá y mamá se
miraron desconcertados. Mis hermanos
buscaban debajo de la cama y en el baño y dentro de los armarios.
¿Dar el denuncio a la autoridad? No estaba la alcaldesa. ¿Despachar
policías en todas direcciones? Nunca hubo
policías porque el pueblo era tranquilo
y nunca había peleas ni borrachos, ni había nada valioso que robar. Lo
único valioso en el pueblo eran las niñas.
Llegaron las dos mamás con los ojos colorados de
tanto llorar: la mamá de Carmen la
gitanilla y la mamá de Gladis la
pecosita. Y nos suplicaban que por favor enviáramos pronto a nuestros hermanos
a perseguir a los artistas del circo,
que ellos eran los robaniñas. Las robaban para utilizarlas como actrices a la
fuerza. A esas dos mamás les contamos que también en nuestra casa acababan de
desaparecer nuestras dos hermanitas menores, Mireya y Laurita, y que enseguida
saldríamos todos en busca de los secuestradores.
Nos organizamos para salir a pie: mis dos hermanos Ariel y Félix; mis dos
novios gemelos Germán y Jacinto; y las 3 hermanas de ellos: Rocío de nueve
años, Camila de siete y Yurany de cinco. En total, 4 muchachos y 4
mujercitas.
Nos despedimos de nuestros padres. Mamá nos dio la
bendición, nos santiguamos y emprendimos
el viaje. Las tres hermanas, Rocío, Camila y Yurani, a caballo en la burra gris, la que pensábamos que era una
cebra falsificada. Todos los demás a
pie.
De puntero iba el tigrillo suelto, sin collar ni correa, olfateando el camino...
De pronto se detuvo junto a un mangle,
alzó la vista hacia las ramas y miraba con avidez, batiendo la cola. Nosotros también miramos hacia las ramas para
buscar qué era lo que le interesaba tanto al felino... Y descubrimos entre las ramas del árbol una
tigrilla, o sea una novia de Príncipe. Hasta aquí llegó
nuestro guía. No hubo poder humano capaz de convencerlo de que tenía que seguir
de puntero y si no fracasaría nuestro
intento de llegar hasta el circo y liberar a las niñas secuestradas.
Sujeté al tigrillo con collar y correa para que no escalara el mangle, e
intenté cabestrearlo. Se resistía fuertemente, me la ganó. Entonces mi hermano
Félix, aprendiz de veterinario (y cuyo
nombre Félix significa gato)
razonó así:
-- Las especies animales se reconocen entre sí por el
olor: perros huelen a perros, gatos huelen a gatos, tigres huelen a tigres. Si
pudiéramos neutralizar a esta tigrilla, o sea cambiarle su olor de tigre por
cualquier otro, entonces Príncipe dejaría de buscarla. ¿Ninguna de ustedes trajo por casualidad algún perfume? Ninguna traía, ni siquiera un desodorante.
-- ¿Te sirve un insecticida? le preguntó Rocío sacando de su bolso un
pequeño aerosol que siempre llevaba consigo porque a ella por ser tan blanca la perseguían mucho los zancudos.
-- Ensayemos, le contestó Félix.
Le recibió el atomizador a la niña y se encaramó
al árbol. La tigrilla se erizó como un
cepillo, abrió la jeta gatuna de afilados colmillos, gruñó amenazándolo y subió
a las últimas ramas. Pero Félix también
era felino, o sea muy ágil, y trepó hasta quedar próximo a la tigrilla. La fumigó abundantemente y bajó fumigando bien el tronco del árbol, para
borrar el olor de la tigrilla. Félix le
devolvió el frasco vacío a la niña, diciéndole:
-- Gracias, belleza, te lo repondré con dos
frascos iguales. Aplaudimos.
Rocío y Félix
habían salvado la expedición. El tigrillo siguió de puntero, olfateando las huellas de los animales del circo.
La segunda parada la hizo Príncipe frente a una tienda del
camino. Entramos y lo primero que hizo
el tigrillo fue saltar al mostrador. La tendera se desmayó, por fortuna
cayó en una poltrona. Un gozque le ladraba a Príncipe. En cambio una gata
angora subió al mostrador y muy zalamera lo peinaba con la lengua; ambos eran
felinos, probablemente primos lejanos.
