miércoles, 2 de marzo de 2016

La novia del cóndor

 

 

 

 

 


LA  NOVIA  DEL  CÓNDOR








Novela juvenil, ecológica y romántica





Sin escenas de violencia ni de sexo





Antonio Silva Mojica







 
 

LA  MICROEMPRESA  INFANTIL

Soy una niña de doce años y me llamo Luz. Mi hermano gemelo se llama Edwin. Tengo además dos hermanas mayores y dos hermanos menores. Vivimos con nuestros padres en una finca donde no se ha instalado todavía la luz eléctrica, nos alumbramos con velas.

Mi papá William es molinero, compra trigo y lo muele. Mi mamá Gloria vende harina. Nosotros los seis hermanos manejamos una microempresa inventada por nosotros mismos: vendemos bizcochuelos, galletas y hojaldre, amasados por mamá con una fórmula antigua y secreta heredada de mi abuela. Y la manera como empezó nuestra industria fue la siguiente:

Mis dos hermanas mayores, Aura y Nidia, estudiaban en un colegio rural a cuatro kilómetros de la finca. Iban y venían a caballo, en pelo, en un potro que nos había regalado un tío nuestro. Ese caballo era de tres colores, por eso le pusimos el nombre de  Trifásico.

Pues bien, al principio mis dos hermanas llevaban al colegio, para su merienda en el descanso, dos tajadas de bizcochuelo. Pero ¿qué sucedió?  Que como mis hermanas eran tan carialegres y conversadoras, compartían el bizcochuelo con sus amigas,          por el gusto de dar gusto. Las amigas vivían encantadas, no solamente de mis hermanas, sino del bizcochuelo; y empezaron a hacer pedidos,  y los pagaban puntualmente, inclusive por anticipado.

Mis dos hermanos menores, Jaime y Fredy, que estudiaban en una escuela rural de Fe y Alegría, a dos kilómetros de la finca, llevaban en sus loncheras hojaldre para comer en el recreo. Jaime y Fredy obsequiaban hojaldre a sus amigos, y también lo hacían por el gusto de dar gusto, como mis hermanas. Y también les llegó el premio por su generosidad y simpatía. El premio fue que no solamente los alumnos hacían pedidos de tan delicioso producto, sino que también los hacían las profesoras y las monjas de  Fe y Alegría. Aumentaron las ventas, y en nosotros también aumentó la fe y aumentó la alegría.

Mi madre no daba abasto amasando, remangada y con delantal.  Edwin atizaba el fuego del horno y traía más leña; yo batía claras de huevo para añadirle a la harina de las galletas. Me fascinaba ver cómo al batir las claras con el tenedor iba subiendo la blanca espuma en el plato, como copos de nube o de nieve.

Jaime y Fredy iban y venían a pie, de la finca a la escuela y viceversa; además del morral con los útiles, cada niño tenía que llevar al brazo una canasta con bizcochuelo, galletas y hojaldre. Cada día las canastas pesaban más, y eso resultaba muy incómodo para los niños. Por fortuna un campesino de la hacienda les alivió la situación de la siguiente manera:

Como no teníamos otro caballo fuera de Trifásico  y en él iban Aura y Nidia al colegio, el campesino amaestró un buey  para que trasportara a Jaime y a Fredy con sus morrales y sus canastas. Acomodó en la espalda del buey una gran petaca de mimbre; el buey parecía un elefante ensillado. A esa petaca empezamos a llamarla  el módulo de trasporte; y al buey lo llamamos Paquidermo, por lo despacioso, pero era muy obediente y muy responsable.

Las niñas y los niños de primaria se encantaron con  Paquidermo.  Jaime y Fredy anunciaron a toda la chiquillería que por el precio de cualquier moneda cada niño podía disfrutar de un paseo por los jardines, montado en el módulo de trasporte. Entonces se llenaba la canastilla de alegres criaturas que iban gritando y saludando como si fueran en la carroza de un carnaval. Paquidermo se dejaba cabestrear dócilmente, inclusive por niñas de preescolar, que abandonaban sus muñecas para conducir el bovino. Una vez una niña de ocho años, llamada Laurita, le propuso a mi hermano de siete:

-  Jaimito, hoy no traje dinero para el hojaldre, te lo pago con un pico.  Y lo besó en una mejilla.

El niño quedó mudo del susto y del gusto, jamás lo había besado una niña. Cuando volvió en sí le entregó el hojaldre a Laurita, y ambos se pusieron rosaditos.


         Esta escena la presenciaron cuatro niñas, se dieron cuenta de que los   besos valían por  pesos. Y como anhelaban vivamente dar un paseo en  Paquidermo  pero no traían ni un centavo,  le preguntaron a Fredy:

- ¿Por cuántos picos nos dejas montar en Paquidermo?

Fredy les contestó:

-   Cada niña me da 2 besos, uno en cada mejilla.

Y las niñas empezaron a pagar en “efectivo”.

En esas llega una profesora y las pilla besando a Fredy.



-   ¡Ahora mismo arreglamos este asunto!  dijo muy seria.
            Ustedes cuatro  me acompañan a la Rectoría.

 Rodaron lágrimas por las mejillas;  brillantes gotas caían al uniforme y del uniforme al suelo. La profesora se  llevó a las cuatro niñas sin más contemplaciones. Una vez llegadas a la Rectoría,

¿Algún problema?  preguntó la Madre Virgilia.

-  Estas chicas estaban  picoteando a un niño,  las denunció la profesora.

La Madre miró fijamente a la primera niña y ella bajó los ojos, avergonzada.  Miró luego a la segunda y ella también los bajó. Lo mismo la tercera,  lo mismo la cuarta.  La Rectora firmó en silencio cuatro boletas y se las entregó diciéndoles:

- Lleven estas notas a sus mamás. Mañana veremos en qué paran los      besos.

           Las pobres niñas, pálidas, recibieron la boleta con mano temblorosa y salieron en silencio, sin despedirse. Presentían que por esa falta serían expulsadas de la escuela.  Se dirigieron al quiosco del jardín y allí abrieron las boletas y empezaron a leer. 
En todas las esquelas decía lo mismo, la leyenda era la siguiente:

Señora madre de familia:

    De ahora en adelante tenga la bondad de entregarle a su hija dinero suficiente   para que la niña pueda pagar las golosinas y las diversiones del colegio.


Virgilia - Rectora


Las cuatro niñas volvieron a llorar, pero de alegría. Volvieron a leer las esquelas. Gritaban, brincaban, se abrazaban. Corrieron a la Rectoría para dar las gracias. Acometieron a picos a la Madre Virgilia, quien las rodeó con los brazos diciéndoles:

Tranquilas, yo también fui niña. Y antes de que se le  inundaran los ojos las despidió con estas palabras:

 -  Podeis ir en paz.

- ¡Demos gracias a Dios!  gritaron y salieron corriendo, casi sin pisar el suelo; volaban de la felicidad.

Nuestra empresa de bizcochería progresaba tanto, que cuando papá y mamá se ausentaban, nosotros llevábamos adelante el negocio. Pero nuestra felicidad no provenía del dinero;  provenía del amor, provenía del compartir. Cuando alegramos a otros, nuestra alegría se multiplica.




EL  MOLINO  HIDRÁULICO
             Un molino de agua consta de dos grandes piedras cilíndricas, una sobre otra. La de debajo es fija, la de encima va girando a regular velocidad. Un chorrito de trigo va cayendo al agujero central de la piedra giratoria, y por la juntura de las dos piedras va saltando alrededor una lluvia de harina blanquísima.

Por debajo del piso un fuerte chorro de agua impulsa una gran rueda horizontal con paletas, la cual trasmite el movimiento a la piedra superior.    No se necesita electricidad ni gasolina, el agua lo hace todo, y gratis; de día y de noche, sin interrupción, por meses y por años.

El rumor que hace la piedra giratoria se parece al ronroneo de un gato satisfecho. El molinero duerme al arrullo de las piedras, y solo se despierta cuando se para el molino y sobreviene el silencio. Entonces se levanta, hace los ajustes del caso y pone a funcionar nuevamente el molino. Luego vuelve a dormir.

Mi hermano mellizo Edwin y yo éramos los fontaneros, o sea los encargados de revisar la acequia que conducía el agua al molino. Nos fascinaba subir descalzos por la quebrada cristalina, y cuando llegábamos al tajamar donde se desviaba parte de la quebrada para el molino, nos bañábamos  en el pozo de agua fría. Caminando de regreso  por la orilla de la toma,  nos gustaba echar al agua buquecitos de papel, que se iban navegando juntos, como si ellos también fueran mellizos.

Cuando mi padre no podía quedarse de noche vigilando el funcionamiento del molino, se quedaban mis dos hermanas mayores, Aura y Nidia, en unas colchonetas. El trabajo era relativamente fácil, solo de vez en cuando ajustar el  matachín.  Este es un palo que va rozando la piedra giratoria, y con las vibraciones sacude la  tolva  para que caiga el trigo a las piedras.  Tolva  es un gran embudo de madera en forma de pirámide invertida, donde se almacena el trigo que alimenta las piedras.

Mis hermanas, cuando estaban de turno en el molino, solían quedarse dormidas, cada una con un gato siamés encima de la colcha. Los gatos se llamaban Lince y Michín.

Una vez papá tenía que ausentarse por dos días para ir a comprar trigo. Se despidió, montó en  Trifásico  y se fue. Por la noche, durante la sobremesa, charlábamos alegremente a la luz de las velas. Usábamos velas no para dar un toque romántico, sino porque, como ya dije, no se había instalado todavía la luz eléctrica en la finca. Pues bien, en dicha sobremesa yo, Luz, me atreví a proponer a la familia lo siguiente:

Yo quiero quedarme sola esta noche vigilando las piedras         del molino.

 - Pero a ti te da miedo la oscuridad, me advirtió Nidia.

- Yo soy Luz, dije por broma; y donde hay luz no hay tinieblas.

- Que por lo menos te acompañen Lince y Michín, propuso Aura.

- ¿No necesito gatos que me acompañen, me basta mi perro Pekín.

-  Las brujas entran por la ventana, me quiso asustar Edwin.

- Trancaré la ventana.

- Las culebras venenosas entran por debajo de la puerta, añadió Fredy.

-  Meteré trapos por debajo de la puerta.

Mi madre oía  esta conversación y sonreía, sin resolverse a dar su consentimiento.

- ¡Mamá qué opina?  le preguntó Aura. Mi madre dijo:

- Levanten la mano los que aprueben que Luz se quede sola esta noche  vigilando el molino.

Jaime y Fredy dijeron que sí, Aura y Nina dijeron que no; empatados.   Todo dependía del voto de mi hermano Edwin, el cual opinó así:

 - Está bien que se quede Luz vigilando las piedras, pero que Aura y Nina duerman en el cuarto vecino, por si acaso Luz pide auxilio. Aprobado por unanimidad;  mi madre dio el sí.

Las tres niñas nos dirigimos al molino, a dos cuadras de distancia. Una vez allí, yo me encerré sola, provista de una linterna y acompañada solamente por Pekín. Tranqué la puerta, tranqué la ventana, metí trapos por debajo de la puerta. Recé mis oraciones y me acosté. Apagué la linterna y quedé a oscuras.

Aura y Nidia en el cuarto vecino se empiyamaron, rezaron y se acostaron, cada una con un gato encima de la colcha. Soplaron la vela y quedaron a oscuras.   Al arrullo de las piedras nos dormimos.

A media noche ladró el perro a mi lado, me desperté asustada y prendí la linterna.  Sobre la piedra giratoria  dos ratas  daban vueltas y vueltas como en carrusel.

 - ¡Auxilio, auxilio!  grité.

Aura y Nidia saltaron de sus lechos, le dieron un empellón a la puerta y entraron precipitadamente. Los  gatos se abalanzaron a perseguir a las ratas, que revolaban por toda la habitación. Nosotras, escoba en mano, perseguíamos a los bichos. De pronto las ratas se nos subieron a las  escobas, tiramos las  escobas. Las ratas se escondieron entre el montón de harina, los gatos también se hundieron entre la harina y los perdimos de vista. Suspenso...