Al tigrillo le quisimos comprar algo de carne, como una hamburguesa o un
perro caliente, pero el único perro caliente que había en la tienda era el
gozquejo. Al tigrillo le compramos un brazo de reina, era lo más
elegante para un Príncipe.
Aprovechamos la tienda-restaurante para almorzar. Sacamos el fiambre de nuestras loncheras y completamos con golosinas y bebidas
de la tenducha. Mientras tanto se despertó la señora privada, y al ver que
nuestro felino congeniaba con su gatica, lo acarició y le brindó una tajada de
salchichón. Yo congenié con la gata de la señora y me entretuve rascándole la
cabeza (a la gata, no a la señora).
Cuando fuimos a pagar las golosinas la tendera
dijo que no debíamos nada porque
nosotros éramos los únicos turistas que no habíamos dejado basura ni papeles en
el suelo. Le dimos las gracias y seguimos nuestro camino. El tigrillo adelante, olfateando.
Después de varias horas de viaje por fin divisamos
un campamento como de gitanos: eran los preparativos para armar la carpa del
circo. Rocío, Camila y Yurani dijeron que estaban cansadas de burra y
querían caminar a pie; saltaron a tierra.
Volví a sujetar a Príncipe con collar y correa,
porque si venteaba a la tigrilla se nos escaparía para siempre. Queríamos
acercarnos al potrero del
circo pero clandestinamente, o sea sin que nos vieran ni oyeran los
obreros, que estaban muy atareados en el acarreo de materiales y organización
de las toldas. Desde lejos los veíamos
trajinar.
No sabíamos cómo rescatar a nuestras cuatro niñas cautivas, ni cómo
localizarlas en semejante confusión de
hombres y animales. De pronto las vimos allá lejos, en la corraleja de los
camellos y las jirafas. Carmen y Gladis estaban amaestrando vicuñas; Mireya y Laurita amaestrando avestruces.
Procurábamos no hacer el menor ruido, hablábamos
en voz baja para no ser descubiertos. De pronto nuestra burra empezó a rebuznar
con toda su potencia. Nos
fruncimos de miedo, nos creímos descubiertos. El rebuzno fue oído por las
cebras del circo, las cuales se vinieron al trote, derribando a su paso la cerca de alambre. Burras y cebras son primas entre sí, solo se
distinguen porque las cebras visten uniforme de
rayas.
Mi novio Germán sabía remedar potros, o sea
relinchar. Mi novio Jacinto sabía
remedar avestruces, o sea graznar. Y mi hermano
Ariel sabían remedar vicuñas, o sea
escupir. Pues bien, Germán empezó a relinchar, Jacinto a graznar, y
Ariel a escupir... Fue para risas.
¡Oh gran sorpresa!
Se vinieron los
avestruces y las vicuñas. ¡Y a caballo en
los avestruces venían Mireya y Laurita, y a caballo en las vicuñas
venían Carmen y Gladis. ¡Estallamos en gritos de felicidad, brincábamos y
brincábamos! Las cuatro niñas secuestradas llegaron hasta nosotros y saltaron a
tierra. Nos abrazamos y besamos apretadamente, llorando de felicidad.
Las parejas de novios adolescentes se reencontraron: Félix y Carmen se abrazaban
llorando... Ariel y Gladis se abrazaban llorando....
A continuación nos repartimos los semovientes: los
cuatro muchachos, o sea Germán, Jacinto, Félix y Ariel, montaron en cebras. Carmen, Gladis y yo, en vicuñas. Y las cinco niñas pequeñas,
Mireya, Laurita, Rocío, Camila y
Yurany, en avestruces. La burra quedó
libre, sin embargo sobre ella se montó Príncipe. Y emprendimos el regreso al hogar y a nuestro
pueblo.
Nuestra jubilosa procesión no podía llamarse
cabalgata porque no había caballos; podría llamarse Desfile de carnaval o
Marcha triunfal. En las puertas de las casas que bordeaban el camino se
apiñaban las familias; esposos, niñas y niños nos vitoreaban agitando pañuelos
y banderitas y se reían al vernos pasar montados
en cebras, avestruces y vicuñas.