Al minuto salieron los gatos, tan blancos de harina que parecían conejos. Pekín  los desconoció y les ladraba, erizado. Cuando se les acercó para olfatearlos, ambos gatos se sacudieron bruscamente y envolvieron al perro en una nube de harina como si fueran polvos de talco.  El perro empezó a estornudar. Nos reímos.

Los gatos volvieron a hundirse entre el montón de harina y al rato volvieron a salir, esta vez cada uno con una rata en el hocico, y huyeron con su presa para devorarla en el jardín.

 -  Pasó el peligro,  exclamó Nidia.

 -  Demos gracias a Dios, completó Aura.

Y las tres niñas  empiyamadas  juntamos las colchonetas y nos  acostamos a reír. La dicha es fácil.






YO  TAMBIÉN  SOY  VALIENTE


A la otra noche, de sobremesa, Edwin dijo que él también quería quedarse solo en el molino vigilando las piedras.

-   Yo también soy valiente; si mi hermana Luz fue capaz, yo también. Además, ya murieron las únicas fieras que había: las ratas. 

Aplaudimos la decisión de mi hermano. Mi madre se sentía orgullosa de sus gemelos y aprobó que Edwin se quedara solitario esa noche, vigilando el molino.

 - Eso le conviene, añadió mi madre, para que crezca sin miedos; y es bueno que vaya aprendiendo el oficio.

 -  Nosotras te acompañaremos desde el cuarto vecino, dijo Aura, por si acaso tienes que pedir auxilio.

 -  No pediré auxilio, yo soy hombre, no me asustaría ni con un oso que entrara por la ventana. Tampoco necesito linterna eléctrica, me basta una vela. Y tampoco necesito perro ni gatos.

Salimos del comedor y de la casa y nos encaminamos al molino, por el gusto de acompañar al  hombre valiente. Íbamos todos: mi madre, mis  hermanas y mis  hermanos; los dos gatos y el perro. Era noche de luna llena, clarísima. Trinaban los grillos. Por todos los potreros revoloteaban candelillas con sus trazos de luz  fosforescente. Llegados al molino, instalamos a Edwin en su oficina; una vela iluminaba desde una repisa.

 -  Adiós mijito, le dijo mi madre y  le dio la bendición.

 -  Adiós  mamá;  y  se santiguó.

 -  Hasta mañana, Edwin, le dijimos. Edwin contestó con una sonrisa de ejecutivo. Cuando nos alejábamos oímos que ajustaba la puerta. Regresamos al hogar cantando:

Lunita consentida colgada del cielo
como un farolito que puso mi Dios,
para que alumbrara las noches calladas
de este pueblo viejo de mi corazón.

 Llegamos contentos y entramos a la sala.  Aura y Nidia

empezaron una partida de ajedrez, con vela encendida. Mamá, Fredy, Jaime y yo, una de parqués; sonaban los dados sobre el vidrio.

Mientras tanto allá en el molino  Edwin, solitario, se había tendido bocarriba en su colchoneta, con ropa y sandalias, y miraba distraídamente las cañabravas del zarzo. De pronto vio que por una rendija del techo se asomaba un murciélago peludo y orejón. Edwin se frunció de repugnancia y de miedo y  reflexionó: Es un vampiro chupasangre, no puedo quedarme dormido.  El bicho, colgado de las patas, ojeaba en rededor... Se desprendió al fin y revoloteaba por toda la habitación.

Pasó aleteando por encima de la vela y la apagó. Edwin quedó a oscuras. Fue a encender la vela pero no encontró los fósforos, le pesó no haber aceptado la linterna, por dárselas de valiente. A ratos sentía que le soplaban la cara;  era que el murciélago pasaba rozándolo.

Se levantó, y caminando a tientas y a oscuras se dirigió a la ventana y la abrió; entró la luz de la luna y salió el murciélago. Volvió a cerrar  para que no regresara el  ratón volante. Se acostó de nuevo y al arrullo de las piedras se durmió.

A media noche sintió que golpeaban la puerta.

 - ¿Quién es?   preguntó nervioso. Nadie contestó.

 -   ¿Quién es?  preguntó más fuerte. Nadie contestaba. 
      Sintió que se le erizaba el pelo de la nuca.

Volvieron a golpear, esta vez un golpazo fuertísimo. Entonces se levantó, y temblando  de miedo y a oscuras  fue caminando hacia la puerta...De pronto   lo atajaron unas manos sin cuerpo,  gritó aterrado:  

- ¡Auxilio!

Con su propio grito se despertó y quedó sentado en la cama, sudoroso, acezando. ¡Qué pesadilla!

En seguida oyó  que llegaba el perro y arañaba la puerta por fuera; había escuchado el grito desde la casa.  Edwin le abrió y lo acarició. El perro traía en el hocico una caja de fósforos; había sido amaestrado para eso. Otras veces le traía cigarrillos a papá o alguna herramienta. El niño le recibió los fósforos y encendió la vela.  Se pusieron luego a jugar los dos amigos  revolcándose sobre la colchoneta.  Se acostaron  felices y al arrullo del molino se durmieron.

De pronto escucharon un canto de niñas que se acercaban por el camino.  Éramos nosotras con mi madre y mis hermanos, que habíamos programado  una serenata para el pequeño molinero. Traíamos farol encendido y una canastilla con el refrigerio. Ya cerca del molino  le cantamos la última estrofa:

Abre el balcón
y el corazón
mientras que pasa la ronda.

Edwin nos abrió la puerta; risas, besos y abrazos. Nos sentamos en las colchonetas a comer y a beber hojaldres y limonada. Edwin nos contó  cómo a media noche le habían tocado la puerta, y cómo al ir caminando a oscuras lo atajaron unas manos. Pero que había sido una pesadilla. Mi madre comentó:

 -  Así son todos los espantos, solo son pesadillas.

En esas tocaron a la puerta, que la habíamos cerrado porque entraba demasiado viento y apagaba la vela.

  - ¿Quién es?  preguntamos en coro; nadie respondía. ¡Qué miedo!  ¿Será otra vez el espanto?

  - ¿Quién es?  preguntamos con voz más fuerte.

Entonces contestó afuera un relincho de caballo. Nos reímos. Jaime abrió la puerta. Era mi padre a caballo en  Trifásico. Se desmontó, entró y le cantaba a mi madre:  “Cumpleaños feliz...”

  - ¿ Pero cumpleaños de quién?  le preguntó mi madre intrigada.

  - De haber iniciado la empresa de hojaldres, galletas y bizcochuelo.

Papá inventaba sorpresas por el gusto de agradar a mamá; ellos dos se querían como novios.

Papá recibió de manos de Nidia un vaso de limonada, lo  levantó y dijo con risita picaresca pero que indicaba cariño y gratitud:

Brindo por Gloria, la reina de este palacio
y madre de mis princesas.

Brindo por el molino,
el horno y los amasijos.

Brindo por las manos que amasan galletas,
hojaldres y bizcochuelos.

  - ¡Viva! gritamos todos y aplaudimos. Chocamos los vasos, ya íbamos a beber cuando Jaime pidió silencio y, ante la sorpresa de todos, el niño se expresó así:

Yo brindo por Paquidermo y Trifásico;
brindo por Lince, Michín y Pekín;
y brindo por Laurita, la niña que me besó.

  -  ¡Uuuu!  gritamos todos mientras  Jaime ocultaba su vergüenza entre las manos. Y lo empezamos a llamar  Laurito.
En esas el viento abrió la puerta y entró el caballo desensillado. Pekín le ladraba,  los gatos le brincaron al lomo  y le hacían cosquillas con las uñas, el caballo se  reía con relinchos. Por último Trifásico se sacudió bruscamente y tiró los gatos al suelo. Nosotros llorábamos de  la risa. La dicha es fácil.

A continuación abrimos las ventanas y entró el amanecer con su claridad y su alegría. Entró la brisa mañanera con sus trinos y su aroma. Y regresamos al hogar  cantando:


Escucha hermano
      la canción de la alegría,
el canto alegre
       del que estrena un nuevo día.

Llegados a casa, nos repartimos los oficios: mi madre, a preparar el desayuno para todos. Mi padre, a recibir las cargas de trigo que le traían en mulas para la molienda. Aura y Nidia a ordeñar la vaca. Mientras  Aura controlaba el ternero, Nidia dirigía los chorritos de  leche tibia sobre la espuma creciente de la vasija.  

Mis hermanos, a barrer los corredores y el patio. Yo, a echarles maíz a las gallinas. Llegaban también palomas y se me paraban en los hombros saludándome con su arrurú; se habían encariñado de mí, y yo de ellas.





A  LA  CONQUISTA  DEL  SINDAMANOY


Salíamos del desayuno cuando llegaron nuestros amigos de la finca vecina en traje de excursión: tenis, bluyines y morral a cuestas. Cuatro  niñas:  Emilse,  Alicia, Yolanda  e Ingrid, condiscípulas de mis hermanas en el colegio.  Tres varones: Víctor, Marcos y Julio, también condiscípulos nuestros. Las dos familias congeniábamos a la maravilla, como si fuéramos primos hermanos. Con decir que había noviazgos entrecruzados, unos clandestinos y otros legalizados. Venían a invitarnos a una  excursión.

-   Somos escaladoras, dijo Yolanda sonriendo, traemos sogas y picas.

-  Somos arqueólogas, afirmó Alicia, traemos martillo y mochila.

-   Somos turistas, añadió Marcos,  llevamos  jugos y sánduches.

-  Somos hojaldristas, rematé yo, llevaremos galletas y bizcochuelos.

Salieron al patio papá y mamá. Los visitantes se acercaron a saludar a mis padres con todo  respeto y cariño, inclusive con besito a mi madre.  Los excursionistas expusieron su programa del día: se trataba nada menos que de escalar el  Sindamanoy, cerro inconquistable hasta entonces, puesto que  era y es una roca  enteriza, sin grietas dónde apoyarse, sin matorrales ni agarraderos. Habían fracasado todos los escaladores precedentes. Pero ahora estos excursionistas traían una solución ingeniosa y factible, hasta ahora secreta, ya veríamos.

Como nosotros también estábamos en bluyines y tenis, listos para cualquier excursión, solo faltaba el permiso de mis padres. Ellos pusieron algunas condiciones:

     
Que  los niños pequeños no escalaran, a no ser que hubiera garantías de seguridad.
     
Que si nos íbamos a bañar en alguna quebrada, no nos metiéramos acalorados en el agua fría del páramo. 
    
Que no fuéramos a traer pájaros; prohibido cazar.    
    
Que por ningún motivo fuéramos a regresar de noche.

Aprobado por unanimidad, o sea  nos comprometimos a cumplir todas las condiciones. Entramos corriendo a preparar los morrales. Yo me colgué al cuello mis lindos binóculos que parecían  de juguete pero eran de verdad; tenía la ilusión de estrenarlos en este gran paseo. Por último, nos despedimos de papá y mamá con besito en la mejilla.

-  “Mucho juicio”, nos recomendó mi madre.

A los gatos y al perro los dejamos acuartelados en la huerta.              

-   “Mucho juicio”  les dijo Edwin.

Y salimos por fin en gozosa camaradería. Primero anduvimos largo trecho por un camino de herradura; luego por senderitos angostos y retorcidos  que se ramificaban  entre matorrales. Y se acabó el camino; de ahí en adelante... “Se hace camino al andar”.

Desde lejos empezamos a oír el bullicio de Quebradagrande, bullicio cada vez más cercano, hasta que por fin descubrimos la corriente cristalina; por la trasparencia de las aguas dedujimos que eran muy frías, casi congeladas.

No había puente, se lo había llevado la última borrasca. ¿Cómo podríamos atravesar el riachuelo? Nuestros amigos los escaladores hallaron rápidamente la solución: niños y niñas grandes montaron a la espalda a los pequeños y pequeñas y, sin descalzarse ni remangarse los bluyines,  penetraron al agua y fueron atravesando a tropezones la corriente.

Nosotros los hojaldristas resolvimos de otra manera: cogidos de la mano  como niñas de  preescolar cruzando una calle,  fuimos  atravesando  por la parte más panda del río.   ¿Río o quebrada?  Bueno, una quebrada es un río adolescente.

Y seguimos caminando por pajonales y luego subiendo por entre frailejones de páramo. Cuando por fin llegamos al pie del cerro, Víctor, el mayor de nuestros amigos, nos expuso el plan de ataque. Nos dividiríamos en dos cuadrillas: unos esperaríamos a este lado del Sindamanoy;  los otros rodearían el cerro y desde el otro lado enviarían una señal óptica y acústica.

-  ¿Cómo así que una señal óptica y acústica? le pregunté yo, intrigada.

-  Será una sorpresa,  respondió Víctor; ya la verán y escucharán.

Aprobamos el proyecto sin entenderlo del todo. Entonces Víctor, Emilse,  Marcos y Julio se despidieron y se fueron alejando por una trocha. Víctor llevaba a la espalda una gran bolsa de cuero con varas de cañabrava. Pensamos que eran cañas para pescar truchas  en la quebrada, pero  después supimos que no eran simples cañas de pesca.

Emilse llevaba  en la mano un carretel de nailon de pescar, pero tampoco era para pescar. Marcos y Julio llevaban enroscadas al hombro unas  manilas amarillas,  o sea cables de fibra sintética de gran longitud y resistencia.

Mientras estos cuatro exploradores,  llamémolos  adelantados, rodeaban el cerro, nosotros abrimos nuestros fiambres y consumíamos nuestras provisiones. Nuestras amiguitas, risueñas y simpáticas, nos brindaron limonada de sus cantimploras; nosotros a ellas, hojaldres y bizcochuelo.

Estábamos comiendo, bebiendo y charlando alegremente, cuando de pronto vemos que por detrás de la cumbre del cerro asoma un cohete o volador y sigue subiendo y subiendo por el  cielo, dejando tras de sí una estela de chispas doradas y de humo azul encrespado. Al coronar la máxima altura desgranó una descarga de quince truenos y  una  bomba. Los ecos de las peñas  repitieron la detonación. Lo habían disparado  desde el otro lado del cerro los adelantados. Esa era la señal óptica y acústica.  Lo que Víctor llevaba en la bolsa de cuero a la espalda, no eran cañas de pesca sino cohetes.  

Con la mirada seguimos la trayectoria del volador en su descenso: la vara humeante bajó en picado y  vino a caer cerca de nosotros. Y aquí la segunda sorpresa: cuando levantamos la caña, ahumada y caliente, descubrimos que a esa caña le habían atado un larguísimo nailon de pescar. Ese hilo, prendido al volador, había subido por encima del cerro y ahora llegaba a nuestras manos;  con razón Emilse llevaba un carretel.

A continuación Yolanda  empezó  a recobrar  el nailon  a brazadas, como quien a brazadas recoge la cuerda de una cometa.  Alicia, a su espalda, iba devanando  el hilo en un trozo de palo.

Tercera sorpresa: cuando ya las dos niñas habían recobrado muchísimos metros de nailon, llegó la punta de una manila o cable, atado al extremo del nailon. Ese cable nos serviría para escalar el cerro por ambos lados. 

Atar a un cohete un hilo y hacerlo pasar por encima del cerro, y añadirle  después a ese hilo un cable, eso había sido un chispazo de Julio, a quien llamaríamos en adelante  Julio Verne.  ¡Y Julio era mi novio!





¡ ARRIBA  MUCHACHOS !


Al otro lado del cerro los adelantados ataron fuertemente la punta  del cable a un  árbol,    lo mismo hicimos a este lado. Quedó el cable sujeto por punta y punta, ya podíamos empezar a escalar simultáneamente las dos cuadrillas.

Dejamos en la yerba los morrales y todo lo que nos estorbaría como chaquetas, cantimploras y sombreros; y quedamos en cuerpo gentil, o sea  livianas y ágiles. Y empezamos la ascensión agarrándonos de la  manila.

Suba y suba...apretando con los puños  el cable y asentando bien los tenis en la roca...A ratos nos deteníamos para descansar y mirar hacia abajo. ¡Qué vértigo! ¡Mejor mirar hacia arriba! Mientras tanto los adelantados también irían escalando por el lado opuesto, pero no se trataba de competir sino de compartir.

Fuimos llegando a la cima  y ¡qué sorpresa! también fueron llegando por el lado opuesto los adelantados. ¡Gritos  de triunfo de ambas cuadrillas!  Respiramos aire puro a todo pulmón. Nos abrazamos jubilosamente, luego cantamos:

Dominando el lejano horizonte,
escalemos las altas montañas.
Giren los  condóres  sobre nuestras frentes,
giren  majestuosos en el cielo azul.

      Mientras tanto yo dirigía mis binóculos en todas direcciones, feliz por estrenarlos en este paseo de maravilla. Después de divisar todo el panorama en rededor se me ocurrió observar también el cielo. Descubrí la medialuna encima de nosotros; y junto a un cachito de la luna descubrí la estrella matutina,  en pleno día. 

Grité de júbilo y entregué los lentes para que todos disfrutaran de  tan fascinante visión. Inmediatamente hicieron cola, ilusionados. Iban desfilando por mi  observatorio astronómico. Todos exploraban el cielo azul, todos descubrían primero la medialuna y luego a Venus, la estrella de la mañana.

-    ¿Por qué nunca habíamos visto una estrella en pleno                       día?   me preguntó Yolanda.

-   Porque nunca la habían buscado,  le contesté. Y dándomelas de filósofa les dije: Hay que buscar una estrella en la vida, un amor, una ilusión.

-  Yo sí ya busqué y encontré mi “estrellita mañanera”  dijo Víctor picándole el ojo a mi hermana mayor Aura, la cual se arreboló de vergüenza, pues  le impactó mucho semejante declaración en público.

Julio se  me acercó risueño, y en atención a mi nombre Luz, me susurró al oído: Tú eres mi único lucero. Yo sonreí, toda rosada, y vi que mis hoyuelos le fascinaban a Julio, le bailaban los ojos mirándome. 

-  Háblanos más de astronomía, me pidió Emilse. Le contesté:

-  Venus es gemela de la Tierra porque ambos planetas son del mismo tamaño. Por lo tanto la Tierra, vista desde Venus, brilla como la estrella matutina.

-  Y ¿cuál es la estrella vespertina?   me preguntó Marcos.

-  Es la misma Venus, que en unos meses asoma brillantísima por el oriente, antes del amanecer; y en otros meses alumbra en el occidente, al anochecer. Venus nunca se ve a media noche  y sí se ve a medio día.

-  Si Venus  es un  planeta ¿por qué la llaman estrella?  preguntó Alicia.

-    Porque visto desde la tierra es el astro más brillante del firmamento, después de la luna y el sol. Por eso le dieron el nombre de Venus, la diosa de la belleza.





¡ VIENEN  LOS  CÓNDORES !


En esas observamos que un remolino altísimo de gallinazos giraba majestuosamente en espiral, como si fueran bajando por una invisible escalera de caracol. Lentamente, sin aletear, descendían hacia nosotros. Se hacían cada vez más grandes, demasiado grandes para ser simples chulos. Inmediatamente alcé mis binóculos y los dirigí hacia las aves... Efectivamente,  eran   enormes, grandiosas. Me dio un vuelco el corazón y le pasé los lentes a Nidia, la cual observaba con atención...

-  ¡Son cóndores!  gritó la niña asustada.

-  ¡Son cóndores!  gritamos todos alarmados.

Pero alarmados  ¿por qué? Porque días antes unos campesinos del páramo habían traído al pueblo la noticia de que los cóndores se llevaban corderos y aun terneros. Entre dos cóndores alzaban un ternero recién nacido y se lo llevaban para devorarlo en sus riscos. Eran  un peligro para los niños pequeños de las veredas que se alejaran unos metros de su casa. Por otra parte estaba prohibido cazar esas aves, bajo pena de multa y cárcel.

Los cóndores graznaban encima de nosotros, hambrientos, amenazando con sus garras de acero y su afilado pico ganchudo. Son las más grandes y atrevidas aves de rapiña. Y allí en la cima del cerro pelado no había árboles dónde refugiarnos, ni piedras sueltas con qué defendernos. Tampoco podíamos huír,  pues estábamos rodeados de precipicios.

-  ¡Acostémonos en tierra y hagámonos los muertos!  propuso Emilse.

-  ¡No, porque los cóndores también son carroñeros! advirtió Alicia.

Instintivamente nos apiñamos en  grupo. Gritábamos y manoteábamos para espantarlos, pero los cóndores no se inmutaban, seguían rondándonos, y arreciaban sus graznidos.

-  ¿Dónde está Ingrid?  preguntó  con angustia su hermana Yolanda.  Se le aguaron los ojos y empezó a gritarla:

-   ¡Ingrid, Ingrid!

Por fin apareció la nena, venía  corriendo y tropezando.  Todos le gritábamos:

-  ¡Córrale, córrale, aprisa!

De pronto la niña tropezó y cayó de bruces. Al punto dos cóndores se precipitaron sobre ella, cada cóndor la agarró de un brazo y alzaron el vuelo a las alturas.  Menos mal que Ingrid vestía chaquetica de cuero de mangas largas que le defenderían los bracitos contra las filudas garras de los cóndores.

Las dos aves raptoras subían y subían con la niña colgando, la cual gritaba y pataleaba. Al punto los demás cóndores aletearon fuertemente y subieron...    Ya se sabe que las aves de rapiña se pelean la presa por el aire. Vimos cómo le picoteaban la chaqueta y le arrancaban jirones de cuero.

-  ¡Yo les disparo un volador a esos cóndores!   propuso Víctor y alistó un cohete de quince truenos.

-  ¡No, por favor!  le suplicó Yolanda  ¡No hagas eso porque los cóndores se asustarán y soltarán a mi hermana!

-  ¡De todas maneras la van a destrozar. Yo los destrozo a ellos!

Dicho esto Víctor le arrimó un fósforo encendido al volador y este arrancó en medio de un  chispero...llegó a los cóndores y desgranó su tronamenta. Las aves huyeron desbandadas...Uno de los cóndores raptores soltó el brazo de Ingrid y huyó. El  otro cóndor no podía con el peso de la niña y descendía aleteando fuertemente.

-  ¿A dónde irá a caer la niña?  nos preguntábamos.

-  ¡Qué tal que la suelte desde ahí!

Vimos que  niña y cóndor descendían hacia el  campamento donde habíamos dejado los morrales, al pie del cerro. Inmediatamente Yolanda, escaladora profesional, se deslizó por el cable para llegar abajo antes de que se le adelantara el cóndor y destrozara a la niña.

Todos los demás también emprendimos el descenso por el cable. Víctor descendió por el lado opuesto del cerro, para soltar la manila del árbol donde la habían  atado. Quedó la cumbre del cerro solitaria. Quedaron solamente nuestros nombres y la fecha, grabados a pica en la roca  inaccesible. 

Cuando llegamos al campamento, Yolanda estaba enfrentándosele al cóndor, que había caído en un cañaveral y no soltaba a la niña. Yolanda empuñó una vara de bambú y con ella amenazaba  al cóndor, pero este apretaba más el brazo  de Ingrid. Entonces Yolanda no tuvo más remedio que darle al animal un golpe en la cabeza.  Solo así soltó a la niña. Ingrid se levantó rápidamente y se nos vino sonriendo entre lágrimas. Se salvó la niña. Nos la comimos a besos. Las niñas llorábamos de felicidad.

A continuación procedimos a recuperar el cable recogiéndolo en lazadas.         Y nos dedicamos a merendar con el resto del fiambre, intercambiando comestibles en medio de charlas jocosas y de risas. 

Notamos que Ingrid no empezaba su emparedado, permanecía callada y pensativa mirando hacia el cañaveral. El cóndor no podría escapar tan fácilmente porque, encerrado entre  cañas, no podría tomar impulso para alzar el vuelo. En la cabeza lampiña se le notaba una pequeña herida que sangraba.

-  ¿Qué te pasa, chiquilla, qué te pasa? le pregunté a Ingrid remedando  una canción infantil de moda. ¿Por qué no te comes tu sánduche?

-  Este bocado es para el cóndor, respondió la niña.

-  ¡Cómo se te ocurre!  le reprochó Yolanda. ¿Darle de comer después de que casi te mata y casi te devora?

-  Yo lo perdono, afirmó la nena. Él tiene hambre.