Las gentes que a pie se dirigían al mercado del
pueblo se nos juntaron conversando con gran animación y gozaban al vernos a
caballo en animales de circo. Al pasar frente a la escuela rural, coincidió con
que estaban celebrando "El Día del Árbol", y toda la chiquillería de niños
y niñas y las profesoras se nos
vinieron agitando sus arbolitos. Parecía
un Domingo de ramos.
Al pasar frente al colegio rural, coincidió
con que los trescientos alumnos hacían calle de honor en la carretera para
recibir a un político. Pero como no
llegó el político resolvieron preceder nuestra marcha triunfal hacia el
pueblo, con banda de guerra, o sea cornetas
y redoblantes, porristas y
bastoneras.
Cuando nos aproximábamos al pueblo empezó el
repique de campanas y estalló la pirotecnia: voladores ascendían serpeantes por
el cielo azul dejando tras de sí una estela de chispas doradas y de humo azul encrespado, y atronando después con su descarga de quince truenos y una bomba Ambiente de carnaval. Todos reíamos, todos gozábamos. Queríamos cantar himnos
triunfales, pero el único himno triunfal que sabíamos era el Himno Nacional de
Colombia, y lo entonamos con garbo de juventud:
¡Oh
gloria inmarcesible,
oh júbilo
inmortal!
En surcos
de dolores
el bien
germina ya.
F I N
V O C A B U L A R
I O
Las palabras suelen tener varios significados; aquí solo figuran los que corresponden a determinados casos, según el contexto de la novela.
Abordar subir a la nave
algarabía gritería confusa
algarabía gritería confusa
arrear estimular con voces y látigo a las bestias
balsa plataforma de palos flotantes
bicho animalejo (despectivo)
boga remero
bunjee jumping salto al vacío
cabestrear conducir un animal por medio del
cabestro
cabestro cordel
para conducir animales
camerino sala
donde los artistas se preparan para actuar
cocuyo insecto luminiscente
concéntricos que tienen un
mismo centro
consternación gran conturbación del ánimo
cubierta azotea del barco
chasco decepción por una burla o contrariedad
delirante exagerado
depredador animal que persigue y mata a otros
animales
enjugar secar
enseres objetos, muebles, etc.
exótico muy
raro
felino perteneciente
o relativo a los gatos
flamenco gitano (cantos flamencos)
fluvial de río
fosforescencia luminosidad pálida y fría
franja banda, cinta;
(arco iris)
frisbee juego del disco o platillo volador
galán novio,
enamorado, pretendiente
grácil delgado, sutil
horqueta bifurcación de una rama
índigo azul oscuro
inverosímil increíble, poco probable
jumping (bunjee jumping) salto al vacío
laja piedra plana y delgada
larva insecto en su estado posterior
al de huevo
mantilla prenda
femenina para cubrir la cabeza o los hombros
mezanín piso intermedio
montura silla para cabalgar
morrocota moneda antigua de oro
noria rueda con cajoncillos para extraer agua
rasante que pasa rozando
revirar contestar pronta y vivamente
rutina sucesión de figuras y
movimientos artísticos (porristas)
semoviente cualquier
animal; que
se mueve por sí mismo
serpeante ondulante
sosegado calmado, tranquilo
tutú faldellín de bailarina
clásica
trocha camino entre malezas,
carreteable sin pavimentar
Vía Láctea nuestra galaxia
zarpar dejar la costa o el
puerto una embarcación
Í N D I C E
El arco iris
Los cocuyo
Cena romántic
Barco fluvial
Sorpresas
Artistas de circo
Avestruces
Las vicuñas
La cebra fantasma
Amor a primera vista
Se rifa una novia
Amanecí quinceañera
Gratitud ante todo
Su Majestad el León
Nuevo amanecer
Salto al vacío
El circo se fue
¡Consternación!
¡Marcha triunfal!
Vocabulario
Antonio
Silva Mojica fue un jesuita colombiano,
autor
de novelas para adolescentes.
“El Poeta de las Niñas” lo llamaban sus lectoras.
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