Y diciendo y haciendo, Ingrid se acercó al cóndor y atrevidamente le ofreció el bocado. El ave se lo  rapó de un picotazo y empezó a engullirlo; nos reímos. Y empezamos a llamar a Ingrid  Julieta; y al cóndor su amigo, Romeo. Pues bien,  Julieta le suplicó a Yolanda:

-  Ahora tienes que curarle la herida que le hiciste en la cabeza,  tú lo descalabraste.

En ese momento regresó Víctor, que había desatado la otra punta del cable, y al ver a su hermanita viva y sana la alzó en brazos y la cubrió de besos.  Le contamos a Víctor cómo Yolanda, para liberar a Ingrid,  había tenido  que darle al cóndor un cañabravazo en la cabeza; y que Ingrid estaba empeñada en que teníamos que curarle la herida.

-   Sí es posible curar al cóndor, contestó Víctor,  pero primero hay que privarlo. En el botiquín de primeros auxilios traemos cloroformo para adormecer bichos; nada se pierde con experimentar.

Alicia abrió el maletín, sacó un frasco, lo destapó sin aspirar y empapó un algodón en el líquido estupefaciente. Luego ensartó el algodón en la punta de una caña y lo acercó a la nariz del cóndor. Este se esponjó como un pavo y abrió el pico amenazando. Lo volvió  a cerrar, cerró también los ojos y cayo desmayado. Yolanda se le acercó  y le aplicó una curita blanca en la herida de la cabeza, cabeza lampiña. Antes de retirarse besó al cóndor y le dijo:

-  Mi amor, perdóname, tuve que pegarte  para salvar a mi hermanita.   No lo vuelvo a hacer. Y regresó con agüita en los ojos.  Las niñas somos así:  lloramos  por todo, pero también por todo reímos.

Aprovechando que el cóndor estaba privado, los muchachos armaron  una camilla sirviéndose de una chaqueta y dos cañabravas, y en ella  acostaron al cóndor, asegurándolo además con cinturones. Recogimos todas nuestras cosas del campamento y regresamos hacia la quebrada, llevando en andas  el cóndor; nos peleábamos por alzar la camilla.

Por el camino Aura nos advirtió:

-  No podemos llevar el cóndor a  casa  porque le prometimos a mi madre no llevar  pájaros.

-  El cóndor no es un pájaro, apuntó Edwin,  es un ave de rapiña.

-  Nos cobrarán  multa y nos llevarán a la cárcel, añadió Nidia.

-  Diremos que estaba herido, sugirió Alicia, y que lo llevamos  a  “Urgencias” del hospital.

-  ¿Por qué no vendemos el cóndor a un zoológico? 
propuso Marcos.

-  ¡Ay, qué pecao!  exclamó Ingrid.

-  Me lavo las manos de este crimen, añadió Víctor. Destapó -u cantimplora y  se regó el  agua en las manos.  Sonreímos con su ocurrencia.





BAÑISTAS  Y  ACRÓBATAS


Llegados a la quebrada, nos dejamos desacalorar porque así se lo habíamos prometido a mi madre.  Luego nos cambiamos,  ¡y al agua!  De trampolín nos servía una alta roca en la cabecera del pozo. De ahí nos clavábamos dando el doble salto mortal. Los muchachos tendieron un cable de orilla a orilla, sujetándolo a dos árboles; se trataba de caminar, descalzas, por encima del lazo, empuñando una vara larga para equilibrarse; si la equilibrista se caía, el pozo la recibía.

Con otro cable hicimos un trapecio sobre el río, colgándolo de una rama de  ceiba, rama que atravesaba el charco por encima. Se trataba  de colgarse de las corvas como trapecistas de circo, impulsarse fuertemente y luego zafarse de las corvas y caer de cabeza en la parte más honda del pozo.  ¡Cheverísimo!

-  ¡Vámonos ya, que se nos hace tarde!  dijo Marcos.

Descolgamos los cables y nos vestimos. Nos echamos los morrales a la espalda, alzamos  la camilla   y emprendimos   el  regreso. Por el camino  graznó el cóndor y se sacudió para liberarse de los cinturones. Corrió Alicia y le aplicó en la nariz más cloroformo.  Romeo perdió el conocimiento y se volvió a dormir. Le quitamos los cinturones para que no se maltratara.

Cuando nos acercábamos al pueblo, Julio Verne tuvo una idea original y nos la manifestó: cubrir a Romeo con un impermeable y aparentar que llevábamos un difunto. Aprobado por unanimidad.

-  Pero todos tenemos que ir llorando, propuse yo. Destapé mi cantimplora y empecé a rociar con agua todas las caras. Las niñas en vez de llorar, se reían. Les escurría el agua por las mejillas y parecía llanto de verdad.

Entramos al pueblo y frente al palacio municipal hicimos la primera estación. Salió la alcaldesa con su secretaria; llegaron unas enfermeras de uniforme blanco y  cofia en la cabeza; se acercaron también   unas señoras que salían de misa y muchas personas curiosas y rodearon  la camilla.

     -  ¡Qué sucede?   preguntó muy seria la alcaldesa.

-  Un muerto,  respondimos en coro.

-  ¿De qué murió?

-  De un garrotazo.

-  ¿Niño o niña?

-  No se sabe.

-  ¿Cómo que no se sabe?  protestó la alcaldesa extrañada. Ahora mismo tenemos que aclarar si es niña o niño.  ¡Por favor, enfermeras, descubran el cadáver y averigüen el sexo!

Cuando las enfermeras alzaron el impermeable, el cóndor se incorporó amenazante, desplegó sus alas de tres metros de envergadura, abrió el pico ganchudo y graznó horriblemente.

-  ¡Ay!  gritaron  las mujeres y retrocedieron horrorizadas.

-  ¡Con la muerte no se juega!  nos regañó el personero.

-  ¿A cómo estamos hoy?  preguntó Víctor en voz alta.

-  ¡A 28 de diciembre!  gritamos en coro.

-  ¡Inocentada!  reveló una  señora.

La gente se reía y se fue retirando en medio de comentarios jocosos.

Alcaldesa y secretaria regresaron a su oficina atacadas de la risa; las enfermeras, al puesto de salud. Y nosotros reanudamos la marcha triunfal con el imponente cóndor de alas desplegadas, pico ganchudo y ojos de águila. Lo llevábamos en andas y en procesión como a una imagen. 

Pero ¿para dónde íbamos con este ejemplar? Nadie lo sabía. Era  tan desbordante  nuestra dicha y nuestro orgullo por haber coronado el cerro del Sindamanoy  y por llegar a casa con un Cóndor de los Andes, que entramos cantando el himno de Colombia:

¡Oh gloria inmarcesible,
oh júbilo inmortal!
En surcos de dolores
el bien germina ya.





¡ QUEDAN  DETENIDOS !


Llegados a nuestra finca, nos estaba esperando una comisión de la Sociedad Protectora de Animales.

-  ¡Quedan detenidos!  exclamó el policía que los acompañaba. Ustedes han quebrantado una ley ecológica; somos los protectores de la fauna y la flora. Los cóndores nacieron para la libertad, no para el cautiverio.

Entonces el cóndor, como si entendiera las palabras que acaba de oir, saltó a tierra y salió corriendo a zancadas como un avestruz; se impulsó y salió volando. ¡Adiós! Lo vimos ascender en espiral como los gallinazos... Cuando llegó a la máxima altura se enrumbó hacia el cerro del Sindamanoy...

-  Misión cumplida, exclamaron las damas de la Sociedad Protectora de Animales. Se despidieron  y se fueron.

Nosotros quedamos de una pieza, mudos ante el desenlace de la expedición. A Ingrid se le aguaron los ojitos. Emilse le recordó que los cóndores, como aves de rapiña, eran agresivos, depredadores, carnívoros; que no le convenía la amistad con semejante pájaro. Yolanda le añadió esta reflexión:

- ¿No recuerdas el susto que sentías cuando ibas por el aire colgada de esos animales?

-  Yo sentía susto, pero también gusto, porque volar es delicioso. A ustedes yo las veía pequeñitas. Ese cóndor me quiere mucho.

- ¿Cómo sabes que te quiere?

-  Porque no me soltó ni me dejó caer.

-  Claro, lo que quería era comerte viva.

-  Tú también querías comerte vivo un pájaro, le recordó  Ingrid, porque un día te oí cuando le decías a tu lorito: “Mi amor, yo quisiera comerte a besos”. Sonreímos con la ingenuidad de la niña.

Alicia, la que portaba el botiquín de los primeros auxilios, la que había privado al cóndor acercándole cloroformo a las narices,  le explicó a Ingrid:

-  El policía tenía obligación de liberar al cóndor, no podíamos impedir al policía.  A lo cual Ingrid replicó:

-  Claro que sí podíamos impedirlo. Sencillamente tú has debido aplicarle  cloroformo al policía. Soltamos la risa. 

Nuestras amiguitas y amiguitos de la excursión, con quienes simpatizábamos a la maravilla, querían ya despedirse para regresar a su finca. Pero no podíamos dejarlos ir sin darles las gracias y sin hacerles alguna atención.  Por fortuna papá y mamá eran detallistas y habían previsto este momento. Nos invitaron a pasar al quiosco del jardín, y allí nos tenían un exquisito refrigerio, con golosinas de nuestro gusto, en las que no podían faltar los helados.

Estábamos comiendo, bebiendo y charlando alegremente, cuando se levantó Víctor y habló así:

-  Muy apreciados don William y doña Gloria: les agradecemos en el alma este delicioso refrigerio, y  sobre todo el cariño y la confianza.

Les agradecemos que le hubieran permitido a su familia acompañarnos  al escalamiento del Sindamanoy. Nosotros por nuestra parte, para corresponder de alguna manera a sus finezas, tenemos el gusto de invitarlos a todos  ustedes a un paseo a  la “Laguna Encantada” el próximo domingo.  

Aplaudimos y gritamos. Las niñas brincábamos.

Entonces mi padre, que nunca fue autoritario sino que le dejaba a mi madre muchas decisiones, respondió con humor:

-  Aquí la que manda es la Primera Ministra doña Gloria; ella verá si les permite a las princesas navegar por la Laguna Encantada.

Mi madre  respondió:

-  Eso depende de la calificación que obtengan mis hijas en el examen de danzas; vamos a traer los instrumentos.

Despejamos el quiosco de todo lo que pudiera estorbar y quedó convertido en pista de baile. Mis hermanas  trajeron panderetas y castañuelas; mi madre rasgaba la guitarra, mi padre acompañaba al tiple.  Y empezamos a interpretar, cantando y bailando, la zarzuela española  “Luisa Fernanda”.

A la sombra de una sombrilla son ideales
los madrigales a media voz.

Lo que pretendía mi madre no era calificar el baile de sus hijas, ella sabía  de sobra que nosotras bailábamos muy bien. Lo que pretendía era observar  de cerca el comportamiento y el vocabulario de los muchachos, posibles pretendientes de mis hermanas. Intuición de las madres, las madres son clarividentes. Pues bien,  terminado el baile de la zarzuela y mientras  nosotros charlábamos, papá y mamá dialogaban en voz baja:

-  Gloria, le dijo mi padre, estos muchachos parecen buenas personas, son jóvenes bien educados. El papá de ellos, Rubén, es amigo mío; él me manda cargas de trigo y yo se las convierto en harina. La mamá, Cristina, es la telegrafista del pueblo; buenísima persona. Pero nuestras hijas son todavía muy niñas, Aura tiene apenas dieciséis años;  Nidia, catorce. ¿Para qué empezar tan temprano los amores? 

A lo cual mi madre respondió:

-  Pero William, por Dios, ¿No recuerdas a qué edad empezamos a querernos tú y yo?  Tú de quince, yo de catorce; y nos fascinaba cantar “Amor de estudiante, mi primer amor”. ¿Y acaso ha fracasado nuestro matrimonio? De todas maneras nuestras hijas se han de enamorar de alguien; pues facilitémoles esta relación tan bonita, ya que hay garantía  de buenas costumbres y nada de machismo ni de vicios.

A papá le parecieron muy razonables las reflexiones de mamá; se puso de pie, con la mano pidió silencio y a continuación dijo:

-  Amables excursionistas: Gloria y yo, con todas nuestras hijas e hijos, los acompañaremos a ustedes el próximo domingo a la Laguna Encantada. Aplausos y gritería. Brincábamos y brincábamos.






LA  LAGUNA  ENCANTADA


Se llegó el domingo del gran paseo. Las hojaldristas madrugamos a vestirnos, pero no con traje deportivo como sería lógico, sino que por puro capricho de adolescentes se nos ocurrió disfrazarnos con las maxifaldas de nuestras tías, de cuando bailaban valses de gala. Esos vestidos habían permanecido sin uso en el ropero; ya era  hora de asolearlos y ventilarlos. Mientras tanto nuestras amigas en su casa se estaban disfrazando de gitanas, o sea con batas tobilleras; en eso habíamos convenido la víspera.

Llegaron a casa nuestros amigos con sus papás; saludos, sonrisas. Al paseo no llevaríamos perro ni gatos, porque los gatos le tienen miedo al agua, y si los dejábamos solos en la casa sin el perro, se quedarían maullando desesperados  y rasgarían  las cortinas. Perro y gatos se quedarían cuidando la casa. “¡Mucho juicio!” les dije. Y salimos a pie, las dos familias, charlando y molestando, en dirección al embarcadero.  

Media hora después navegábamos felices en barca de remos por la ondulante laguna cristalina, entonando aquella entusiasta barcarola:

¡A la mar, a la mar compañeros,
que la aurora convida a remar!
No haya miedo, que los marineros
nunca temen las olas del mar.

De arreboles la aurora vestida,
de alba espuma vestida la mar.
¡En los mares qué alegre es la vida,
cuán alegre en los mares remar!

Arribamos a una isla boscosa y saltamos a tierra. Nuestros padres y los padres de nuestros amigos se dirigieron al interior de la isla con el fin de entrevistarse con las indígenas y contratar con ellas para que nos prepararan el  piquete, o sea el almuerzo campestre.

Mientras tanto en la playa nosotros, la pandilla juguetona, dialogábamos para concretar el programa del día.  Las  niñas les dijimos a los  varones que la laguna estaba muy picada por el viento y que nos daba miedo navegar así;  que primero íbamos a oír misa en la capilla rural de la isla.

Los jóvenes aprobaron y dijeron que ellos oirían misa por la tarde. Que ahora saldrían a navegar y luego vendrían por nosotras. Pero que vendrían convertidos en “Piratas”. Que nos perseguirían para capturarnos y convertirnos en sus esclavas.  Con  eso nos estaban diciendo claramente que pretendían organizar el juego de “Piratas del Caribe”.  Embarcaron y partieron, remando y cantando:

Soy pirata y navego en los mares,
donde todos respetan mi voz;
soy feliz entre tantos azares
y no tengo más leyes que Dios.

Mientras caminábamos hacia la capilla rural de la isla caímos en la cuenta de que nos habíamos equivocado: la capilla no quedaba en esta isla sino en otra, y los chicos se habían llevado la barca. ¿Qué haríamos entonces? De pronto Alicia tuvo una idea genial: jugarles una chanza a los piratas.

La chanza consistiría en disfrazar con nuestras maxifaldas a unas indiecitas a quienes  ya conocíamos, y vestirnos nosotras con los trajes de ellas. Así cada pirata, al cautivar a una mujer de traje largo pensando que era una de nosotras, quedaría desconcertado al comprobar que había capturado a una indígena. 

Las indias adolescentes de esa isla eran amigas nuestras, pues con frecuencia veníamos de paseo al archipiélago. Con ellas jugábamos a  la rayuela (que también se llama tángara o golosa), y ellas nos habían enseñado un juego indígena parecido  al  materile-rile-ro. A esas indiecitas las llamábamos  las  primas.  Sabíamos sus nombres, bellos nombres indígenas: Oneyda, Inírida, Acaritama, Guainía, Crimea, Bachué.  Y también eran risueñas y juguetonas como nosotras. Lo difícil sería buscarlas ahora y encontrarlas  en medio del  bosque.

En esas oímos risas y charlas de niñas... eran precisamente las indiecitas que buscábamos.  Salían del bosque y venían a bañarse a la laguna. ¡Pero cuál sería nuestra sorpresa y desconcierto al ver que venían  completamente desnudas!

-  ¿Pero estas indias  no tienen vergüenza?  comentó Nidia en voz baja.

-  No es que no tengan vergüenza, corrigió Aura. Es que no tienen malicia.

Nos reímos, no de las primas ni de su envidiable inocencia, sino de ver que habíamos quedado frustradas en nuestro proyecto, pues no tendríamos ropa de indias con qué disfrazarnos. Seguimos por el mismo camino por donde venían las indiecitas. Nos cruzamos con ellas intercambiando sonrisas y saludos bilingües. Ellas siguieron hacia la playa, nosotras hacia el interior de la isla.

-  Vamos a buscar  indias vestidas, propuso Emilse.

-  Pero serán adultas, respondió Yolanda, y sus vestidos nos quedarán muy largos.  Además, nos daría vergüenza pedirles prestada la ropa.

Seguimos caminando sin saber a dónde ir ni qué hacer. De  pronto dijo Alicia: 

-  Vamos a la maloca.

-  ¡Genial!  contestó Ingrid.

Maloca es un gran rancho indígena circular, que sirve de salón, comedor y dormitorio. Hacia allá nos dirigimos  y allá entramos. En la maloca no había nadie, los hombres estarían pescando, las mujeres recogiendo leña. 

-  ¡Miren lo que buscábamos!  exclamé yo al descubrir un desorden de vestidos  regados por el suelo. Era la ropa de nuestras primas, que ahí se habían desnudado   para irse a  bañar a la laguna.

Felices nos desvestimos rápidamente y nos disfrazamos con los trajes indígenas. En esas van entrando a la maloca nuestras primas desnudas.  Al vernos sueltan la risa y se abalanzan a disfrazarse con nuestros largos vestidos. Eso era precisamente lo que queríamos.

Ya íbamos a salir del  "salón de belleza" cuando regresan las  indias mamás con tercios de leña a la espalda, con más criaturas desnudas, con perros y gatos.   Apenas nos vieron disfrazadas soltaron la risa y decían palabras en su lengua.  Las hijas les dijeron algo al oído, y las mamás les permitieron venir con nosotras.

Salimos de la maloca y nos dirigimos a la laguna. Por el camino les explicamos a las indiecitas  de qué se trataba con el intercambio de vestidos. Se trataba de engañar a los piratas. Las primas aceptaron gustosas el plan de ataque y prometieron colaborar con la picardía.






PIRATAS  DEL  CARIBE


Tan pronto llegamos a la laguna, nuestras primas corrieron a esconderse detrás de unas rocas de la orilla. Nosotras nos trepamos a unos árboles para espiar sin ser vistas ni oídas. De pronto vemos y oímos a los piratas que vienen remando y cantando:

De la guerra los crueles horrores
en silencio me hacía contemplar;
cuántas ves me dijo “No llores,
los piratas no saben llorar”.

Desembarcan  furibundos,  con antifaces,   y en las manos unas cañas como escopetas. Van entrando al bosque con precaución, mirando a todas partes.   No aparecen las mujeres de falda larga; los piratas siguen buscando. De pronto vemos que las primas salen corriendo de su escondite, se apoderan de la barca y huyen en silencio sin ser vistas ni oídas por los piratas. ¡Nos la jugaron! La chanza fue para nosotras. ¿Y ahora qué?  ¿Qué hacemos?

Bajamos rápidamente de los árboles y cubriéndonos la cara con unas ramas corrimos a enfrentarnos con los piratas. Ellos al ver nuestra vestimenta creyeron que  éramos indias de verdad y no se atrevieron a atacarnos.  Nosotras bajamos las ramas con que nos cubríamos el rostro. Nos reconocieron. 

-  ¡Pásenla por inocentes!  les dijimos burlándonos.

-  ¡Pero de todas maneras las castigaremos!  amenazó Edwin.

-  ¿Cómo nos castigarán?  le pregunté. Contestó:

-  ¡A cada una de ustedes le daremos un pellizco retorcido!

Salimos huyendo, y ellos detrás persiguiéndonos. Tropezábamos en la maleza y caíamos… volvíamos a levantarnos; seguía la persecución en medio de risas y de nervios. Julio me perseguía... me perseguía...Cuando me vi alcanzada resolví enfrentármele. Haciéndome la  disgustada le dije muy seria:

-  ¡Con que usted me toque, se lo digo a mi  papá!  y usted se arrepentirá toda la vida.

-  Está bien, no la pellizco; pero escuche lo que yo sé de su papá, es un secreto. 

Julio hizo ademán de decírmelo al oído, y cuando le arrimé la cara me dio un beso en la mejilla. Nos pusimos rojos. Yo, avergonzada, no sabía para dónde mirar, era la primera vez que un chico me besaba. Se me aguaron los ojos y me ardían las mejillas. 

-  Perdóname, belleza, me pidió Julio, pero en todo caso el beso fue mejor que el pellizco. Yo sonreí, aprobando.

-  Ahora sí dígame qué es lo que usted sabe de mi papá, le pregunté.

-  Que su papá quiere mucho a una mujer.

-  ¿A qué mujer? le pregunté alarmada.

-  Pues a tu mamá.

-  ¡Claro!  le respondí,  y  ellos empezaron a quererse desde cuando tenían la misma edad que tú y yo tenemos; y algún día se dieron el primer beso.  De modo que, como vamos, vamos bien.

Resultamos tuteándonos, y espontáneamente nos tomamos de la mano y caminábamos por un senderito del bosque hacia la playa. Julio no me decía nada, porque con el beso me lo había dicho todo.

Julio y yo llegamos de primeros a la orilla de la laguna. Los demás piratas fueron llegando, cada uno  con su pareja, y también de mano cogida, señal de que también se habían  cuadrado.

Y así resultó que los piratas, en vez de capturarnos y esclavizarnos, terminaron siendo cautivos y esclavos de las mujeres. ¿Dónde estaba el sexo fuerte? Pero bueno, ahora el problema era la ausencia de la barqueta. ¿Sería un hurto?

-  Yo creo que es una chanza de las indias, sospechó Marcos, esperemos.

-  Tendrán que venir, al menos a reclamar sus vestidos, añadió Fredy.

Nos sentamos en un tronco tendido frente al lago a contemplar la brillante y trémula  superficie de la Laguna Encantada. Encantada y encantadora,  pues nos había hechizado con la embriaguez del enamoramiento.






CRIMEA,  LA  NIÑA  QUE  SE  DURMIÓ


De pronto vimos que de la isla de enfrente venía la barca con las indígenas... .Gritamos y aplaudimos. Ellas saludaban agitando las manos. Faltando una cuadra para llegar a nuestra orilla dejaron de remar.

-  ¡Vengan, vengan!   les gritábamos.

-  ¡Vengan, vengan!   gritaban ellas remedándonos, y se reían.

Nos pareció que las indias se divertían a costa de nuestros elegantes vestidos de gala. Se subieron al borde de la barqueta y de ahí se lanzaron al agua. Chapaleaban, braceaban, luchando con semejantes disfraces empapados.    Ellas, que siempre se bañaban desnudas.

Con mucho trabajo volvieron a subir a la barca, les pesaba demasiado esa ropa mojada. Pronto echaron de menos a la niña menor, Crimea. Aunque la nena sabía nadar, no  pudo con el traje y se hundió. Inmediatamente dos chicas  se clavaron de cabeza, la agarraron de la ropa y la subieron a bordo, pero ya pálida y sin vida, ahogada. Entonces  se apresuraron a venir,  remando y llorando.

Atracaron en la playa, sacaron en brazos a la niña y la fueron conduciendo a la maloca. Todos nosotros, en silencio y conmovidos, las acompañábamos. La noticia del ahogamiento de  Crimea se regó por la isla,  iban arrimando más y más indígenas, engrosando así el cortejo fúnebre. Oíamos los golpes del bongo, que es un tronco hueco suspendido de unas cuerdas y golpeado con   un mazo, convocando a funeral.

De otras islas se acercaban canoas con gente. Temíamos que se  viniera todo el pueblo indígena del archipiélago y nos culparan de la muerte de Crimea, pero no fue así, a Dios gracias. Más bien nos extrañó que nadie lloraba, nadie lamentaba la muerte de la niña, ni siquiera sus padres y hermanos. Los indios también creen en otra vida después de la muerte, un premio eterno, sobre todo para los inocentes.

Llegados al frente de la maloca, tendieron el cuerpecito de la niña sobre una piel de venado, en el suelo de tierra apisonada. Parecía una muñeca dormida.

Aprovechamos la cercanía de la maloca para entrar y cambiarnos. Las primas nos devolvieron los vestidos de valse, húmedos; y nosotras a ellas sus prendas indígenas.  Y salimos a presenciar la ceremonia fúnebre.

Llegaron diez indiecitas en traje de fiesta, coronadas de orquídeas. En la cintura, flecos de palma terminados en cascabeles. Más cascabeles en las muñecas y más cascabeles en los tobillos. Iban danzando y cantando alrededor de la pequeña difunta.            El campanilleo de los cascabeles sonaba como una alegre melodía. De pronto lanzaron puñados de pétalos sobre el cadáver de la niña, y terminó la ceremonia. 

Entonces nos retiramos con nuestros padres y nos dirigimos a un lugar del bosque donde las indias nos habían preparado el almuerzo al nivel del suelo; almuerzo que sería también nuestra cena, porque ya era tardísimo, ya casi el sol se ocultaba.






LA MEJOR SALSA ES EL HAMBRE


Bajo los grandes árboles las indias nos habían servido el piquete sobre unas hojas de plátano recién cortadas y lavadas, frescas y brillantes. Sobre las hojas se extendía una porción de arroz con coco, otra de fríjoles  y otra de ensalada de aguacate con ají. Entreverados lucían trozos de carne blanca de chigüiro, que es un cerdito silvestre. Los platos eran tiestos, las cucharas de palo. Ya íbamos a empezar,  con hambre de adolescentes, cuando mi madre se santiguó y empezó la bendición de la mesa:

Bendice, Señor, bendice
esta mesa y este pan;
bendice a quienes lo hicieron
y a quienes va alimentar;
dalo a los que no lo tienen
y a todos en el altar.   Amén.

-  ¡Amén!  gritamos todos,  empuñamos la cuchara de palo y empezamos a devorar.  La  mejor salsa es el hambre.

En esas llega un indígena y nos habla así en su dialecto:

Que si vustedes  pueden emprestar piragua
pa llevar dijunta otra isla
y enterrar cuerpo en sagrao.

Mi papá respondió que con el mayor gusto prestaba la barqueta para que llevaran a otra isla el cadáver de la niña. Se retiró el indígena y nosotros terminamos el almuerzo.  Ya íbamos a levantarnos cuando las indias nos fueron entregando a cada uno un coco perforado, listo para ser bebido. ¡Y empezamos a disfrutar ese jugo exquisito! Ya íbamos a levantarnos otra vez cuando llega una india y se expresa así, en español indígena: 

Piragua de vustedes no regresar hoy,
venir mañana presto;
vustedes dormir esta noche en maloca,
cada uno en chinchorro.

Gritería entusiasta de nosotras,  brincábamos y brincábamos. En cambio las mamás se preocuparon: ¿pasar la noche en la isla…?

-  ¿Qué es chinchorro?  preguntó Emilse.

-   Es lo mismo que hamaca, explicó mi padre, pero de fique.

-  ¿Qué es fique?   preguntó Alicia.

 - Fique es cabuya.  Cabuya es penca.  Y penca es maguey. ¿Entendido?

Cuando vimos que mi padre bromeaba con esas palabras, nos reímos y dejamos de hacer preguntas. El sol ya se estaba ocultando al ras del horizonte, entre un incendio de arreboles y palmeras.





DIOS  NOS  ARRULLA


Corrimos a la maloca con gran curiosidad, y al entrar vemos unas veinte hamacas colgadas, listas. Nos precipitamos sobre ellas y empezamos a mecernos...

-  ¡Ay, tan rico!  exclamé  yo.
-  ¡Tan chévere!  completó Emilse.
-  ¡Tan bacano!  remató Edwin.

Nuestros padres también habían elegido hamacas y estaban meciéndose. Charlábamos alegremente  haciendo comentarios jocosos. Poco a poco fuimos quedándonos callados  y quedándonos dormidos. Yo tardé en dormirme, fascinada por el espectáculo de las luciérnagas, que como un recreo de chispas en la oscuridad, embellecían la noche con sus brillantes lampos fosforescentes.  Al fin  quedé profunda.

¡De pronto, a media noche, nos despertamos sobresaltados! Mi hamaca se mecía fuertemente, todas las hamacas se mecían...

-  ¿Qué pasa?  preguntó alguna en la oscuridad.

- ¿Quién nos está moviendo las hamacas?  protestó Alicia.

-  ¡No molesten!  añadió Emilse; Algún muchacho está por ahí de chistoso. O serán las indias...

-  ¡Tranquilos! explicó mi hermana Aura. Tranquilos, fue un temblor de tierra. ¡Fue Dios el que nos meció las hamacas!

-  ¿Un sismo? pregunté yo. ¿Y con un sismo Dios nos meció las hamacas? Entonces Dios también es juguetón como nosotras, ¡qué dicha!

-  ¡Diosito, haga más!  exclamó Ingrid, es bonito que Dios nos  “mezca”

-  Recemos para que venga otro temblor,  propuso Alicia.

Nos levantamos a oscuras y nos arrodillamos en el piso de tierra y rezamos un Padre Nuestro para que Dios nos arrullara de nuevo por medio de otro sismo. En silencio aguardábamos el remezón...Suspenso... No se repitió el temblor que esperábamos,  pero sobrevino un fenómeno que nunca habíamos visto. Notamos que sobre la cabeza de cada uno de nosotros temblaba una llamita azulosa…

-  ¡El  Espíritu Santo!  gritó Nidia santiguándose. Todos  nos santiguamos con respeto y con miedo.

-  No, no  es el Espíritu Santo, explicó Víctor, es un fenómeno eléctrico: se debe a que la electricidad positiva de la tierra se descarga por medio de nuestros  cuerpos y se va para la atmósfera. Todo por estar arrodillados haciendo contacto con la tierra.

-  ¿Eso lo aprendiste en las clases de física?  le preguntó Marcos.

-  De física no, sino de historia universal.  Los navegantes de la Edad Media  notaban,  en las  noches  de  tormenta,  que  en  la  punta de  los mástiles aparecían unos penachos de llamas azulosas. A ese fantasma lo llamaron “Fuego de San Telmo”. Era que la electricidad del mar se escapaba hacia las  nubes. Sin saberlo, estaban predescubriendo el pararrayos de Franklin.

-  Gracias  Franklin  por la explicación, le dije yo.

Sonrieron las niñas y en adelante a Víctor lo empezamos a llamar Franklin,  como a Julio le decíamos Julio Verne. Ya eran dos sabios en la expedición.

-  Se ve que esta noche estamos sobrecargados de electricidad, añadió Víctor. ¡Por favor, a ninguna niña se le ocurra tocar a otra porque le saltarán chispas de los  dedos!

Más tardó Franklin en prohibir que nosotras en desobedecer, las niñas somos curiosas.  Empezamos a tocarnos unas a otras y a los muchachos. No solamente saltaban chispas de los dedos, sino que sentíamos un corrientazo, un calambre  como de pez eléctrico. Nos fruncíamos, reíamos; guerra de nervios y de cosquillas. No se escaparon ni siquiera nuestros padres y madres, a quienes tocábamos furtivamente en la oscuridad. Ellos se fruncían y se reían.

-  ¡Paz, paz, y no juego más!   dijo Nidia y  se  subió  a  su   hamaca.  Al subirse se apagó la llama de su cabeza porque dejó de hacer contacto con la tierra.

Nos subimos todos a los chinchorros  y desaparecieron las llamitas de nuestras cabezas.

-  Se fue el Espíritu Santo, comentó Ingrid.





CÓMO  SE  PREPARA  EL  CASABE


Al amanecer regresaron los búhos a la maloca y salieron las golondrinas.    Era el  cambio de guardia: salían las aves diurnas y regresaban las nocturnas. Salimos también nosotros, la muchachada bullanguera, y corrimos a la laguna, donde nuestra barca estaba esperándonos,  mecida alegremente por las olas.

Bajo una enramada de palma dos indias machacaban yuca brava en un pilón.  Pilón es un tronco ahuecado. Sacaron luego la masa y la tendieron sobre una esterilla, en el suelo. Arrollaron la esterilla, aprisionando dentro  la masa. Exprimieron ese rollo retorciéndolo entre las dos mujeres, chorreaba el suero, que es venenoso. 

Finalmente sacaron la masa y la extendieron en el tiesto; tiesto de un metro de diámetro, colocado sobre un fogón de tres grandes piedras, con bastante candela por debajo. Las mujeres avivaban el fuego aventándolo con chinas, que son unos abanicos de palma.

La gran arepa de un metro de diámetro se iba dorando y olía delicioso. Cuando por fin estuvo tostada por ambos lados, las mujeres la levantaron, humeante, y la colocaron sobre el pilón para que se enfriara, y la abanicaban con chinas; nos llegaba el airecillo caliente con olor a pandeyuca, ¡delicioso!              

Y ahora ¿cómo partir y repartir ese casabe? ¿Quebrándolo a mano limpia?  Saldrían demasiadas migajas y se desperdiciaría gran parte del producto. ¿Cortándolo con cuchillo?  No había cuchillo a la mano ni mesa dónde poner tamaña arepa. Entonces a Julio Verne  se le ocurrió una solución  sencilla y práctica y a la vez muy cómica.   

Siguiendo las indicaciones de Julio, las niñas rodeamos el casabe y lo levantamos a la altura de nuestras bocas, así quedaba listo para empezar a morder.  Julio añadió:

-    No se trata de devorar, se trata de disfrutar.  Y no empiecen hasta  que oigan el cero de la cuenta regresiva. Y contó: cuatro...tres...dos...uno...¡cero!

Empezamos a morder ese gran pandeyuca oloroso, caliente y esponjado.  Con tantos mordiscos por el borde se iba reduciendo el gran disco de harina.  Nuestros papás se reían, las indias se reían, solo faltó una cámara.

-  ¡No más, no más!  protestó Edwin, no muerdan más, nos toca a los hombres.

Pasaron los hombres a remplazar a las niñas.  Muerde que muerde...Como se iba reduciendo el círculo y se iban apretujando los comensales al rededor, se fueron  retirando uno tras otro... Ya no quedan sino cuatro comilones...          ahora tres...ahora dos... casi se muerden los labios. ¡Y desapareció el casabe de un metro de diámetro!

-  Misión cumplida, exclamó Edwin limpiándose con la mano las migajas de la boca.

-  ¡Y no les dejamos nada a nuestros padres!  lamentó Aura, ¡qué vergüenza! y se tapaba la cara con las manos.

-  Tranquila, dijo una india, tranquila que para ellos quedó la “fariña”.

-  ¿Qué es fariña?  preguntó Emilse.

-   Fariña es la masa que sobra del casabe y se tuesta por aparte.

Y se llegó la hora de regresar a casa. Les dimos las gracias a las indias por el piquete de ayer, por las hamacas de anoche y por el casabe  de hoy.   Mamá le pasó discretamente a una de las indias un rollito de billetes. Las indias nos despidieron con los ojos aguados porque se habían encariñado de nosotros, y nosotros de ellas.

Abordamos la barqueta con nuestros papás. Ya  habíamos empuñado los remos y nos disponíamos a zarpar cuando escuchamos una gritería de niñas que venían corriendo hacia la laguna: eran nuestras amiguitas indígenas que venían a despedirnos:  Oneyda,  Inírida, Guainía, Acaritama y Bachué (faltaba Crimea). Inmediatamente nosotras saltamos  a tierra y corrimos a su encuentro.  En la orilla nos abrazamos y besamos apretadamente; y todas con agüita en los ojos.  Las niñas somos así: lloramos por todo, pero también por todo reímos.





SOBRE  LAS  OLAS


De regreso  remábamos con gran esfuerzo y alegría para dominar el oleaje que mecía nuestra barca.  La superficie trémula de la laguna espejeaba con los primeros rayos del sol. Aura y Nidia me pidieron que recitara de memoria una poesía que había compuesto mi papá cuando eran novios, imaginándose un paseo en esta laguna con mamá y con nosotras, sus futuras hijas. Y ahora precisamente se cumplían esas ilusiones.  Yo recité las dos primeras estrofas:

Mañanera y festiva nuestra grácil barqueta
sube y baja en los pliegues de las límpidas dunas;
nos salpican las ondas con sus frígidas perlas
y en los remos estallan su reír las espumas.

Bulliciosa y radiante de ilusiones marinas,
la niñez goza y teme con espanto agridulce;
juega el viento en los trajes de sutil fantasía
y en los rizos dorados que abrillanta la lumbre.

Me aplaudieron a mí y aplaudieron a mi papá. Lo que no previó mi padre cuando compuso esa poesía fue que sus hijas en este paseo ya serían  unas noviecitas adolescentes, cuadradas con sus respectivos galanes. Quiero decir que Aura y Franklin, acomodados en la banquilla de proa, charlaban y se reían deliciosamente, despeinados por la brisa del amanecer.  
Y acabaron cantando:

Se vive solamente una vez,
hay que aprender a querer y a vivir.

No quiero arrepentirme después
de lo que pudo haber sido y no fue.

Quiero gozar esta vida
teniéndote cerca de mí hasta que muera.


Mientras tanto  nosotros dos, Julio Verne y Luz, nos habíamos apoderado  del puesto de popa y hacíamos picardías con el timón, como lograr que la barca girara en remolino en vez de avanzar hacia delante.  Con ello estábamos pretendiendo  que no se acabara tan pronto el paseo, porque la estábamos pasando increíble. Y también terminamos cantando:

Amor de estudiante,
mi primer amor.

Vendrán otros veranos,
 vendrán otros amores.

Pero siempre en mi ser vivirá
mi amor de estudiante, mi primer amor.

Julio  me parecía muy simpático por ser tan chistoso y ocurrente.  Era muy atento y delicado con las niñas, jamás le oímos una mala palabra ni mucho menos un chiste vulgar. Conmigo era muy detallista, se dedicó a       atenderme durante el paseo.  Cuando se me cayó la balaca la recogió inmediatamente.  Cuando vio que me quemaba mucho el sol me pasó su sombrero blanco de jipa, acomodándomelo él mismo en la cabeza. Pero lo que más me gustó y me envaneció fue cuando me dijo que yo, con mis churcos, mi sonrisa y mis hoyuelos,  lo tenía  engatusado.






UNA  REBELIÓN  A  BORDO


De pronto los piratas se insubordinaron, se pusieron otra vez los antifaces y empezaron a botarnos agua con los remos.  Nosotras inmediatamente los salpicábamos a mano.  Nuestros padres se pusieron de parte de nosotras y también  los lavaban.

Papá le pidió el antifaz a Víctor y se lo puso él, parecía un verdadero pirata;   y de pie sobre  la proa y haciéndose el bravo, sacó del carriel una pistola que parecía  de verdad, encañonó a los piratas y los puso manos arriba.


-  ¡Yo soy el capitán del  barco!   les dijo,  esta rebelión tiene que ceder  a las buenas  o  a las malas.

Apretó el gatillo, y  del  cañón de la pistola salió un chisguete de agua  que los lavó a todos.  Estallamos en risas. En ese momento se acercaba por el cielo una bandada de patos-pisingos formados en V, o sea como punta de flecha.  Mi padre cambió inmediatamente  la pistola de agua por una de verdad y les disparó los cinco tiros.  No cayó ningún pato. Nosotros aplaudimos porque no queríamos que los matara.  Papá hizo cara de fracasado.

-  Consuélate William, le dijo mi madre.  Consuélate que cuando eras joven  sí tenías buena puntería, pues cazaste a Gloria.

-  Más bien Gloria me cazó a mí, respondió mi padre.

-  ¡Miren, miren al cielo!  gritó Ingrid, que se entretenía con los binóculos mirando a todas partes.

-  ¡Vuelven los cóndores!   exclamó  la niña entusiasmada.

Efectivamente, la ronda de cóndores descendía en círculos. Ingrid continuaba observando con los binóculos.

-  ¡Ahí viene mi cóndor, viene Romeo! 

-  ¿Cómo sabes que es tu cóndor, si todos son iguales?  le preguntó Yolanda.

-  Porque se le ve la curita blanca en la cabeza. No sabíamos si reír o llorar.

A Yolanda le dio un vuelco el corazón. Se acordó inmediatamente de que ella, Yolanda, le había dado un garrotazo en la cabeza. Temía que  el cóndor viniera resuelto a vengarse.  Quizás Romeo había contratado a sus colegas cóndores para venir y atacarnos. Para eso tenían garras de acero, ojos de águila y un pico ganchudo.  Como los cóndores ya rondaban a baja altura encima de nosotros, graznando amenazantes, Yolanda palideció del miedo y rápidamente se alzó la falda y se cubrió con ella la cabeza.

-  Tranquila, Yolanda, le dijo Ingrid, tranquila que las aves no son vengativas como los  humanos.






ROMEO  Y  JULIETA


El remolino de cóndores iba escoltándonos a baja altura.  Les perdimos el miedo, más bien íbamos felices y orgullosos. Inclusive Yolanda se fue descubriendo poco a poco la cabeza y al fin se atrevió a mirarlos de frente y  sonreírles. La pequeña Julieta, de pie en la proa, agitaba los bracitos y le mandaba picos a Romeo. Este respondió, quién lo creyera, con un aleteo especial y se alejó, seguido por sus compañeros. Nos pareció que a eso venía:  a saludar a su amiguita inocente.  Misterios de la naturaleza.

Ya iba terminando nuestro delicioso paseo por la Laguna Encantada, paseo de novios, idílica excursión que  para siempre quedaría grabada en mi recuerdo. Atracamos en el embarcadero, saltamos a tierra y nos dirigimos a nuestros hogares, en alegre camaradería, como cuando habíamos salido. Ya en el antejardín de nuestra casa,  nos despedimos de nuestros amigos y amigas.  Ellos  se encaminaron a su finca, nosotros entramos a la nuestra.

Tanta confianza y tanto  cariño nos teníamos  las dos familias, que con frecuencia pasábamos unos días los unos en casa de los otros y viceversa, como si fuéramos primos hermanos.   Esa tarde Ingrid se vino con nosotros a  nuestra casa, y por la noche durmió conmigo en mi pieza. A media noche se despertó la niña riéndose y me contó que había tenido un sueño muy gracioso:

-  ¿Soñé que mi cóndor aterrizó en mi casa, que tenía cola de pavo real y la desplegaba en forma de abanico delante de mí  para agradarme.  Pero cuando quiso regresar a su cordillera no pudo alzar el vuelo porque su grandiosa cola se lo impedía. Nos reímos y nos volvimos a dormir. Al amanecer me dijo:

-  Soñé otro sueño: que yo y Crimea, la niña que se ahogó en la laguna, volábamos por el cielo. Pasamos las nubes, pasamos los astros y llegamos a Dios.  Le contesté:

-  Muy lindo tu sueño, eso quiere decir que Crimea ya goza de Dios en el cielo, y que tú tarde o temprano volarás también al paraíso.  Y es muy explicable que te hayas soñado volando, puesto que ya volaste en el Sindamanoy de la mano de los  cóndores.

-  No de  la mano sino de la pata.  Nos reímos.

De pronto  sonó el despertador en mi mesita de noche.  Lo apagué al punto para que no se despertara el resto de la familia, y  le dije a Ingrid:

-  Mi amor, ¿me acompañas  a darles maíz a las gallinas?

-  Claro, con el mayor gusto, me contestó.

Nos levantamos en piyama, y al salir de la alcoba vemos en la mitad del patio, ¡oh sorpresa! un gran cóndor solitario.  Yo me asusté y retrocedí, Ingrid se alegró y brincaba.

-  ¡Es el mío, es el mío!  gritaba la niña  ¡Es mi cóndor, mírale la venda blanca en la cabeza!  No faltó sino que lo besara.

La niña corrió a la cocina y trajo un trozo de carne cruda ensartada en un tenedor, se la ofreció al cóndor y este se  la rapó  de un picotazo y la devoró entera. Luego el cóndor lanzó un graznido tan fuerte que despertó y alarmó a toda la familia. Salieron al patio papá y mamá y mis hermanas y hermanos, y no creían lo que veían. Romeo venía a visitar a Julieta.

En esas empujaron el portón de la calle y entraron nuestros amigos y amigas, que habían escuchado y reconocido desde su finca  el graznido característico del cóndor. Víctor, Julio, Alicia, Emilse, Yolanda y Marcos,  en compañía de sus padres, Rubén y Cristina. Miraban estupefactos a un cóndor de los Andes  que voluntariamente renunciaba a las alturas del cielo azul y se dignaba descender al suelo para visitar a una chiquilla. Y esa chiquilla era Ingrid, la hermana menor de los escaladores. Todos nosotros en círculo alrededor del visitante. Nadie hablaba, la única que habló fue Ingrid para suplicarnos:

-  ¡Por favor, vayan a traer ahora mismo ratones vivos para alimentar al cóndor!  Nos reímos.

Salieron al patio Lince y Michín, nuestros  gatos cazadores de ratas, pero al ver  semejante pajarraco se erizaron cual cepillos y retrocedieron asustados. Salió al patio Pekín, mi perrito que parecía de peluche, tan confiado y tan ingenuo que se le acercó a olfatearlo... El cóndor con su pico ganchudo lo agarró del collar y lo tiró a las tejas. Todos reían menos yo, porque mi perrito aullaba; después hubo que poner escalera para rescatarlo.

Temíamos  que de pronto se presentaran otra vez los de la Sociedad Protectora de Animales.  Nos arrebatarían el cóndor, nos cobrarían una fuerte multa y quizás nos mandarían a la cárcel. Pero teníamos una disculpa: al cóndor no lo habíamos cazado ni forzado a venir, era voluntario.  Y no lo estábamos maltratando sino protegiendo.

Ingrid trajo en un tenedor otro pedazo de carne cruda y con ese aliciente  fue conduciendo al ave hacia la huerta, que sería el nuevo hábitat del cóndor.  Como había muchos árboles frutales y además tapias por los cuatro costados, el huésped no podría tomar impulso para alzar el vuelo y escaparse.

La noticia de un cóndor a domicilio se regó por toda la comarca. Al otro día empezaron a llegar muchos  visitantes del campo y de los pueblos vecinos. Las monjas del Ancianato le hicieron a Ingrid una bella propuesta, que la niña  aceptó inmediatamente: colocar a la entrada de nuestro zoológico una alcancía con esta leyenda:

Aquí tu ofrenda  para el Ancianato.
Hoy por mí, mañana por ti.
Algún día este  será también tu hogar

Entonces se produjo un milagro: que en vez de ingresar más viejitos al Ancianato, se salieron los que había, porque se alentaron con la curiosidad de ir a ver el cóndor. Creo que eso es lo que llaman terapia recreacional.        Los  peregrinos  iban llegando a nuestra huerta a pie, a caballo, en burro, en cicla, en moto, en tractor, en volqueta, en chiva, en taxi, en carro particular y en bus. 

Por último, la Compañía de Ferrocarriles construyó un ramal de carrilera para un tren de recreo los domingos. Entre los turistas llegó un musulmán con veinte chicos y veinte chicas, que ocupaban todo un vagón del tren.  La monja encargada de controlar el dinero de las entradas le dijo al musulmán:

-   Míster, por tratarse de un colegio le podemos hacer una rebaja.

-  No es colegio,  repuso el musulmán,  todos estos son hijos míos, de diez mujeres.

-  ¿Cuarenta hijos suyos? ¡Esto sí es un espectáculo digno de verse! Entonces entren gratis para que los vea  nuestro cóndor.

La alcaldesa del  pueblo, cuando le mandamos decir que por favor colaborara mandando carne para el cóndor, contestó que ya nos llegaría carne en abundancia. Inmediatamente  fue a la escuela  de varones y les dijo a los alumnos: “Mañana los llevarán a ustedes en filas a visitar el cóndor, pero cada niño tiene que llevar en la mano un ratón vivo colgado de la cola”. 

Cuando al otro día se presentaron en la huerta del cóndor doscientos niños con doscientos ratones vivos colgados de la cola, salieron Lince y Michín a recibirlos.  Se alborotaron los ratones, se soltaron y huyeron.  Pero se les permitió a los chicos entrar al Paraíso.  Así empezó a llamarse nuestra huerta.

Un día  Romeo se salió del Paraíso y caminó por el parque.  Agarró una lora que no podía volar; la lora gritó inmediatamente: ¡Auxilio! Llegó el dueño de la lora, que a la vez era profesor de inglés, y la liberó de las garras del cóndor. La lora le dio las gracias al profesor diciéndole: Thank  you. Era una lora bilingüe.

Viendo que no pudo comer lora, el cóndor agarró un perro. Inmediatamente le trajeron la queja a mi papá; que mi papá William tenía que pagar el perro.    Mi papá se preocupó por la cuenta que le cobrarían y mandó preguntar  de qué raza era el perro que fue devorado por el cóndor.  ¿Sería  Dóberman?  ¿Sería Dálmata?  ¿Sería  Pastor Alemán? ¿De qué raza sería  ese perro?

-  ¡Tranquilo don William, le dijeron, el perro que  fue devorado por el cóndor era solo un  “perro caliente". 
Ja ja.





EL  SICOANÁLISIS


A Ingrid se le ocurrió un día sacar de paseo a su mascota. Le ató al cuello una cinta roja y la fue cabestreando por la calle.  La gente se asomaba a puertas y balcones para contemplar a la pareja increíble. Salían los perros a ladrarle, furibundos y erizados, pero su Majestad el Cóndor no se inmutaba ni lo  mínimo. También llevó a Romeo a un jardín infantil.  Las monjas se alarmaron, pero las niñitas no se asustaban, pensaron que Romeo era sencillamente un pavo más grande. Y una criatura exclamó: 

- ¡Llegó el padre de los piscos! ¿Por qué le afeitaron la cabecita? 

Las niñas le abrían sus loncheras al cóndor para que sacara galletas, pero Romeo sacaba siempre salchichón.

A la Sicóloga del colegio le pareció muy especial ese noviazgo de una niña con un cóndor  y mandó llamar a Ingrid. La niña se presentó con su mascota,  la Sicóloga le dijo:

-  Mi amor, te voy a hacer un Sicoanális, no te asustes, solo respóndeme unas preguntas:

-   ¿Te han gustado siempre las aves?

-   Sí señora, me encanta la carne de gallina y los  huevos de codorniz

-  ¿Y no te ha provocado comerte también el cóndor?

-  Sí señora, pero comérmelo a besos.

-  ¿Tú crees realmente que Romeo está enamorado de ti?

-  Tendría usted que preguntárselo a él.  Yo no lo estaba buscando, él es el que me persigue.

-  ¿Has tenido otros pretendientes?

-   Sí señora, el otro cóndor que  me alzó del otro brazo, pero al fin me soltó.

-  ¿Y ese otro cóndor por qué te abandonó?

-  Así son a veces los novios, abandonan a su niña.

-  ¿Cómo se explica que una niña inteligente y bonita como tú se deje engatusar de un animal?

-  Así son a veces las novias, se dejan engatusar de un animal.

-  Basta, felicitaciones, tú eres una niña normal.

-  No muy normal, profesora, yo sufro del corazón, ya me dio un infartico, y el médico dice que cualquier contrariedad o un susto me pueden producir la muerte.

-  Cuídate. ¿Tienes algo más que decirme o que pedirme?


-  Sí señora, le pido el favor de que ahora le haga también a Romeo un Sicoanálisis.

La profesora no pudo menos de sonreír.






SE  QUIEBRA  EL  ROMANCE


Un mal día se presentó una comisión de la Sociedad Protectora de Animales. ¡Lo que tanto temíamos! Convocaron a las dos familias al patio de nuestra casa. Acudimos todos: los padres y hermanos de Ingrid y mis padres y hermanos. Nos dijeron que puesto que el cóndor había llegado voluntario y no estaba en jaula sino  libre para escapar, solo se trataba de filmar un video.

Situaron a Ingrid en la mitad del patio. La niña estaba preciosa: bucles dorados, orquídea en el pelo, traje celeste, aretes de oro de verdad con chispitas de esmeralda, collar de perlas finas, anillo de rubí. Pero lo que más le lucía era esa  risita de hoyuelos.  A su lado el cóndor, con lazo de cinta roja al cuello.

El fotógrafo estaba enfocando y graduando su cámara. Aura le dijo a Ingrid:  Mi amor, diga  whisky. La niña dijo  güisqui.
El fotógrafo hizo  clic. Aplaudimos.

A continuación, y sin previo aviso, un tipo disfrazado de indio pielroja, con arco y flecha, ocupó el puesto del fotógrafo. Pensamos que se trataba de filmar un comercial. ¡El indio le apuntó al cóndor y  disparó el flechazo! El dardo quedó clavado en el pecho del ave, la cual inclinó la cabeza y cayó al suelo desmayada.

Cayó también Ingrid al suelo y respiraba con dificultad. ¡Consternación inmediata en toda la familia! Llantos y confusión.  Carreras, angustia. Mi madre alzó en brazos a la niña y la acostó en mi cama. Llegó una enfermera y le tomó  el pulso y la presión... Todos rodeábamos el lecho y aguardábamos con angustia el diagnóstico. Suspenso...

-  ¡No hay nada que hacer,  dijo la enfermera guardando su instrumento,  infarto fulminante!

Todos rompimos a llorar.  Abrazábamos y besábamos a Ingrid.

Aprovechando la confusión y el alboroto, unos tipos alzaron rápido el cuerpo del cóndor, que solo estaba privado, lo enjaularon y se lo llevaron para remitirlo por avión a un zoológico de Canadá. Se lo robaron. Y huyeron los falsos comisionados de la Sociedad Protectora de Animales.


               


Al domingo siguiente las campanas de la iglesia convocaban a un breve funeral. El pequeño y blanco ataúd con el sencillo nombre INGRID en letras doradas y llevado por las niñas de Primera Comunión, avanzaba lentamente hacia los “Jardines de la Paz”. Diez niñas revestidas con túnicas rosadas y portando canastillas precedían  el cortejo regando pétalos y cantando con sus  blancas  voces:

Ya llegó la fecha dulce y bendecida,
hoy es la mañana bella de mi vida.

Se cumplió el sueño de Ingrid:

“Soñé que volábamos por el cielo azul…
pasamos las nubes, pasamos los astros
y llegamos a Dios”.

El cóndor no resistió el maltrato físico ni la ausencia de su niña y falleció durante el vuelo. Por una ventanilla secreta del avión arrojaron su cadáver al océano Pacífico y allí los tiburones lo devoraron al instante.
                   
FIN




V O C A B U L A R I O



Acequia               zanja, toma de agua
acústico               audible
aliciente               atractivo
andas                   base portátil para llevar imágenes
atizar                   avivar el fuego
bovinos               bueyes, toros, vacas
bucle                    rizo, crespo
cabestrear          conducir un animal por medio de una soga 
cabuya                fibra de las pencas del maguey; fique
cantimplora        frasco aplanado para excursiones
carroña               cadáver de un animal en descomposición
carroñero            que se alimenta de carroña
clandestino          secreto, oculto                                                       cloroformo         líquido para anestesiar
cofia                    prenda femenina de cabeza (enfermeras)
cortejo                 grupo de personas que acompañan a otra
cuadrilla              grupo de personas en un mismo oficio
envergadura       distancia entre las puntas de las alas extendidas
devanar               envolver hilo, alambre o cuerda en un carrete
dunas                  lomas de arena movediza, (poet. ondas del agua)
ecología               ciencia relacional de los seres vivos
estela                   rastro que dejan tras de sí algunas cosas
estupefaciente     que hace perder el juicio o la sensibilidad
fiambre               avío, provisión de alimentos para un viaje o paseo
fique                    fibra de las pencas del maguey; cabuya
fontanero            encargado de las fuentes de agua
fosforescente       de luz pálida y fría
frailejón               palma de páramo, de hojas aterciopeladas
furtivamente       a escondidas
gentil                    elegante
grácil                   delgado, liviano
graznido              grito de gansos, cuervos, etc.
hidráulico           movido por agua
idilio                   noviazgo
inmutarse            alterarse, mostrar conmoción de ánimo
jinete                   hombre a caballo
jipa                      cierta fibra blanca y flexible (sombrerería)
jocoso                  chistoso, humorístico 
lampo                  brillo intenso y repentino
mástiles               en los barcos, palos que sostienen las velas
óptico                  visible
paquidermos       mamíferos de piel gruesa y dura (elefantes)
penacho              copete de plumas
petaca                  especie de canasta rectangular
raptor                  ladrón
risco                     peñasco alto y peligroso
romance              noviazgo
romántico           sentimental
rural                    del campo
sicoanálisis         exploración profunda de la personalidad
tajamar               muro para represar y desviar una quebrada 






C O N T E N I D O


La microempresa infantil                           
El molino hidráulico                       
Yo también soy valiente                           
A la conquista del  Sindamanoy      
¡Arriba muchachos!                        
¡Vienen los cóndores!                     
Bañistas y acróbatas                                                   
¡Quedan detenidos!                         
La Laguna Encantada                     
Piratas del Caribe                                     
Crimea, la niña que se durmió                  
La mejor salsa es el hambre            
Dios nos arrulla                              
Cómo se prepara el casabe             
Sobre las olas                                 
Una rebelión a bordo                      
Romeo y Julieta                              
El sicoanálisis                                 
Se quiebra el romance                     
Vocabulario                
          


Antonio Silva Mojica fue un sacerdote jesuita colombiano.
Poeta y novelista para adolescentes. Sus lectoras lo llamaron
"El Poeta de las Niñas".







                           

                                     

11 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.

    ResponderEliminar
  2. Soy Ingrid, acabo de leer esta hermosa novela, tuve que devorarla de un tajo, la leí hasta en voz alta, gracias por tan linda historia, no me dolió el final.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Mil gracias, mi querida Ingrid, por tu amable y pronta respuesta.Con ella me estimulas a seguir adelante con mis libros. Me interesaría, si te queda fácil,indicarme el nombre de tu colegio,tu grado y tu edad. Muchas gracias. -Cordialmente, Antonio Silva.

      Eliminar
  3. HOLA SOY VALENTINA ME ENCANTAN TUS LIBROS Y SOBRE TODO ESTA NOVELA JUVENIL ADORO LA LECTURA Y NO PUEDO VIVIR SIN ELLA,POR ESO ME URJE HACERLE UNA PREGUNTA SI NO ES MOLESTIA PERO TENGO LA DUDA ¿QUE ES LO QUE PASA CON LOS FALSOS COMISIONADOS DE LA SOCIEDAD PROTECTORA DE ANIMALES VUELVEN PARA HACERLE DAÑO A LOS HOJALDRISTAS O PIENSA SACAR UNA SEGUNDA PARTE?PERDON POR LO LARGO PERO ME HIZO LLORAR DE VERDAD EL FINAL. RESPONDAME POR FAVOR Y CON MUCHO GUSTO LE DOY MIS DATOS CHAO... POR CIERTO ESTA ES LA CUENTA DE MI MAMA AHORA SI CHAOOOO...

    ResponderEliminar
  4. AMO SUS LIBROS LO QUE PIENSO DE EL ES LO MEJOR DEL MUNDO NO SE DE DONDE SACA IDEAS TAN PERO TAN FACNIFICAS SOY SU FAN NUMERO 1 (FAN N 1) LO QUIERO MUCHO Y ME ENCANTARIA CONOCERLO EN PERSONA PLISSSSSS SI?...

    ResponderEliminar
  5. Porque no está la novia del Cóndor nesecito leer el libro les pido que porfavor lo publiquen no lo encuentro en otro lugar.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Apreciada Unknown, Mil gracias por comunicarte conmigo. Recibí tu anterior comentario y lo guardé. Te agradecería escribirme a: tonysilmo@hotmail.com
      Cordialmente, Antonio Silva Mojica.

      Eliminar